Published

2011-07-01

El compromiso entre la lucha y la escritura: figuraciones de Martí en su escritura ensayística

Authors

  • Daniela Alcívar Bellolio
El presente trabajo articula las dos facetas más discutidas de la obra de José Martí: el compromiso social y la búsqueda estética, para observar, en el choque de ambas, la potencia de un pensamiento que no puede encasillarse. Esta necesidad martiana de escaparse tanto de los presupuestos políticos de las luchas independentistas como de los mandatos estetizantes del modernismo explicita una filiación del autor con la tradición que desde Montaigne ha representado el ensayo: el acercamiento al conocimiento sin los automatismos del saber científico.

LA BORRADURA DE LA LUZ: DE LA METAFÍSICA AL POEMA

Enrique Rodríguez Pérez
Universidad Nacional de Colombia – Bogotá
jerodriguezp@unal.edu.co

En este texto se reflexiona sobre la naturaleza de lo poético en la crisis moderna y se muestra cómo la poesía borra la excesiva luminosidad de lo racional mediante tramas que atenúan el brillo metafísico de los conceptos que ocultan la diversidad de lo sensible y lo concreto. El texto expone la cercanía entre pensar y poetizar, la dialéctica poética y el papel de los lectores ante el texto poético; frente a una concepción fundada en el dualismo platónico que afirma que el mundo visible solo es copia de las ideas. De acuerdo con esta perspectiva, el poema desestructura tal dicotomía a través del lenguaje, la metáfora y la escritura.

Palabras clave: deconstrucción; hermenéutica; pensamiento posmetafísico; teoría estética; teoría poética; texto poético.

Erasing light: from metaphysics to poetry

This text reflects on the nature of poetry in the modern crisis, showing how it erases the excessive luminosity of the rational by means of wefts that attenuate the metaphysical sheen of the concepts that have concealed the diversity of concrete, perceivable reality. The text exposes the affinity between thought and poetic creation, the dialectics of poetry, and the role of the readers in relation to the poem. In the face of a conception based on the platonic dualism that affirms that the visible world is merely a copy of the ideas, the poem destructures such a dichotomy through language, metaphor and writing.

Keywords: aesthetic theory; deconstruction; hermeneutics; literary theory; poetic text; poetic theory; postmetaphysical thought.

 

La excesiva luz de lo racional comienza a borrarse cuando el poema desestructura los conceptos. Para recorrer el proceso, este texto explica el movimiento de la metafísica hacia la poesía; enseguida, muestra el paso de la iluminación de la dialéctica racionalista hacia lo abierto de la borradura; luego, describe el diálogo entre el pensar y el poetizar, resultado de este giro; a continuación, expone algunos aspectos del enfoque interpretativo que facilitan la comprensión de esta problemática; posteriormente, muestra la desarticulación del libro de la metafísica, de forma que explora la interrelación de este viraje con lo histórico y, finalmente, a partir de estos elementos caracteriza el efecto de borradura que genera el texto poético.

De la metafísica a la poesía

El vínculo entre metafísica y poesía nace en su distanciamiento. El cierre metafísico que surge de la crisis del pensamiento occidental produce la apertura hacia el poema y favorece la relación entre el pensar no calculador y el pensamiento poético. El poema se retira de la reja metafísica y se dispersa dentro y fuera de ella como un tejido. Como si el libro de los fundamentos se agrietara, emerge el texto en diversos juegos de desplazamientos, de cruce de metáforas y de pliegues de escritura. El poetizar y el pensar se acercan en este diferenciarse. El pensador y el poeta, en la palabra, se hallan en el intermedio de lo visible y lo inteligible, sin establecer el dominio del uno sobre el otro; quedan en medio del habla que, al nombrar, protege lo nombrado y, al protegerlo, lo abre a la desprotección. En esta correspondencia, lo vocado se retrae entre el aparecer y el desaparecer. De ahí que, en este efecto fenoménico, pensador y poeta habitan el despejar del lenguaje.

