Publicado

2017-01-01

Conventualización de la escritura en las Vidas de Santa Teresa de Jesús y Francisca Josefa de Castillo

DOI:

https://doi.org/10.15446/lthc.v19n1.60865

Palabras clave:

Escritura, conventos femeninos, obediencia, autonomía, larga duración (es)

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Autores/as

  • Diego Fabián Arévalo Viveros Universidad de California
El presente trabajo explora la existencia de la larga duración de las expresiones de obediencia de las monjas, paralelas y simultáneas a expresiones de subversión de lo masculino, presentes tanto en El libro de su vida de Santa Teresa de Jesús como en Su vida de Francisca Josefa de Castillo. ¿Cómo entender este complejo despliegue de estrategias de obediencia y subversión de tal manera que las veamos inseparables? Proponemos que, junto con el perfil de la monja que elabora una imagen de sí misma basada en un yo-obedezco, se manifiesta un yo-subvierto-el-orden-impuesto por el confesor. Estas dos proyecciones del yo recorren el texto y lo pueblan; le dan una fluctuación ambigua. En sus obras se produce una conventualización de la escritura, en la que escribir en el convento implica obedecerlo pero a su vez implica manifestarlo en la escritura como espacio de autonomía para descubrir el lenguaje.

https://doi.org/10.15446/lthc.vl9n1.60865

Conventualización de la escritura en las Vidas de Santa Teresa de Jesús y Francisca Josefa de Castillo

Conventualization of the writing in the Vidas of Saint Teresa of Jesus and Francisca Josefa de Castillo.

Conventualização da escritura nas Vidas de Santa Teresa de Jesús e Francisca Josefa de Castillo

Diego Fabián Arévalo Viveros
Universidad de California, Berkeley, Estados Unidos
darevalo@berkeley.edu

Cómo citar este artículo (MLA): Arévalo Viveros, Diego Fabián. "Conventualización de la escritura en las Vidas de Santa Teresa de Jesús y Francisca Josefa de Castillo". Literatura: teoría, historia, crítica 19.1 (2017): 197-224.

Artículo de reflexión. Recibido: 01/12/15; aceptado: 02/05/16.


El presente trabajo explora la existencia de la larga duración de las expresiones de obediencia de las monjas, paralelas y simultáneas a expresiones de subversión de lo masculino, presentes tanto en El libro de su vida de Santa Teresa de Jesús como en Su vida de Francisca Josefa de Castillo. ¿Cómo entender este complejo despliegue de estrategias de obediencia y subversión de tal manera que las veamos inseparables? Proponemos que, junto con el perfil de la monja que elabora una imagen de sí misma basada en un yo-obedezco, se manifiesta un yo-subvierto-el-orden-impuesto por el confesor. Estas dos proyecciones del yo recorren el texto y lo pueblan; le dan una fluctuación ambigua. En sus obras se produce una conventualización de la escritura, en la que escribir en el convento implica obedecerlo pero a su vez implica manifestarlo en la escritura como espacio de autonomía para descubrir el lenguaje.

Palabras clave: Escritura; conventos femeninos; obediencia; autonomía; larga duración.


This paper explores the existence of the longue durée of the expressions of obedience by nuns, parallel and simultaneous to expressions of subversion of the masculine, present both in El libro de su vida (The Book of Her Life) by Saint Teresa of Jesus and in Su vida (Her Life) by Francisca Josefa de Castillo. How can we understand this complex deployment of strategies of obedience and subversion in such a way that we see them as inseparable? We propose that, along with the profile of the nun who creates an image of herself based on an I-obey, there is an I-subvert-the-order-imposed by the confessor. These two projections of the I run through the text and populate it; give to the text an ambiguous fluctuation. Their works show a conventualization of the writing, in which writing in the convent involves obeying it but at the same time implies manifesting it in the writing as an autonomous space to discover language.

Keywords: Writing; female convents; obedience; autonomy; longue durée.


O presente trabalho explora a existência da larga duração das expressões de obediência das monjas, paralelas e simultâneas a expressões de subversão do masculino, presentes tanto em El libro de su vida de Santa Teresa de Jesús quanto em Su vida de Francisca Josefa de Castillo. Como entender este complexo desenrolar de estratégias de obediência e subversão de forma que as vejamos inseparáveis? Propomos que, junto com o perfil da monja que elabora uma imagem de si mesma baseada num eu-obedeço, manifesta-se um eu-subverto-a-ordem-imposta pelo confessor. Essas duas projeções do eu recorrem o texto e ocupam-no; atribuem ao texto uma oscilação ambígua. É produzida em suas obras uma conventualização da escrita, na qual escrever no convento implica obedecê-lo, mas ao mesmo tempo implica manifestá-lo na escrita como espaço de autonomia para descobrir a linguagem.

Palavras-chave: Escrita; conventos femininos; obediência; autonomia; longa duração.


I. Conventualización como propuesta de lectura

Santa teresa de jesús (1515-1582) en El libro de su vida (posiblemente escrito entre 1562 y 1565) despliega aquello que se podría denominar retóricas de obediencia a su confesor; pero, paralelamente y de manera paradójica, esa misma retórica subvierte roles y jerarquías del convento, de tal forma que si se esperaba encontrar en la escritura de Santa Teresa una red de expresiones manifestando una completa y acabada "deferencia convencional" (Weber 64), ocurre todo lo contrario: esta deferencia está acompañada por una desobediencia de la misma. Ello se observa cuando Teresa emplea en su discurso distintas maneras retóricas para dirigirse a sus superiores, que, analizadas de cerca, resultan similares a aquellas que se dan en los discursos entre las personas con posiciones y roles sociales iguales -como si Santa Teresa, por momentos, tratara a sus confesores de igual a igual- (Weber 65). De todo esto resulta que la monja de Ávila termina desestabilizando lo que parecía inapelable: la sumisión que se le debe a la autoridad conventual.

Lo interesante de este tipo de discurso es que estamos ante un mecanismo de desestabilización de la autoridad jerárquica del convento que no solo se presenta en los escritos de Santa Teresa, una de sus principales inauguradoras. Si revisitamos la tradición de la escritura producida por diferentes mujeres alojadas en conventos -en diferentes épocas y en diferentes lugares- encontramos que esta estrategia de subversión del poder masculino es de larga duración1 en la medida que los manuscritos de las monjas, en uno y otro siglo, en uno y otro continente, subvierten constantemente el orden de la sumisión con retóricas que desmantelan la completa obediencia paulina (Howe 123). Teresa de Cartagena (1425-¿?), Ana de Jesús (1545-1621), María de San José (1548-1603), Sor María de la Antigua (1566-1617), Sor Marcela de San Félix (1605-1687), Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), entre otras, harían parte de esta larga tradición de monjas para quienes obedecer no es la única opción.

Queremos revisar la obra de dos monjas que parecen hablar en la misma clave tanto en el siglo XVI español, Santa Teresa de Jesús, como en el siglo XVIII neogranadino, Francisca Josefa de Castillo (1671-1742), quien además asumió como modelo la escritura teresiana. Ellas hacen parte de esta tradición de la escritura ambigua: una escritura que acata y desobedece de manera concomitante.

En el caso de las dos últimas monjas mencionadas, podríamos pensar que estamos ante un fenómeno de larga duración: las estrategias retóricas de obediencia y desobediencia. El advenimiento de un fenómeno aparentemente aislado, visto desde un tiempo frenado y lento, se nos presenta emparentado con otros hechos con los que comparte "rasgos comunes" (10) e "inmutables" (10), lejanos tanto espacial como temporalmente. Teniendo en cuenta lo anterior, el primer evento bien puede ser la escritura producida por una monja del siglo XVIII en la Nueva Granada (territorio en ese entonces gobernado por la Corona española), y el segundo podría ser el acto de la escritura realizado por Santa Teresa en el siglo XVI en España. Es por ello que el texto de Su vida (1713), escrito por Francisca Josefa de Castillo (y rescatado fundamentalmente en el siglo XIX luego de la independencia de la Nueva Granada),2 exige ser comprendido como una obra que forma parte de la historia larga de las retóricas conventuales que se despliegan en el tiempo más allá de su inmediatez.