Tal aproximación instaura un espacio de entrecruzamientos que borra1 la excesiva iluminación que la razón fue estableciendo a medida que se consolidaba la dicotomía platónica en las interpretaciones históricas que predominaron hasta la modernidad, establecida por la consolidación de la dicotomía platónica en las interpretaciones históricas, predominantes hasta la modernidad. De esta forma, la caracterización de la poesía desde la perspectiva metafísica —afianzada en la estética de Hegel— comienza a debilitarse porque la relación entre el aparecer y el ser se transforma.

En principio, la autoridad del pensamiento racional, mediante la iluminación aclaradora del concepto, consideró la poesía un objeto de conocimiento y un paso en el despliegue del espíritu, lo que la situó en desventaja, pues el concepto ideal de lo bello ocultó su aparecer sensible y lo calificó como mera expresión de una subjetividad universal y verdadera. Así lo expresa Hegel en sus Lecciones de estética:

La necesidad de lo bello artístico deriva así de las insuficiencias de la realidad inmediata, y el cometido debe ser entonces instaurado, pues tiene el deber de manifestar también exteriormente en su libertad la apariencia de lo viviente y sobre todo la fuerza espiritual y modificar lo exterior de acuerdo con su concepto. Así, en primer término, lo verdadero es arrojado del ámbito temporal, de su extravío en la serie de finitudes y adquiere, a la vez, una apariencia externa, en la que no asoma la pobreza de la naturaleza y del prosaísmo, sino una existencia digna de verdad, existencia que ahora también, por una parte, permanece en autonomía, en cuanto tiene su determinación en sí misma y no la encuentra puesta en sí por otro. (1986, 102)

Se observa aquí que esta recuperación de lo real y de lo sensible, en la claridad de lo bello artístico, creó una escisión entre el concepto, la naturaleza y la vida finita. Por lo tanto, la poesía se definió como medio de idealización del mundo, sometida a las fuerzas de lo absoluto, de lo intemporal y de lo verdadero. Frente a tal caracterización, esta reflexión quiere mostrar el efecto de borradura o atenuación de esta clarificación y cómo se produce un campo de enlaces entre luz y sombra en el cual pensar y poetizar se aproximan y se configuran en la escritura.

Inicialmente, el propósito es revisar algunos caminos que desestructuran este exceso de iluminación. En primer lugar, se retoma la reflexión de Heidegger sobre el final de la filosofía y las nuevas tareas del pensar próximas al poetizar que transforman la relación forma y contenido del arte, y desfiguran el contraste entre lo conceptual y lo aparencial. En segundo lugar, mediante la recomposición de la relación entre el mundo de la vida y la experiencia de la conciencia —a partir de la intuición y del principio fenomenológico de ir a las cosas mismas— se muestra el acercamiento entre teoría y praxis, es decir, la disolución de la dualidad entre el mundo inteligible y el mundo sensible. Finalmente, la inversión nietzscheana que replantea la relación entre la verdad y la mentira facilita la puesta en escena de la metáfora, de modo que también desaparezca dicha dicotomía. A su vez, estos tres recorridos, que son fuente de análisis para esta reflexión, alimentan la propuesta deconstructiva de Jacques Derrida, en tanto desarman el dualismo, reorientan las reflexiones sobre el lenguaje, el arte y la poesía, y restablecen las relaciones complementarias entre pensar y poetizar. De este modo, la escritura y la metáfora, aspectos connaturales al poetizar, toman un lugar relevante en la reflexión contemporánea y logran moderar el dominio de la razón como instrumento de medición del acontecer histórico-cultural. Veamos algunos rasgos de este deslizamiento del pensar.

Fenomenología y pensamiento de la ruptura

A partir de la afirmación de Heidegger en “Final de la filosofía y la tarea del pensar”: “De un extremo a otro de la filosofía es el pensamiento de Platón el que, con diversas figuras, permanece determinante. La metafísica es, de arriba abajo, platonismo” (1970, 131)2, puede inferirse que en la historia del pensamiento occidental ha tenido preeminencia3 una concepción dualista que, de una parte, no diferencia el ser del ente, es decir, convierte al ser en Idea; y, de otra, define el mundo sensible como falso o mera imagen fugaz y perecedera del mundo de las ideas que es el verdadero. En el mito de la caverna se describe este camino de ascenso hacia lo inmutable y la sumisión de lo sensible a lo inteligible, pues es solo un momento de paso para acceder a la región suprema de las ideas. Así lo expone el Sócrates platónico:

Y bien, mi querido Glaucón, esta es precisamente la imagen de la condición humana. El antro subterráneo es este mundo visible; el fuego que le ilumina es la luz del sol; este cautivo, que sube a la región superior y que la contempla, es el alma que se eleva hasta la esfera inteligible. (Platón 1984, 208)

Esta metáfora de la condición humana fue asumida, en la historia del pensamiento, de modo literal y se eludió su carácter mítico4, lo que generó que se diera prelación a la dualidad que aquí se esboza. De esta manera, las grandes construcciones ideológicas y culturales de Occidente tomaron el carácter de ideas metafísicas5, es decir, de elaboraciones verdaderas y abstractas, fundamento y sustento del mundo visible. En consecuencia, el concepto de Dios en la Edad Media, de sujeto cartesiano y de Estado moderno y la confianza en la razón, en el progreso científico de la Ilustración y en el avance tecnológico y, recientemente, de la información han sido representaciones de ese dualismo.

Subyace, en cada una de estas miradas históricas, el principio platónico de la separación de las dos esferas del conocer: el mundo inteligible y el sensible. Esta concepción dual invalida lo inmediato y designa como sustrato lo eterno, lo estructural, lo universal e inmutable, como se expuso anteriormente en palabras de Hegel; ha llevado a la condición actual del pensamiento, caracterizada en gran medida por una separación entre los ideales y lo real. Sin embargo, Heidegger explica que este desarrollo del pensamiento llega a su fin, pues no logra responder a las condiciones de la actualidad:

El final de la filosofía se perfila como el triunfo del equipamiento de un mundo sometido a los mandatos de una ciencia tecnificada. Final de la filosofía significa: comienzo de la civilización mundial, en cuanto esta se basa en el pensar del Occidente europeo.

¿Pero el final de la filosofía, en el sentido de su explicación en ciencias, constituye ya por sí mismo la realización más acabada de todas las posibilidades en que fue colocado el pensar que emprendió la ruta de la filosofía? (1970, 135)

Sobresale aquí el estado de cierre planteado por el pensador, pues es insuficiente la opción platónica que la filosofía ha elegido para interpretar el mundo. Bajo esta tradición, las ideas se autoimponen sobre lo real como consignas vacías; la mecanización se adueña de la cotidianidad; el dominio del pensamiento cuantificador se despliega por todas las esferas de la cultura y de la vida diaria; el auge de la producción económica individual crea situaciones de desigualdad y explotación; la actitud de uso de la naturaleza conduce al deterioro del medio ambiente; la desaparición de lo sagrado de la institucionalidad religiosa genera las rutinas del rito y la ausencia de actitudes críticas y auténticas; se afianzan los privilegios de las castas dominantes y la falta de coherencia al actuar gracias a la reducción de la ética a una lista de valores que se deben conservar y la educación llega a ser una forma de trasmisión mecánica del conocimiento y de la información debido a la separación de los saberes, producto de la fragmentación del conocimiento en disciplinas autónomas y aisladas. En consecuencia, estas formas de realización de la filosofía conducen a su cierre, pues todas estas condiciones de la cotidianidad moderna son manifestaciones de una escisión difícil de sobrepasar con los mismos principios y fundamentos de la racionalidad plana.

De acuerdo con lo anterior, se opera un giro significativo en el pensamiento mediante un nuevo comienzo, libre del encerramiento cada vez más forzado. La afirmación heideggeriana mencionada ayuda a replantear todas las relaciones histórico-culturales, al destruir los fundamentos metafísicos de raíz platónica. Así, la concepción del ser humano se torna interpretativa6, es decir, actuante, coherente con su entorno mundano, su actualidad temporal y su habitar originario. De este modo, todos los saberes rehacen sus vínculos y esta forma de habitar la tierra devela su condición poética. Como consecuencia, la dicotomía metafísica desaparece porque el estar arrojado del ser humano en el mundo le exige una forma de pensar que se forja en medio del complejo tejido de relaciones en el que a diario se halla. Entonces, las ideas de sujeto, objeto, espíritu, Estado, Dios, razón, valores, sustancia y otras más, no responden a esta nueva situación porque la dualidad entre lo sensible y lo inteligible que los sustenta se ha trastocado.