Precisamente, los gestos de subversión a las jerarquías masculinas presentes en los textos de Francisca poseen edades lentas y movimientos que no pertenecen a una sola mujer sino a una comunidad transgeneracional de mujeres, quienes heredan esta larga duración y crean la tradición de la posibilidad femenina de subvertir autoridades. Esta posibilidad se desplaza a través del tiempo como un recurso creado por distintas mujeres que desde el convento reiteran sus estrategias para preservar ciertas zonas de autonomía (más allá de la sumisión). Dichas estrategias se pueden entender también como un capital femenino de resistencia acumulado por siglos.

Proponemos que para Teresa y Francisca -teniendo en cuenta la influencia de aquella sobre esta- la escritura se teje a partir de dos afirmaciones: junto con el perfil de la monja que elabora una imagen de sí misma basada en un yo-obedezco se manifiesta de manera paralela un yo-subvierto-el-orden-impuesto-por-el-confesor. Estas dos proyecciones (performances) del yo recorren el texto y lo pueblan; se superponen y se cruzan; se acumulan y se desestabilizan; dan una fluctuación ambigua a un texto cuyo entretejimiento implica el conflicto de dos tipos de yo3 que se enfrentan en la escritura de las monjas y que nos hacen pensar que en sus obras se produce aquello que queremos denominar conventualización de la escritura. En esta, según lo dicho, escribir en el convento implica obedecer -manifestar el convento en la escritura como obediencia- pero a su vez, la conventualización implica manifestar el convento en la escritura como espacio de autonomía para descubrir el lenguaje y, sobre todo, para descubrir la posibilidad del yo-hablo y del yo-escribo que subvierte los roles de la autoridad.

La conventualización, en consecuencia, supone en la escritura un conjunto de fuerzas que actúan en el convento femenino, tanto en el siglo XVI en España como en el siglo XVIII en la Nueva Granada, cuando el convento era tanto el lugar del encierro femenino como también el espacio de cierta liberación y autonomía. Así, entonces, la conventualización es ambigua: supone una escritura de la obediencia y, a la vez, de la desobediencia; además, es doble: implica acatar y desacatar.

II. La experiencia ambigua del convento

Las sociedades donde vivieron Santa Teresa de Jesús y Francisca Josefa de Castillo -las culturas española y americana de los siglos XVI y XVIII, respectivamente- se caracterizaron por su alto grado de misoginia. Si bien es difícil y errado conceptualizar de manera "unívoca" (Herrera 48) las expectativas de vida de todas las mujeres en esos siglos, no es arriesgado decir que tales expectativas, de manera general, se circunscribieron a la crianza de los hijos y a la labor de esposas en el interior de la casa, para lo cual eran educadas desde niñas: "el objetivo principal con las niñas era que aprendieran los oficios caseros, confinados al hogar" (Herrera 53).

La mujer estaba destinada al matrimonio; su ideal era ser la esposa que portaba el honor familiar, uno de los atributos más apreciados por los hombres (Noguerol 183). Este honor era sinónimo de religiosidad, encierro, fidelidad, silencio y obediencia a la autoridad masculina. Si las jóvenes rechazaban el matrimonio debían ingresar al convento, espacio reservado para quienes podían hacer pagar su estadía en la celda, bien por parte de familiares acaudalados, bien por posibles ayudas económicas provenientes de distintas partes: un patrocinador externo o el mismo convento que concedía -pero esto no era la regla- estipendios especiales para acoger a ciertas mujeres (no a todas, por supuesto). La mayoría de monjas pertenecía a un grupo social privilegiado: "las hijas de los señores principales, que disfrutaban, además de la dote, de sobradas rentas particulares cedidas al efecto por sus familiares para afrontar la existencia en el claustro" (Pérez 10). Desde luego, al interior del convento también se presentaban enormes desigualdades sociales;4 incluso, en un principio algunas mujeres como las indias, mestizas y negras solo podían entrar en él como parte de la servidumbre, como bien lo explica Nancy van Deusen para el caso de Úrsula de Jesús, monja afro peruana que vivió entre 1604 y 1668, quien "permaneció veintiocho años como una de las cientos de esclavas [...]. Cada día ella atendía las necesidades de su ama en la celda" (3).

Ante la falta de posibilidades para acceder al convento otras opciones aparecían; aquí hay que mencionar los casos de las beatas, "mujeres laicas que habían alcanzado alguna reputación local de santidad" (Ahlgren 10) pero que eran cuestionadas y perseguidas por descolocar el rol de la mujer tradicional. A las beatas se las veía en los espacios públicos, realizando viajes y obras, predicando y evangelizando, todo esto era mal visto por la sociedad de entonces. La relación de las beatas con los conventos y las instituciones religiosas, como habría de esperarse, era precaria y sospechosa. Esta situación se repitió con las ilusas en el siglo XVI, mujeres que teniendo vocación religiosa carecían de bienes para pagar su ingreso al convento; ellas ocupaban un lugar diferente a la celda conventual: la calle; fueron objeto de reconocimiento popular pero también fueron perseguidas por la Inquisición. Así mismo aconteció con las alumbradas, quienes, por afirmar que poseían una "iluminación religiosa" (Ahlgren 12) -afirmación que se hacía pública- se convertían en objetivo de las autoridades masculinas católicas. Todas ellas, beatas, alumbradas e ilusas, eran mujeres renuentes al matrimonio y al rol de esposas en el hogar; sin embargo, no tenían un lugar en el convento. Se ubicaban en espacios marginales y juzgados constantemente por parte de la institucionalidad masculina. Es necesario agregar que muchas de las mujeres que optaban por desacatar el matrimonio o la vida religiosa terminaban ejerciendo la prostitución o la mendicidad.

Este itinerario que debían acatar las mujeres estaba en estrecha relación con la Contrarreforma de 1545, cuya política frente a las mujeres se caracterizó por agravar la opresión mediante "un endurecimiento ideológico de los códigos jerárquicos" (Noguerol 183). La presencia de la mujer en los lugares públicos fue vista como índice de disolución social. Una de las medidas promovidas por la Contrarreforma y puesta en práctica por el cardenal Cisneros5 sometía a la mujer casada al poderío económico del hombre; esto produjo una expoliación económica de la mujer a quien se le condenó a la pobreza: "aun en los hogares de la nobleza [...] la presencia de las mujeres no era permitida en todas las habitaciones y, frecuentemente, ellas solo eran dueñas de colchones" (Arenal y Schlau, Untold Sisters 3). Es conocido que, generalmente, en los negocios que las mujeres adelantaban estas necesitaban el permiso de sus maridos, pues a la mujer se la representaba como "incapaz, haciéndose necesaria la autorización o representación del marido" (Dougnac 271)6 (desde luego, esto se debe matizar con los pocos derechos que tenían las mujeres viudas o las mujeres de los hombres enfermos. Dentro del matrimonio algunos derechos patrimoniales restringidos se conservaban).7 A esto se suma que el Concilio de Trento (1545-1563) recomendó el silencio y la santa ignorancia para las mujeres (Noguerol 181), basándose en interpretaciones bíblicas que postularon como ley natural la autoridad total de lo masculino; el fundamento de esto era el Génesis y la Epístola i de San Pablo a los Corintios; en esta última se establecía que "debe la mujer traer sobre la cabeza la marca de la sujeción" (Noguerol 180); o en el Eclesiástico: "en la mujer tuvo principio el pecado, y por causa de ella morimos todos" (Noguerol 180). Noguerol también señala que Hernando Talavera, confesor de Isabel la Católica, afirmando esta tradición misógina, escribió que "las mujeres están y fueron hechas para estar encerradas y ocupadas en sus casas" (181). Se agregan a esta serie de emisores de juicios respecto de las mujeres autores como Fray Luis de León, Huarte de San Juan, Francisco de Quevedo, entre otros (183).

En medio de este reducido horizonte de expectativas aparece el ingreso al convento como opción para la mujer. Desde luego, ingresar al convento era entrar al espacio del "lector terrible" (Riccio 333), el confesor. Era el ingreso al orden "de la experiencia universal del cuerpo para el otro, incesantemente expuesto a la objetividad de la mirada" (Bourdieu 83), donde el cuerpo de la mujer se establecía como el cuerpo-monja en el que era necesario lograr la desaparición "de las apetencias terrenales" (Galaz-Vivar 12). En el convento se sometía el cuerpo al orden y a la disciplina religiosa; era un lugar de suplicio y penitencia: "el cuerpo supliciado de la monja se intercambia en el convento por los pecados del mundo" (8). Por esta razón, sacrificio, dolor y encierro eran actos usuales de la mujer en su celda, todos ellos ligados a una disciplina controlada por las autoridades del lugar.

Lo llamativo de todo esto es que el convento también era una opción de autonomía para las mujeres -aunque casi siempre de la élite- pues, si esta institución operaba como espacio del orden para ellas, también permanecía en constante estado de excepción, ya que el convento era un "microcosmos" (Ferrús, Heredar 65) donde se subvertían "muchas de las claves que regían la vida de la mujer" (66). En sus inicios, el convento estuvo ligado a la costumbre cruzada de encerrar y proteger a las esposas de los guerreros medievales, pero en los siglos XVI y XVII los conventos habían alcanzado un poder inusitado en los niveles económico, político y cultural; además, en ellos las mujeres lograban ciertas libertades -intelectuales, económicas, inclusive eróticas-, tanto así que con la Contrarreforma, Carlos I intervino sobre ellos para aumentar "la escasa disciplina" (Riccio 327) que los regía. Muchas de las monjas, por ejemplo, accedían a la administración de bienes y se les permitía trabajar, pero, claro está, en algunos casos "cada una arbitraba sus pensiones y las empleaba en cosas de su gusto, no se reparaba en buscar cosas superfluas como hábitos preciosos y muebles curiosos" (Toquica 161).

Teniendo en cuenta lo dicho sobre los conventos, entender los espacios conventuales femeninos implica tener en cuenta que fueron lugares donde se encarnaban diversas tensiones sociales. Junto con la vida disciplinada, las mujeres -privilegiadas casi siempre- podían lograr cierto grado de autonomía, pues ingresando allí escapaban de las obligaciones habituales del hogar y accedían a conocimientos y herramientas de expresión, en la mayoría de los casos vedados para la mujer sometida al hombre en el matrimonio. En el convento, las mujeres -solo algunas, porque las que eran pobres generalmente no-podían experimentar aquello que Josefina Ludmer catalogó como "las tretas del débil", mediante las cuales la mujer podía encontrar "la esfera privada como campo propio" (5). Las mismas experiencias místicas se convertían en "goces inéditos" (Ferrús, Heredar 8). Y no todo termina ahí: en conventos que alojaban una población numerosa de mujeres eran usuales las fiestas, el cambio del hábito de monja por vestidos ceñidos a la moda de la época: "en muchas ocasiones era incluso usual que la abadesa suspendiese la norma y permitiese la entrada de seglares de ambos sexos al claustro" (Ferrús, Heredar 65).

Para el aspecto que me interesa en este artículo, es necesario entender que estas dos coordenadas del convento, obediencia rotunda pero también posibilidad de experimentar cierta autonomía, se imbrican paralelamente en la escritura de las monjas. Ello causa lo que antes llamamos conventua-lización de estas escrituras, que debe entenderse como la presencia de estas tensiones del convento en la escritura de las monjas. Esta escritura, leída como conventualización, presenta una performance doble: la escritura se maniobra como acatamiento y obediencia pero también como lugar para confirmar un yo-escribo, un yo autónomo (que se opone al silencio de la mujer que debe ignorar). A continuación revisaremos cómo se despliega cada una de estas performances.

III. Un yo para el confesor

Entendemos performance como una práctica corporal que se "ensaya, se repite y es reiterada" (Taylor 19); implica varias maniobras de un cuerpo realizando un acto vital de "transferencia, transmitiendo saber social, [...] memoria y [...] sentido de identidad a partir de acciones reiteradas" (Taylor 22). En el caso que nos concierne, asumimos las escrituras de Santa Teresa y Francisca Josefa de Castillo como despliegues de performances que ellas realizan con la escritura para transferir hacia un público -en este caso, el confesor- la imagen de la monja en el acto yo-obedezco (la primera imagen que estudiaremos).

Es necesario afirmar que la mención del yo en estos textos configura una identidad discursiva que surge en el rol asumido por Santa Teresa y Francisca como hablantes de sus textos. Es decir, tanto Teresa como Francisca, al producir sus escrituras, tejen la imagen de un yo (Çurum 190) -de un sí mismo- enmarcado y matriculado dentro de un estatuto social conventual. Ellas escriben desde el convento con las convenciones del convento, con las palabras de la institución, con las frases y las técnicas retóricas conventuales, lo que les deja proyectar en sus escritos una identidad (una imagen del yo) que se concreta en la afirmación constante -y ansiosa- de un yo que se ofrece a su lector como perteneciente a una institución conventual a la que obedecen.

Las dos monjas -Francisca siguiendo a Teresa- confirman esta identidad discursiva (con la que asumen la identidad social de monjas obedientes) desplegando un pathos, una "personalidad del enunciador" (personalidad discursiva, tejida con palabras), la cual -como veremos- se muestra "a través de la enunciación [...] adoptando ciertas actitudes discursivas" (Çurum 192). Con estas actitudes, Francisca y Teresa legitiman una identidad discursiva, es decir, hacen comportar su escritura de tal manera que, cada vez que dicen yo, realizan un acto de obediencia conventual oficializando su pertenencia al orden conventual. No es nada fortuito, por ejemplo, que ellas inicien sus escrituras afirmando esta obediencia. Santa Teresa en el siglo XVI escribe: "Quisiera yo que, como me han mandado y dado larga licencia para que escriba" (36). Mientras que Francisca Josefa de Castillo anuncia: "Por ser hoy día de la Natividad de Nuestra Señora, empiezo en su nombre, a hacer lo que Vuestra Paternidad me manda" (59).

Afirmaciones como "me han mandado y dado licencia" -para el caso de Teresa- así como "lo que Vuestra Paternidad me manda" -para el caso de Francisca- instalan un episodio de la escritura obediente mediante el uso de una expresión que resalta la presencia de la primera persona del singular, "me", acompañado del pretérito perfecto "han mandado" (Teresa) o del presente "manda" (Francisca). Todas estas expresiones configuran una performance según la cual lo que aparece en el centro del escenario escritural es un yo cuya gestualidad -cuyo comportamiento discursivo- proyecta un yo-escribo porque yo-cumplo. De esta manera, las dos monjas transmiten a su lector la noción de una escritura en la que se instala el gesto del obedecimiento de un yo que -repetimos- aparece en el centro de la escritura hablando la lengua de la orden cumplida (escriben porque obedecen).

Ciertamente, según la tradición conventual, la escritura de las monjas se iniciaba como obediencia a los confesores. Si bien estos últimos tenían acceso al convento femenino bajo el estricto cuidado de la abadesa, que en algunos conventos hacía tañer la campana para que se anunciara la llegada del confesor y "las monjas se recogieran" (Toquica 167), eran ellos los encargados de solicitar a las monjas los escritos de sus vidas. Los confesores ordenaban la escritura como ejercicio de preparación para una confesión o como defensa ante murmuraciones o acusaciones contra las monjas. Por esta razón, "la escritura [es] un recorrido vital sujeto a juicio" (Riccio 331). Las monjas estaban en la obligación de mostrarse ante el confesor. De ahí que, si pensamos en el acto de escribir donde actúan Teresa y Francisca, tenemos que asumir que tal acto implica construir imágenes del yo para un confesor que siempre estará presente, avalando lo escrito -revisándolo y censurándolo-. El confesor actúa como lector y personaje silencioso que aparece constantemente en los textos escritos por las confesadas. Francisca Josefa escribe: "yo procuraba mortificarme en todo [...] yo había hecho una confesión general de toda mi vida con el padre Pedro García, con quien siempre me había confesado" (3). Y en el mismo sentido, Santa Teresa, quien tuvo varios confesores, afirma: "tenía yo un confesor que me mortificaba mucho, y algunas veces me afligía y daba gran trabajo, porque me inquietaba mucho, y era el que más me aprovechó" (163).