Así, la claridad que iluminaba el mundo pierde su foco. Como en el ocaso, se abre un espacio de penumbra para que se mezclen sombras y claridades eventuales. De esta forma, se acercan, en una correspondencia abierta, el pensar y el poetizar sin que uno determine el sentido del otro. Aquí estamos ante el encuentro más delicado entre el ser y el aparecer. Por tanto, el poetizar retorna para llamarnos en medio de esta crisis de la actualidad ocasionada por la ruptura metafísica con el mundo.

Husserl, en sus reflexiones fenomenológicas, plantea la necesidad de borrar el dualismo. Para él, se ha establecido una distancia entre la razón y el mundo del actuar humano porque la lógica y los conceptos son instrumentos que se imponen sobre las experiencias de la conciencia del mundo. El desprecio de la intuición y del principio originario del conocer, de ir a las cosas mismas, se ha olvidado. He aquí algunos elementos de tal proceso:

La fe en el ideal de la filosofía y del método que desde el comienzo de los tiempos modernos regía los movimientos se desmoronó y a decir verdad, tal vez no sólo por el motivo externo del prodigioso crecimiento del contraste entre el permanente fracaso de la metafísica y el ininterrumpido y cada vez más vigoroso aumento de los éxitos teóricos y prácticos de las ciencias positivas. Esto mismo influyó sobre los que estaban al margen de la filosofía, así como sobre los científicos, que dedicados al cultivo especializado de las ciencias positivas se convertían en especialistas cada vez más ajenos a la filosofía. (Husserl 1991, 11)

Sin embargo, esta dirección del pensamiento de Occidente fue gestando otra actitud. Al reconocer el fracaso de la razón y la fragmentación del conocimiento, se vislumbra una posibilidad de aproximar lo inteligible y lo sensible, es decir, la teoría y la práctica, desde la fenomenología. Debido a que la fenomenología va a las cosas mismas, el mundo de la vida y la experiencia inmediata con el entorno son la fuente de comprensión de lo que existe. Este sentido no se constituye fuera de su aparecer, sino en su misma manifestación o aparición fenoménica. De ahí que, para el fenomenólogo, el mundo es su darse a la conciencia y no una mera apariencia endeble y efímera. En el fenómeno, en el aparecer, en la inmediatez de lo cotidiano, se da el ser.

Las ideas y planteamientos anteriores dan cuenta de un giro en la representación de la condición del ser humano engañado en la caverna platónica. Ahora, hay que considerar su estar en el mundo porque es el lugar donde se sitúa para comprenderlo, ocuparse de él y reconocerse como mortal.

Nietzsche y la fábula

Por otra vía, la fuerza meditativa y poética de Nietzsche desintegra el pensar metafísico, invierte el platonismo y reconoce el error del pensamiento calculador. Entonces, el mundo inteligible se desvanece, se vuelve inconsistente, se convierte en fábula; y, en consecuencia, el mundo sensible queda sin sustrato: “Nos deshicimos del mundo verdadero. ¿Cuál nos queda? ¿Quizás el aparente? ¡No, no! ¡Con el mundo verdadero nos deshicimos también del mundo aparente!” (Nietzsche 1993, 25). Esta crítica hace ver la equivocación positivista y racionalista. La anterior consideración de Nietzsche sobre la historia muestra el progresivo desgaste del pensamiento que reproduce la dicotomía de Platón.

El hecho de que el mundo ideal se haya convertido en fábula permite reconocer que todas las elaboraciones de la razón no son más que ficciones, máscaras e ilusiones. De ahí que sea necesario reconocerlas como metáforas del ser, despojarlas del dualismo entre lo verdadero y lo falso. Esto permite afirmar que el mundo visible no tiene soporte, por lo tanto, es ilusorio y, a su vez, el mundo inteligible, al ser fábula, también es ilusorio. Si la fábula es ilusión y las ideas también lo son, entonces, ¿qué fundamenta los dos mundos?

Tomar distancia de la dualidad ayuda a comprender este nuevo rumbo del pensar. El aparecer brilla por su apariencia, no por su fundamento. El ser, fábula e ilusión, alumbra porque aparece, no es fundamento sino apariencia, sin embargo, es.