En las dos Vidas, la performance mediante la cual las monjas actúan como obedientes implica la presencia de estos confesores que actúan revisando cómo las monjas se mueven en el acatamiento. En consecuencia, tenemos aquí una "performance de un solo espectador" (Taylor 69), donde el espectador es parte constitutiva del acto (actúa como espectador-verificador) para que el yo-obedezco quede cotejado y confirmado -esto no excluye el hecho de que muchos de los textos de las monjas fueran leídos también por otras mujeres recluidas en el convento-.

Sus Vidas poseen el tono y el ritmo de las confesiones donde las monjas cuentan sus pecados a los oídos de un confesor que siempre está en el texto (como una presencia fantasmal y medio escondida): "la figura [...] del confesor enhebra la historia como un hilo organizador" (Riccio 43). De ahí que estas vidas suenen como murmuraciones en el confesionario para el oído de la autoridad. Francisca, por ejemplo, cuenta: "me quedaba a oscuras con mi parecer, y luego me parecía que con aquellos engaños de mi imaginación había de dar en mayores males, cosa que siempre temía mucho, y ha sido una de las causas porque no me atrevía a pasar sin confesor particular que me guiara y alumbrara" (87). Teresa, por su parte, escribe: "avisaban al confesor que se guardase de mí; otros decían que era claro demonio: solo el confesor [...] siempre me consolaba" (157).

El confesor aparece siempre en relación con el yo de las monjas. Este yo necesita tener un confesor en sus inmediaciones y debe enunciar tal situación con el fin de configurar "una imagen de sí" (Çurum 191). La construcción de esta última imagen depende de anunciar que el yo es para el confesor, maniobra que conventualiza las escrituras tanto de Teresa como de Francisca, en la medida en que el confesor no es alguien externo al enunciado sino alguien que se encuentra en el interior del texto, como si este último -el texto- fuera un convento a donde entrara el confesor a inspeccionar. En este punto es importante recordar

que una monja profesa se sometía a dos autoridades: la abadesa y el confesor. Entre ellos existía cierta rivalidad, pero en últimas, el confesor como director espiritual era el norte de las monjas, él decidía si las religiosas progresaban o no en su vida espiritual y medía la ortodoxia de su fe ya que podía denunciarlas a las autoridades. (Toquica 159)

El confesor, desde la época del tratado de Trento, era el encargado de concretar la confesión, "derecho divino de la iglesia" (Pedros 630). En el tratado se había reconocido "que la confesión que se hace en secreto al sacerdote fue instituida por Cristo [...] necesaria para la salvación" (Pedros 630).

Es fundamental apuntar que para muchos de estos confesores -aunque no para todos porque los hubo muy sensibles a los talentos de las monjas- la escritura de las monjas fue considerada como labor de manos, es decir, ejercicio para mantener ocupadas las manos de las mujeres, pues el tacto "asociado directamente a la sensibilidad sexual y ligado al placer carnal también fue normado estrictamente" (Toquica 154). Por eso los textos escritos tenían la misma importancia que la preparación de dulces, "imagen tópica del monacato femenino" (Rey 65) o que el bordado, y difícilmente tenían lugar en el archivo, pues "no se les reconocía ningún valor de autoría" (Ferrús, Heredar 2). Como consecuencia de esto, muchas vidas de monjas eran contadas no con la intención de ser publicadas; en la mayoría de los casos estos textos se perdían. Así mismo, estas vidas fueron consideradas un género menor al igual que las cartas, los escritos de devoción y algunas formas de poesía (Ferrús, Heredar 76).

Lo anterior explica que este yo para el confesor debía actuar y gesticular en la escritura un yo-ignorante como estrategia para agudizar la validez de su voz obediente. Como lo dijimos, la ignorancia fue algo prescrito para las mujeres desde la época del tratado de Trento. Electa Arenal y Stacey Schlau cuentan que el acceso a los libros en los conventos fue, en su mayoría, estrecho y restringido. Se permitía la lectura de hagiografías, libros de servicio, libros teológicos y se aprendía el latín con la intención de decir oraciones (Untold Sisters 4). Esto se encontraba en estrecha relación con el problema de la alfabetización de las mujeres, sobre la cual, paradójicamente, se oficializaba para la mujer su ignorancia:

Juan Nevizzano [...] en el libro II de la Silva Nuptialis, esa recopilación de derecho matrimonial tan difundida a partir de 1521, [...] enumera los tradicionales peligros: la mujer docta, por un lado, tiene acceso al exterior [...] la escritura es una verdadera Celestina [...] el conocimiento, de otro lado, las conduce a una ambición de dominar, que lleva a las mujeres hasta el asesinato. (Cátedra y Rojo 48)

A pesar de estas limitaciones -y ya volveremos a ello- es necesario apuntar que los conventos también fueron espacios donde la mujer "ejercitó la mente", teniendo en cuenta que la "monja enclaustrada fue menos encerrada que la perfecta casada" (Arenal y Schlau, "Leyendo" 214). La mujer pudo explorar allí aspectos intelectuales no marcados como cultos por la cultura letrada masculina, tales como: "afecto, sueños, intuición e inspiración" (Arenal y Schlau, "Leyendo" 214). Y no solamente eso: casos como los de Sor Juana Inés de la Cruz demuestran que en los conventos de mujeres cualquier conocimiento era posible. A pesar de ello, todo esfuerzo intelectual estaba en conflicto con la marca de la ignorancia sagrada que era algo constante para las mujeres, en especial para aquellas que accedían a la escritura.

Precisamente, tanto en el caso de Santa Teresa como en el de Francisca tenemos que sus textos están marcados por la aceptación de esta ignorancia. Ejecutando su teatro del yo-obedezco, las dos monjas pronuncian el argumento yo-soy-ignorante (maniobran su escritura para que este yo que no sabe emerja por todas partes). Francisca, por ejemplo, anota: "siendo verdades de que cualquiera se podría aprovechar, yo, pobre, ciega y vil, me quedé por mi culpa en mi ignorancia y miseria" (222). Santa Teresa, por su parte, anota: "¿De dónde vinieron a mí todos los bienes sino de vos? No quiero pensar que en esto tuve culpa, porque me lastimo mucho, que cierto era ignorancia" (133). La misma Teresa escribe: "con no entender casi cosa que rece en latín [...] pobres de poco saber, como yo" (90).

En este parlamento del yo-ignoro nuevamente cobra central importancia la expresión que marca la presencia de la primera persona "me" (me quedé por mi culpa en mi ignorancia), acompañado del posesivo "mi" (mi propia ignorancia) y la primera persona del singular "yo" (de poco saber, como yo). Esto indica que la ignorancia se predica y se padece. Aparece como una condición que es propia (mi) y que se soporta (me) en la voz del sujeto que enuncia. Es algo natural de la imagen e identidad del yo (este último quiere aparecer ante su lector-confesor como un sí mismo ignorante). Ciertamente, hacer aparecer este yo-ignoro era necesario para probar que la escritura no era un acto soberbio sino de humildad extrema. Los textos de las monjas debían contener el lenguaje de esta autoafirmación de ignorancia para que sus autoras no fueran acusadas de arrogancia, tanto por los confesores como por los inquisidores (Weber 44). Permanecer en santa ignorancia implicaba no presumir de conocimiento de teología, de letras o de latín (Weber 46) y, además, permitía proyectar y actuar la humildad: valor fundamental para crear la imagen de la mujer auto-abnegada (47).