Entonces, el pensar de Occidente comienza a considerar la metáfora como horizonte de comprensión del mundo, ya que en ella ni lo verdadero es consistente ni lo falso es incierto. Nietzsche, en “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”, lo expone de esta forma: “Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal” (2004, 5). He aquí el curso de la historia que ha olvidado el origen y el efecto metaforizador del lenguaje. Debido a que la metáfora es un traslado del sentido, desestructura los conceptos, crea relaciones sorprendentes, no diferencia la verdad de la mentira ni el fundamento de la apariencia. El pensamiento calculador de la ciencia desconoció esta relación. Entonces, esta condición elemental del significar se fue ocultando y, por efecto de la racionalización, las cosas se volvieron disponibles, cuantificables y medibles. Por eso, si el pensar retorna a su origen, no en el sentido temporal, sino como pensar inicial, reconoce —en esta reducción de las cosas a instrumentos— las metáforas decoloradas por el uso.

Ya aquí, el lenguaje se aleja de la metafísica porque se libera de las dicotomías. La metáfora provoca esta desfundamentación, pues genera la mezcla entre la apariencia y el ser, al trasladar los significados. Es decir, permite que la verdad sea apariencia y la apariencia verdad, porque trasforma las relaciones entre el concepto y las cosas, logra confundir el significante y el significado. Así, las metáforas multiplican los sentidos, producen ambigüedad y conexiones sin fin que desestabilizan los principios del idealismo.

Sin embargo, a pesar de estos giros de Heidegger, Husserl y Nietzsche, hasta fines del siglo pasado, salieron a escena las discusiones sobre la crisis de la cultura en la actualidad, elaboradas desde diversos enfoques interpretativos e inspiradas en lo expresado por estos autores, Sobre todo, se evidencia el desajuste entre los principios de orden ético, estético, político y científico y las realidades concretas que contradicen estos modos de teorizar sobre el mundo. También se muestra gran preocupación por la violencia entre los pueblos, el crecimiento de los explotadores, la destrucción del ambiente y la manipulación de la información mediante las tecnologías que estas condiciones han producido. En fin, se hace problemático el hecho de que la cotidianidad de los seres humanos quede a merced de las fuerzas ideológicas autoritarias, del universo de la opinión pública masificadora y de la ausencia de preocupación por lo colectivo, por la diversidad de los contextos culturales y por el medio natural.

De la metáfora al poema: la simultaneidad del origen

Estas reflexiones iniciales ayudan a comprender el giro hacia el ámbito de lo poético a partir de su historicidad y desde su naturaleza abierta y ambigua. Esta vía fenomenológica y estética7 recorre el mundo de la vida y provoca el viraje sobre el sentido del ser, del lenguaje y de lo sagrado. De este modo, la reflexión teórica sobre lo poético y lo artístico se convierte en un ejercicio eminente.

El poema —constituido por un conjunto de metáforas— corroe las estructuras de la metafísica al provocar una ambigüedad entre lo aparente y lo verdadero, asimismo, los hace aparecer como simultáneos; crea universos complejos que fluctúan entre estos dos ámbitos y establece conexiones inesperadas entre las cosas, el actuar humano, lo sagrado y la naturaleza. El poema, por su instantaneidad y sugestividad, rompe el libro de la metafísica, como se verá adelante.

En este desplazamiento del pensar, el poema socava el orden que sustenta las ideologías, las construcciones científicas, los estados totalitarios, las estructuras que sostienen y explican lo real, las utopías del progreso y los dogmas religiosos. El poema, al hablar mediante la metáfora, crea una dimensión indefinible, carcome esta rigidez que se ha cimentado en una concepción metafísica de la verdad; entre lo permanente y lo fugaz, nombra sin nombrar, silencia el ser, acentúa el ocultarse de la verdad, ahonda en la finitud elemental del desaparecer.