En el mismo sentido, es importante entender que los confesores les exigían a las monjas escribir siguiendo modelos específicos de vidas de santas. De ahí que estas vidas se produjeran como actos mediante los cuales las monjas calcaban sus narraciones basándose en otras vidas: "la vida habrá que escribirse sobre una falsilla, la que suministran los relatos de los santos y de la imitatio Christi" (Ferrús, Heredar 5). Los modelos a imitar abundaban: San Agustín, San Ignacio de Loyola, "las visiones de Santa Hidelgarda y Santa Brígida de Suecia, las vidas de Santa Isabel, las revelaciones de Santa Gertrudis y de las monjas Dominicas Margarita y Cristina Ebner" (Robledo 1). De ahí que en las narraciones de las monjas queden superpuestas innumerables voces ajenas provenientes de diversas hagiografías, teniendo en cuenta que "el relato de vida se escribe a la sombra de la Vita Sanctórum" (Ferrús, Heredar 55).

Entonces, la progresión de la performance del yo-obedezco implica que las monjas escriban su vida a partir de la imitatio. Es decir, se sigue una "doctrina preceptiva y estética, una técnica sistematizadora" (Ferrús, Heredar 55); según esta los libros de las vidas escritos por las monjas exhiben mujeres modeladas de acuerdo a los parámetros de la vida santa de la mujer (que se convierten en verdaderos tópicos de las vidas escritas por monjas): enclaustramiento, rechazo de los lugares públicos, escondimiento y suplicio, dolor y oración, miedo al pecado y a la culpa. Las monjas, por ejemplo, para aparecer ante el confesor anunciando su yo-obedezco, deben también hablar la lengua del yo-me-desprecio. Francisca dice: "todo lo pudiera tener mi alma en los avisos de Dios sin quedarle qué desear, para no alegar ignorancia; y parece que por mis culpas y ser yo un monstruo y aborto de la naturaleza" (222). Santa Teresa, por su parte, escribe:

Señor, mirad lo que hacéis, no olvidéis tan presto tan grandes malos míos [...] no pongáis, creador mío, tan precioso licor en vaso tan quebrado, pues habéis visto ya de otras veces que lo tornó a derramar [...]. No sea tanto el amor, oh Rey eterno, que pongáis en aventura joyas tan preciosas. Parece, Señor mío, se da ocasión para que se tengan en poco, pues las ponéis en poder de cosa tan ruin, tan baja, tan flaca y miserable, y de tan poco tomo [...] en fin, mujer y no buena, sino ruin. (103)

En los dos casos, el yo-obediente no solo necesita acatar la orden sino que las monjas deben aparecer despreciables para que la grandeza de lo masculino sea más notable. El acto discursivo del yo-me-desprecio se realiza mediante la calificación. El yo es ruin, miserable, monstruo, aborto, vaso quebrado, "en fin, mujer", dice Santa Teresa, como si el sustantivo mujer, en sí mismo implicara la adjetivación no-buena. Actuar mediante este yo-miserable es una estrategia que utilizan las monjas para crear el efecto de la "modestia afectada" (Weber 48) que funciona como un topos literario mediante el cual se realiza la captatio benevolentiae con el fin de dispensar "favorablemente al confesor" (49). Con el uso de estos recursos las autoras siempre aparecen como pecadoras y ruines, además, sus discursos son rústicos. De esta manera "el enunciador hace adherir a su enunciatario a su palabra" (Çurum 196). La autoagresión discursiva (mostrarse ignorante y en desprecio) funciona como estrategia de persuasión.

Así, entonces, tanto Teresa como Francisca apelan a la lengua del convento que -como lo hemos dicho- no es exterior a la escritura. Las monjas poseen una voz que retrata sus vidas como máscaras de cera (Ferrús, "Máscaras" 11). Sus vidas conventualizadas (escritas para mostrar a la monja obediente) se corresponden y se imitan; son similares porque hacen parte de un continuum de esta imagen-estampa en la que la mujer es retrato de obediencia, ignorancia y autodesprecio. Tanto en Teresa como en Francisca (la segunda imitando a la primera) "la imagen discursiva de sí está anclada en estereotipos, un arsenal de representaciones colectivas que determinan en parte la representación de sí" (Çurum 195). En el caso de Francisca, por ejemplo, los "arquetipos sagrados forman profundamente los contornos de [...] la vida" (McKnigth 15).

Por tanto, en las monjas que estudiamos, tenemos un yo-nosotras narrando su historia, pues las monjas que escriben lo hacen como un coro plano en el que no es necesario resaltar la singularidad. No hay un "moderno motivo autobiográfico" (Weber 43) sino la presencia reiterada de una performance mediante la cual las monjas forjan en su escritura los gestos de un yo-institucional, un yo-conventual (hagiográfico) "que absolutiza el relato con una historia [...]: la de un cuerpo de mujer transmutado en cuerpo-monja" (Ferrús, Heredar 5).

Teresa y Francisca actúan el papel de este yo obediente en sus textos y, con ello, crean una visibilidad de ellas para el confesor: este último ve a las monjas entregadas al acto de la obediencia. En ese momento surge en sus escrituras la monja como una "estilización repetida del cuerpo -una serie de actos repetidos dentro de un marco regulador muy rígido- que se congela en el tiempo para producir la apariencia de sustancia, de una especie natural del ser" (Butler 66). Esta performance repetida (la abundancia del obedecer) aparece dicha una y otra vez, como maniobra y acto a presentar. Teresa y Francisca, por escribir, deben gesticular, mientras hablan, su propia censura.

IV. Hablo

Tal como lo habíamos señalado, el convento -y las congregaciones monásticas de mujeres- permitía a las recluidas acceder a cierto grado de independencia respecto del mundo masculino. Por lo menos, inicialmente, les permitía rechazar la institución que las ataba completamente al encierro doméstico: el matrimonio.

Es importante tener en cuenta que Francisca Josefa de Castillo evoca el ingreso al convento (el cual ocurrió a la edad de dieciocho años) como rechazo al matrimonio y rechazo al poder del hombre: "Cuando yo era pequeña [...] uno de los niños que iban con sus madres a visitar mi casa [...] me dijo que quería casarse conmigo [...] le respondí que sí; y luego me entró en el corazón un tormento inmenso" (4). Teresa, por su parte, cuenta: "comencé a rezar muchas oraciones vocales, y a procurar con todas me encomendasen a Dios, que me diese el estado en que le había de servir; mas todavía deseaba no fuese monja [...] aunque también temía el casarme" (16).

Tanto Teresa como Francisca rechazan una de las más fuertes instituciones de la época: la vida marital. Francisca cuenta: "la voz de que yo quería ser monja se extendió por las casas de mis parientes y conocidos [...]. Todos ellos pensaban muy mal de mis intentos, y me reprendían" (15). Teresa también dice: "y aunque no acababa mi voluntad a inclinarse a ser monja, vi era el mejor y más seguro estado; y así poco a poco me determiné a forzarme para tomarle" (18).

Con el ingreso al convento, Teresa y Francisca entran a un lugar comunitario donde las mujeres aprendían a tolerarse entre ellas (Arenal y Schlau, Untold Sisters 3) y, más allá de eso, ingresaban a un lugar -si bien de suplicio- de alianzas y protecciones entre mujeres, aunque también de rencillas y tiranías, como queda suficientemente claro en las Vidas de Teresa y Francisca. Por ejemplo, esta última "da a entender [...] las humillaciones de que la hacían objeto sus compañeras de claustro" (Achury 18). A pesar de este tipo de eventos, en los conventos las mujeres podían desarrollar talentos que difícilmente hubiesen podido ser cultivados fuera de aquellos; de ahí que, en muchos casos, fuera codiciado entrar al convento pues este era un "repositorio de las hijas de las familias nobles, santuarios para las estudiosas, lugar para las no aptas para el matrimonio" (Arenal y Schlau, Untold Sisters 3).

De la misma manera, en el espacio de los conventos las monjas podían ejercer labores de administración y finanzas; y a veces el espacio público se abría: podían liderar actividades que implicaban salir a la calle, e incluso, la monja podía convertirse en mujer viajera, sin perder su estatus (Arenal y Schlau, Untold Sisters 34). Esto, en muchos casos, no dejó de ser el privilegio de unas pocas, ya que las jerarquías sociales se seguían manteniendo en el convento: en un principio las mujeres negras e indias solo podían, dentro del convento, ser sirvientes y esclavas. Teresa y Francisca, mujeres privilegiadas, tuvieron la suerte de instalarse en una institución que si bien fue lugar de jerarquía masculina, "también proveyó una salida" (Arenal y Schlau, Untold Sisters 6) para la expresión de las mujeres.