Frente a la concepción dicotómica, de tono platónico, el poema crea el encuentro de los dos horizontes: la apariencia es la manifestación del ser en lo sensible; o de otro modo, lo invisible no sustenta lo visible, solo se combina con él en su desaparecer. La idea se hace sensible porque la palabra poética aproxima el cielo metafísico —aquella eternidad de los conceptos— al ámbito del fenecer, y la tierra —material de la vida, de lo temporal, de lo eventual y lo finito—a lo duradero. Pero este encuentro entre tierra y cielo ocurre de una forma diferente a la propuesta platónica: lo inteligible se manifiesta solo porque se hace visible y lo sensible no se disipa porque en su contacto con lo inteligible perdura en su desvanecimiento. El dualismo se transforma en un paralelismo complejo que no cesa de producirse; semeja una borradura que se desplaza entre lo borrado. De ahí que, por acción de lo perecedero, lo permanente clarea.

Es preciso evocar ahora al poeta José Lezama Lima para describir de manera poética este giro frente al pensamiento dicotómico, pues en el poeta cubano, la tarea del pensar parte del poema y el fenómeno del mundo se origina en el vínculo entre lo visible y lo invisible, por ello, lo real nace de la metáfora. De ahí que la correlación entre los dos lados genere el entramado para el habitar poético. Veamos estos versos de su poema “Muerte de Narciso”:

Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas lloviznadas. Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el costado. Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas. (1994, 13)

Esta proximidad entre lo inteligible y lo visible aviva un destello, pero se oculta. La blancura, abstracción de las cosas blancas, atraviesa como llamas y hojas la infinitud. El conjunto de abejas eternas —ya trasformadas, no finitas— muerden el rastro, la estela de la blancura. De esta manera, el espejo indaga en el silencio y Narciso8, ilusión de lo sagrado, se fuga en el mar, pero sin alas.

Como se aprecia, el poema ha destruido los límites entre los dos ámbitos. Ha destrozado al dios en el espejo; ha decolorado la blancura en el fuego y la llovizna; ha dejado ver las abejas que no son abejas, pues son ideas de las abejas. Este plegarse de lo inteligible en lo sensible —blancura que no es blancura, Narciso muerto en el mar— es, a su vez, un replegarse de lo sensible en lo inteligible: llamas secas y hojas lloviznadas, abejas sin comienzo ni fin, espejo silenciado. De ahí se genera un movimiento cíclico de ascenso y de descenso que acerca los dos mundos. Las escisiones entre lo eterno y lo visible han desaparecido, pero a su vez se han mantenido. De esta manera, la lucha entre lo luminoso y lo oscuro sostiene el encuentro en el cual el brillo de luz se desvanece. Entonces, la caverna platónica se ha manifestado como fábula de la condición humana, como un cielo visible y perecedero. El poema ha dado la vuelta a las ideas y las cosas han girado hacia las ideas. Es decir, la interpretación del universo platónico se ha transformado en juego de simultaneidades por acción del poema lezamiano.

En este acontecer poético, el vínculo de lo sensible y lo inteligible emerge como origen de nuestra experiencia de mundo que, a pesar del progreso histórico y racional que olvida su reciprocidad, aún sucede como espacio vital. En consecuencia, al mirar el origen9 de tal vínculo a través del tejido del poema, se reorienta la discusión sobre la crisis moderna. He allí la importancia de Lezama, pues logra, como otros poetas del siglo xx, borrar las dicotomías y pensar la historia desde lo imaginario. Así, su sistema poético inicia un recorrido distinto que transforma el pensar mismo.

Este cambio de mirada ayuda a reconstruir y restablecer las relaciones que se han extraviado a causa del predominio de la razón moderna. Así, la visión religiosa medieval, los desarrollos de la ciencia y el nacimiento de la economía de mercado en el Renacimiento, los proyectos históricos como el empirismo, el racionalismo cartesiano, la Ilustración, el idealismo y el positivismo, entre otros, que han reafirmado la discordia entre las ideas y la realidad con distintos énfasis, también han velado este entrelazamiento. Por eso, al pensar el texto poético y auscultar su naturaleza histórica por otras vías, se puede hallar aquello que se veló en estas manifestaciones. Entonces, si la historia de Occidente ha sido una realización, de diversas maneras, del platonismo —como lo dice Heidegger— el encuentro con la poesía deja ver su capacidad para des-fundamentar y desestructurar las explicaciones que se han impuesto sobre lo efímero y lo vital.