Precisamente, la segunda performance que se despliega en las Vidas de Teresa y Francisca está determinada por esta experiencia-otra del convento (que no es solo obediencia). En este caso la institución opera -en la escritura- como "catalizador de autonomía" (Arenal 149) y ya no tanto como marca del orden. Es por ello que se puede afirmar que Teresa y Francisca no solo elaboran una imagen de sí mismas como monjas obedientes al confesor. Esta segunda performance es realizada por las monjas por medio de la gesticulación de los movimientos de un yo-sé-que-escribo, un yo-sé-que-tengo-voz, que se desarrollan de manera paralela al yo-obedezco o al yo-ignoro.

Pensar en esta otra performance implica entender que, si la construcción de la imagen de sí mismo en el discurso necesita pasar por un acto del lenguaje (el cual nos remite a la "situación de comunicación" (Çurum 191) desde donde se produce el acto del decir), tanto Teresa como Francisca saben que, de alguna manera, son dueñas de una situación de comunicación. Esto se puede afirmar puesto que, a pesar del despojamiento de la palabra pública (Ferrús, Heredar 3) y de la estricta vigilancia institucional, en los textos escritos por Teresa y Francisca se puede observar que las dos monjas poseen una clara voluntad para escribir. Las dos, en un principio, conocen plenamente que están diciendo algo y desarrollan el hábito de la escritura. Las dos se concentran en hacer sus textos. Así, esta voluntad de escribir contiene la afirmación de enfrentar el texto (de realizarlo y tejerlo). Hay voluntad de imaginarlo y proyectarlo; de hacer descripciones exactas y nítidas; de establecer ritmos y de pensar el proyecto escritural -sus límites, su división por capítulos, las citas, etc. -. Esta voluntad es un gesto corporal que marca el texto con una presencia imborrable, una voluntad de querer escribir y de desarrollar el texto con todas sus características (las monjas, quiéranlo o no los confesores, desarrollan la voluntad de explorar el lenguaje). De ahí que se afirme que "en las Vidas no hay una subjetividad moderna, pero sí la apuesta a favor de un lenguaje" (Ferrús, Heredar 2).

Así, entonces, mientras Teresa y Francisca practican la escritura como ejercicio de abnegación -y llegan a los extremos de presentarse como monstruos y abortos de la naturaleza- en ese mismo evento encuentran el gesto de la escritura que implica posesionarse de la expresión; se adueñan de un acto de locución: crean un narrador, un estilo y proyectan una voz. Es en este sentido que Francisca y Teresa acceden al acto de narrar y a las múltiples posibilidades que ello implica. Aunque las dos escriban como copia de otras vidas, eso no será suficiente para impedir que las dos monjas exploren aquello que la lengua puede hacer (las múltiples combinaciones entre palabras, los esfuerzos escriturales para lograr la imagen perfecta, el momento exacto para terminar de describir, las palabras necesarias para hacer ver al lector lo descrito). Francisca, por ejemplo, escribe: "En una ocasión yo creí caminar entre ladrillos, puestos punta con punta, como en el aire, y con gran peligro, y mirando abajo vi a un río de fuego, negro y horrible [...] andaban tantas serpientes, sapos y culebras, como caras y brazos de hombres que se veían sumidos" (5). Teresa, por su parte, cuenta:

Quiso el señor que viese aquí algunas veces esta visión: veía un ángel cabe mí hacia [sic] el lado izquierdo en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla [...]. Esta visión quiso el señor la viese así: no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos se abrasan [...]. Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba a las entrañas: al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor de Dios. (186)

En estas dos citas podemos observar cómo Teresa y Francisca exploran el relato de tal manera que habite en él un ángel o se vea, sin ningún problema, un abismo lleno de culebras y ríos de fuego. En los dos casos, Teresa y Francisca encuentran el recurso de la descripción como estrategia para empoderar un yo-escribo, el cual manifiesta deleite en construir imágenes, lograr efectos visuales y realizar exactitudes para los objetos y las presencias descritas. Si reparamos con cuidado en los fragmentos atrás citados, la primera persona del singular (yo) aparece, tanto en Teresa como en Francisca, conexa con dos verbos: mirar y ver. Las dos monjas inventan un sí mismo a partir del evento yo-miro: "veíale en las manos un dedo largo de oro" (186). Hablar sobre este yo-miro les permite a las monjas ingresar al campo de la descripción como espacio donde se entregan a desplegar y a tejer imágenes sumamente cuidadas, en las que este yo-miro habla de visibilidades textuales llenas de nitidez: "mirando abajo veía un río de fuego" (186). Con ello se anuncia que las monjas están en posesión de saber de lo que son capaces sus escrituras; están reconociendo que se encuentran en una situación de enunciación que implica practicar la écfrasis, es decir, "la descripción viva de las cosas con la finalidad de presentarlas como si estuvieran delante de los ojos del receptor" (Alburquerque 157).

Así, tenemos que las dos monjas ingresan al conocimiento de que están hablando y el lector podría pensar que las monjas se sienten confortables en la escritura: "y me dejaba toda abrasada en amor de Dios" (186). En este punto estaríamos de acuerdo con Francisca Noguerol, quien afirma que las monjas "terminan por escribir con deleite, con fruición íntima" (198). Si en muchos casos las monjas se negaban a escribir y hasta "fueron forzadas por sus confesores" (Franco 3) para que elaboraran sus textos o los dictaran -labor que al principio podía ser una "tarea no placentera" (Franco 3)- ellas terminaban realizando búsquedas en el lenguaje y juegos con la expresión que las obligaba a pensar en las palabras. Es muy posible que, sospechando de este conocimiento del yo-conquisto-la escritura (que es un yo-juego-con-la-escritura) las monjas entendieran que una superación del yo-ignoro se revelara en el mismo acto de escribir: "Padre mío: hasta aquí he cumplido mi obediencia, y por el amor de Nuestro Señor le pido me avise si es esto lo que Vuestra Paternidad me mandó, o he excedido en algo, y si será este camino de mi perdición" (Castillo 276).

En parte podía ser el camino de la perdición, si entendemos que esta performance del yo-escribo distrae a las monjas de la performance yo-ignoro. Las distrae en la medida en que el despliegue de la escena del yo-describo implica habitar una lúdica del lenguaje, es decir, ensayar movimientos con el escribir en los que se reconoce el gesto de las monjas de entregarse al contar:

No sé si a este propósito me había Nuestro Señor mostrado, algún tiempo antes que empezara a pasar esto, a mi misma alma en forma de un caminante que subía un monte, pobre y desnudo, y tan flaco, que parece se tenía y andaba en unas pajas o canillas delgadas, iba encorvado, porque cargaba sobre sus hombros un costal de estiércol, entre el cual iban muchos animales inmundos; de un lado y otro de aquel monte le disparaban saetas. (Castillo 125)

O en el caso de Teresa:

El alma alguna vez sale de sí misma a manera de un fuego que está ardiendo y hecho llama, y algunas veces crece este fuego con ímpetu. Esta llama sube muy arriba del fuego, mas no por eso es cosa diferente, sino la misma llama que está en el fuego. (102)

Los enunciados proyectan en la escritura la gesticulación de un yo-diseño-mi-descripción; un yo-detallo-lo-que-digo; en últimas, un yo-tejo-el-lenguaje. Esto último configura una identidad discursiva desde la imagen del yo-sé-que-escribo, la cual se construye (y se legitima) con el despliegue de las mismas descripciones. Mientras Teresa y Francisca producen estas descripciones, producen también un yo que emerge en el deleite de describir: "iba encorvado, porque cargaba sobre sus hombros un costal de estiércol" (125). Estas descripciones se erigen, entonces, como comportamiento discursivo de las monjas en el que sucede una apropiación de la palabra por parte de ellas, quienes al presentar en sus textos un yo-sé-que-hablo, insertan en sus textos un resto de "la mujer esquiva" (Fothergill 67) que se caracteriza por presentarse como "la mujer no conforme" (67) con su rol social. Hablamos de un vestigio, ya que las dos monjas no se están rebelando completamente contra la autoridad conventual; sin embargo, en contraste con la marca de la ignorancia, su deseo de escribir se afirma y brilla en sus páginas en contra de la censura que sobre ellas se anunciaba.

Es aquí donde irrumpe en los textos de Francisca y Teresa la performance del yo-escribo como espacio donde el yo accede a una "experiencia desnuda del lenguaje" (Foucault 14). En esta experiencia las monjas constatan el hecho mismo de que hablan (yo-hablo); verifican su lenguaje como lugar que resuena con solo tocarlo (como una flauta dulce). De acuerdo con Foucault, dentro de esta experiencia simple de saber que hablo, el yo sabe que "estoy en la fortaleza [...] donde la afirmación [del hablar] se afirma" (8). Ahí se insinúa una infinita posibilidad de hablar; una infinita posibilidad de lenguaje, de querer "dar cuenta [...] de la experiencia" (Hernández-Torres 656).

Aparece entonces la voz de las monjas como experiencia de un yo-estoy-en-el-lenguaje. Este yo pareciera saber que puede propagarse por el texto imaginando descripciones mientras la monja del yo-obedezco "se dispersa" (Foucault 4). Aquello que se dispersa (cuando las monjas se dedican a tejer sus descripciones) es el yo institucional del yo-obediente -sujeto al ignorar y al autodesprecio-.

Es necesario agregar que en este movimiento -en el que las monjas se esfuerzan por hilar el lenguaje- sucede el advenimiento de "una persona viviente" (Cavarero 4) al texto que sabe que habla y marca su escritura con la huella de su yo-sé-que-escribo. Alguien "en carne y hueso" (Cavarero 4) comprueba su estatuto de estar vivo, precisamente, palpando su voz y su escritura, organizándola, desplegándola, tejiéndola:

Pasada pues la Semana Santa, que esto fue una cuaresma, empezaron a caer sobre mi alma unas nubes como de plomo. Cada viernes de Espíritu Santo, sobre la nube y apretura que ya tenía, caía otra, y así se fueron doblando por todas aquellas siete semanas. (Castillo 139)

Tenemos, entonces, que la conventualización implica la marca del convento en la escritura, pero no solo como orden sino como espacio donde el yo-obediente se distrae para encontrar un espacio de intimidad en el que surge el gesto de un yo-hablo que desorganiza la "ignorancia" y el autodesprecio al que están sometidas las mujeres. Es importante agregar que esta performance ha sido siempre marginal en la tradición del pensamiento occidental. Cuando Occidente enfrenta la reflexión sobre el ser del lenguaje, presiente el peligro que corre la evidencia del yo-existo, el cual, enfrentado a la experiencia desnuda del lenguaje ("hablo" como posible vibración infinita del lenguaje) sufre una ruptura irreparable (Foucault 14). La ruptura se da por su enfrentamiento con la dispersión, pues en esta "supresión del yo" (Hernández-Torres 654) institucional emerge un yo enfrentado al lenguaje como exceso.

Es relevante mencionar que en los casos de Francisca y Santa Teresa esta potencia del yo-hablo está en relación con la doctrina del recogimiento y la "oración mental" (Ahlgren 10), controlada muy de cerca por la Inquisición del siglo XVI. Esta oración de los alumbrados, ampliamente practicada por los franciscanos del siglo XVI y seguida en muchos conventos por religiosos y religiosas innovadoras, supone un yo que en la oración mental se concentra, se despliega y se dispersa para buscar "a Dios en su propio corazón" (Alhgren 10). Ello, con lógica razón, llegó a ser sospechoso para la institución inquisitorial puesto que cualquier canon corría el riesgo de dispersarse bajo el signo de esta potente práctica de la oración mental. Esta sospecha "fue la marca de teólogos conocidos popularmente como letrados que entendían lo religioso más como doctrina que como experiencia" (Ahlgren 12). Es por eso que este yo, al que se le había permitido hablar, debía ser vigilado, pues -para la institución- podía encontrar una ruta fácil hacia la herejía.

Lo interesante de todo esto es que al presentarse este yo-hablo tanto en Santa Teresa de Jesús en el siglo XVI como en Francisca Josefa de Castillo en los siglos XVII y XVIII, una permanencia emerge: la de una resistencia de las monjas a perder su voz. Este recurso, como lo estamos viendo, posee una larga duración y se traslada de siglo en siglo como posibilidad para una comunidad de escritoras (monjas en este caso) que se han reservado, a lo largo del tiempo, esta afirmación del yo-hablo como capital para enfrentar la marginación.

El alma se me quería salir del cuerpo, porque no cabía en ella [...] era ímpetu tan excesivo, que no me podía valer [...]. Estando en esto, veo sobre mi cabeza una paloma bien diferente de las de acá, porque no tenía estas plumas, sino las alas de unas conchicas que echaban de sí gran resplandor. Era grande más que paloma: paréceme que oía el ruido que hacía con las alas. (Jesús 272)

Así, al importante hecho que hace notar Yolanda Martínez-San Miguel para el caso de Sor Juana Inés de la Cruz -quien con su discurso "autoriza su deseo de conocer" (34) y defiende con ello "una racionalidad femenina" (37)- habría que sumar que la gesticulación del yo-hablo también implicó para las monjas autorizar un saber que tiene la potencia de reorganizar "la estructura social dada" (Ludmer 6). Esta reorganización sucede puesto que la marginalidad silenciosa y obediente accede al poder de la narración, para dejar ahí huellas y marcas de una voz que no solo es obediencia sino también pensamiento, una voz que se produce en la experiencia íntima de saber que el yo está en el lenguaje para hablarlo y hacerlo vibrar; la experiencia de la voz en la frontera del "exceso" (Dolar 13).

Según Foucault, esta performance del yo-hablo, el cual actúa en la escritura haciendo vibrar la posibilidad infinita del lenguaje, puede tener "su origen en el pensamiento místico que, desde los textos del Seudo Dionisio, han estado merodeando por los confines del cristianismo [...] quizá se ha mantenido durante un milenio bajo las formas de una teología negativa" (6). Como es bien sabido, estos libros del Seudo Dionisio fueron traducidos al español en el siglo XVI donde circularon ampliamente y "permitieron a las mujeres incrementar el acceso a la tradición mística" (Ahlgren 10). Es en esta tradición donde se inscriben Santa Teresa y Francisca (cada una con sus singularidades y alcances específicos). Lo interesante de las dos monjas es que el solo acto de describir y tejer las palabras -hacer sus textos- ya aloja esta vibración peligrosa del lenguaje en la que las palabras se insinúan como un trayecto inacabable, desobediente.

V. Conventualización: Conclusión

Si el tiempo lento de la larga duración implica la producción de réplicas de un evento dentro de una trayectoria de tiempo extenso, tenemos que Francisca Josefa de Castillo en la Nueva Granada en el siglo XVIII replica un movimiento -una arquitectura- ya hecha en el siglo XVI en España por Santa Teresa de Jesús. Y este movimiento de larga duración (que se desplaza lento a través de los siglos) es aquel que llamamos conventualización de la escritura, que debe ser comprendido como una economía del texto, según la cual el convento y su condición ambigua -de orden y subversión- entran en la escritura y la diseñan.

De la misma manera, si entendemos "que el sujeto debe ser considerado como una serie de posiciones alternas [...] sin excluir la posibilidad de contradicciones internas" (Martínez-San Miguel 35), la conventualización es un sistema de gestos y performances que se despliegan en la escritura de las dos monjas para crear una economía conflictiva del escribir que fluctúa entre varias fuerzas: el acto yo-obedezco y el acto yo-hablo. Estos actos son las coordenadas de estas dos Vidas que se producen gesticulando trayectorias ambiguas.

En cualquier caso, la conventualización se erige como cronotopo de estas Vidas -un cronotopo de larga duración como el cronotopo del viaje del héroe- en el que la condición del espacio-tiempo de los relatos es manifiestamente inestable. El espacio-tiempo del autodesprecio da paso al espacio-tiempo de la voz afirmada. El espacio-tiempo del yo-ignoro deviene espacio-tiempo del yo-puedo-decir-algo-en-la-escritura (puedo experimentar el lenguaje).

Desde el siglo XVI con Santa Teresa y hasta el siglo XVIII con Francisca Josefa de Castillo hay una tradición de esta ambivalencia: el yo se somete, pero nunca completamente, y esta ambigüedad que se conserva en el texto es la que debemos comprender como la conventualización de la escritura -comunidades transtemporales y transatlánticas de mujeres con sus escrituras, acatando y desobedeciendo a la vez: lanzando su dardo largo de oro en el tiempo-.


Pie de página

1 Utilizo el termino de F. Braudel, para quien es posible pensar en "el valor excepcional del tiempo largo" (3). Este tiempo, según Braudel, implica pensar "la historia de larga, incluso, de muy larga duración" (4) regida por "un tiempo frenado" (11) que vincula y da coherencia a ciertos acontecimientos históricos -cortos y fragmentarios- en relación con una "historia lenta" (11) que los conecta. Así, un evento ocurrido en el siglo XVI español puede tener cierta correspondencia con otro sucedido en el siglo XVIII neogranadino: un flujo lento de tiempo conecta a estos dos eventos.
2 Alexander Steffanell afirma que la obra de Josefa de Castillo cobra una importancia central dentro del canon de la literatura colombiana en el siglo XIX, momento en que ella y su obra se convierten en un "ícono cultural y literario" encumbrado particularmente por una mentalidad criolla que quería encontrar un "vínculo ideológico-católico entre el pensamiento independentista y el realista" (109).
3 Cuando hablamos de "yo" nos referimos a la identidad discursiva que el narrador proyecta en sus textos. Nosotros comprendemos este yo como "la representación de sí de un sujeto hablante o pensante en su discurso" (Çurum 191). El yo elabora una imagen de sí mismo según la situación de enunciación donde se encuentre. Este yo despliega en su discurso una serie de comportamientos discursivos para legitimar y validar la imagen de sí mismo. Es un yo inestable, variante y cambiante según la variación de las situaciones de enunciación. Entendemos que "l'image de soi ou 'l'idée' que le locuteur a pour but de donner à son allocutaire tant qu'on l'observe dans ses paroles et ses comportements" (Çurum 192).
4 Esto se puede observar en el trabajo titulado "La república del claustro: jerarquía y estratos sociales en los conventos femeninos", de Jesús Pérez Morera. Ahí se habla de las monjas pobres que "únicamente contaban con aquella [dote] para sostenerse [...]. Para ganarse la vida dentro del convento y adquirir cosa alguna para el remedio de su necesidad, debían de hacer labores de manos, en especial coser, bordar y tejer, así como elaborar dulces, biscochos, rosquetes, golosinas, platos y comidas para su venta fuera del monasterio" (10).
5 Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517), confesor de Isabel de Castilla, cardenal y consejero de los Reyes Católicos de España, inquisidor general, regente, impulsó la renovación de los hábitos religiosos en España.
6 Es interesante revisar lo que afirma Antonio Dougnac Rodríguez respecto de los derechos patrimoniales de las mujeres casadas: "la idea pauliana de asimilar la unión matrimonial a la de Cristo con su Iglesia hacía que se trasladara al campo doméstico la concepción del cuerpo místico: así como Cristo es considerado cabeza de la Iglesia, el marido lo es de la familia. Por ende, es a él al que le corresponde la administración económica" (271).
7 "La mujer tenía derecho a ser representada por su marido. Poseía varios beneficios patrimoniales que eran propios de su condición de mujer, y que, por cierto, no perdía por el matrimonio. Podía actuar por sí misma en ciertos casos [...] tenía derecho a exigir que el marido le rindiera caución por la administración de los bienes propios de ella" (Dougnac 290).


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Sobre el autor

Diego Fabián Arévalo Viveros es estudiante del Doctorado en Lenguas y Literaturas Hispánicas en la Universidad de California, Berkeley. Es licenciado en Español y Literatura de la Universidad del Cauca, magíster en Literatura de la Universidad de los Andes y en Filología Hispánica del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid. Sus últimas publicaciones son: Escribir al otro: alteridad, literatura y antropología (2013), en coautoría con Cándida Ferreira, y "Senderos hacia el otro: una aproximación a la obra ensayística de José Carlos Mariátegui, Ángel Rama y Walter Mignolo" en Ensayo hispánico y sociedad: Diálogos de un género en movimiento (2014).

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Weber, Alison. Teresa of Avila and the Rethoric of Feminity. Princeton: Princeton University Press, 1990. Impreso.

Cómo citar

APA

Arévalo Viveros, D. F. (2017). Conventualización de la escritura en las Vidas de Santa Teresa de Jesús y Francisca Josefa de Castillo. Literatura: teoría, historia, crítica, 19(1), 197–224. https://doi.org/10.15446/lthc.v19n1.60865

ACM

[1]
Arévalo Viveros, D.F. 2017. Conventualización de la escritura en las Vidas de Santa Teresa de Jesús y Francisca Josefa de Castillo. Literatura: teoría, historia, crítica. 19, 1 (ene. 2017), 197–224. DOI:https://doi.org/10.15446/lthc.v19n1.60865.

ACS

(1)
Arévalo Viveros, D. F. Conventualización de la escritura en las Vidas de Santa Teresa de Jesús y Francisca Josefa de Castillo. Lit. Teor. Hist. Crít. 2017, 19, 197-224.

ABNT

ARÉVALO VIVEROS, D. F. Conventualización de la escritura en las Vidas de Santa Teresa de Jesús y Francisca Josefa de Castillo. Literatura: teoría, historia, crítica, [S. l.], v. 19, n. 1, p. 197–224, 2017. DOI: 10.15446/lthc.v19n1.60865. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/60865. Acesso em: 28 mar. 2024.

Chicago

Arévalo Viveros, Diego Fabián. 2017. «Conventualización de la escritura en las Vidas de Santa Teresa de Jesús y Francisca Josefa de Castillo». Literatura: Teoría, Historia, crítica 19 (1):197-224. https://doi.org/10.15446/lthc.v19n1.60865.

Harvard

Arévalo Viveros, D. F. (2017) «Conventualización de la escritura en las Vidas de Santa Teresa de Jesús y Francisca Josefa de Castillo», Literatura: teoría, historia, crítica, 19(1), pp. 197–224. doi: 10.15446/lthc.v19n1.60865.

IEEE

[1]
D. F. Arévalo Viveros, «Conventualización de la escritura en las Vidas de Santa Teresa de Jesús y Francisca Josefa de Castillo», Lit. Teor. Hist. Crít., vol. 19, n.º 1, pp. 197–224, ene. 2017.

MLA

Arévalo Viveros, D. F. «Conventualización de la escritura en las Vidas de Santa Teresa de Jesús y Francisca Josefa de Castillo». Literatura: teoría, historia, crítica, vol. 19, n.º 1, enero de 2017, pp. 197-24, doi:10.15446/lthc.v19n1.60865.

Turabian

Arévalo Viveros, Diego Fabián. «Conventualización de la escritura en las Vidas de Santa Teresa de Jesús y Francisca Josefa de Castillo». Literatura: teoría, historia, crítica 19, no. 1 (enero 1, 2017): 197–224. Accedido marzo 28, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/60865.

Vancouver

1.
Arévalo Viveros DF. Conventualización de la escritura en las Vidas de Santa Teresa de Jesús y Francisca Josefa de Castillo. Lit. Teor. Hist. Crít. [Internet]. 1 de enero de 2017 [citado 28 de marzo de 2024];19(1):197-224. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/60865

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CrossRef citations1

1. Héctor Luis Pineda Cupa. (2024). “La mas dolorida i avergonsada de todas las mugeres”: los Ofrecimientos para el Santo Rosario de sor Juana Inés de la Cruz en el devocionario de sor Josefa de Castillo (1671-1742). Estudios de Literatura Colombiana, (54), p.19. https://doi.org/10.17533/udea.elc.354429.

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