De la luz de la dialéctica hacia lo abierto de la borradura

La realización de la metafísica se consolida a través de la dialéctica racionalista, elaborada en particular en de la propuesta hegeliana como se mostró al comienzo. El relevo o superación de las oposiciones fue clausurando el devenir de lo diverso y asentó el orden de lo uno fundamental, del espíritu absoluto. La aparente oposición es solo un momento de la unidad total, entonces, el espíritu se recoge en sí mismo como reflexión especulativa y se libera de la multiplicidad de lo sensible. Por fuera de la dialéctica no queda nada, todo se espiritualiza y se constituye a partir de la lógica.

Este movimiento se efectúa a través de la mediación entre las oposiciones. A medida que se progresa hacia lo espiritual, el concepto, que unifica las oposiciones, va clausurando lo exterior sensible. Solo el espíritu unifica los opuestos y logra que lo real sea explicado desde lo racional y que lo racional sea lo real. Finalmente, el ser se identifica con el concepto ideal, absoluto y verdadero que se sabe a sí mismo como tal. En la Fenomenología del espíritu se expone este devenir del espíritu que llega hasta la transparencia de la conciencia. Entonces, el ser humano, —autoconciencia en movimiento— está determinado por el concepto del ser y la verdad del espíritu:

El contenido, lo mismo que el otro lado del espíritu autoconsciente, en tanto que es el otro lado, se da y ha sido mostrado en su perfección; la unificación, que falta aún, es la unidad simple del concepto. Este se da ya también en el lado de la misma autoconciencia; pero, tal como se ha presentado anteriormente, tiene, como todos los demás momentos, la forma de ser una figura particular de la conciencia. Es, pues, aquella parte de la figura del espíritu cierto de sí mismo que permanece quieto en su concepto y que se llamaba el alma bella. Esta es, en efecto, su saber de sí misma en su unidad translúcida y pura, —la autoconciencia que sabe este puro saber del puro ser dentro de sí como el espíritu—, no sólo la intuición de lo divino, sino la autointuición de ello. (Hegel 1985, 464)

Es decir, la vida del ser humano es la manifestación del devenir del concepto; no deviene por sí misma ni crece por acción de sus circunstancias; se da en unidad con el concepto que es autoconciencia de sí, razón de su ser, unidad de sí misma e intuición de lo sagrado. En este decurso conceptual todo tiende a lo espiritual, en tanto esta nitidez luminosa elimina lo concreto y lo circunstancial de lo sensible. Este mismo proceso de idealización se presenta en el arte, en el concepto de lo bello artístico:

Por tanto, según la esencia de lo bello, en el objeto bello el concepto, su fin y alma misma, tanto como su determinación externa, la multiplicidad y la realidad en general deben aparecer como algo efectuado por sí y no por otro, pues según vimos, el objeto tiene la verdad sólo como unidad inmanente y coincidencia de la existencia determinada, de su auténtica esencia y del concepto…Así pues, el acuerdo del concepto y la apariencia es una compenetración total. (Hegel 1986, 51-52)

Como se observa, el concepto y la apariencia se confunden a causa de la transparencia racional. Un lado de la contradicción se superpone sobre el otro; lo externo, la existencia determinada o la apariencia, son verdaderas porque son reflejo del espíritu, es decir, del concepto. Entonces, el arte, la esfera que sensibiliza lo espiritual, solamente es momento aparente de la manifestación del concepto que se recupera como espíritu. En verdad, lo sensible queda subordinado a lo inteligible.

Vista desde fuera, esta tendencia hacia el cierre provoca la propia disolución del sistema, pues hace que este se rebase a sí mismo y se agote en sus propios límites. De manera que, a medida que en el juego de contrarios perece lo sensible, lo inteligible se convierte en la única medida de la contradicción, en el único lado de la oposición que determina el otro y, por lo tanto, termina siendo un concepto abstracto y vacío. Esto significa que la idea lógica que se sabe a sí misma como espiritual ha abandonado su manifestación. Entonces, sus categorías no alcanzan a contener el avance de la historia que tiende a llenarse de acontecimientos cada vez más distantes de los conceptos. Así como el arte, según Hegel, muere, la filosofía, en contraste con la historia, también perece por ser insuficiente para responder con conceptos abiertos y plurales al acontecer complejo de los hechos. Como consecuencia, esta dialéctica ideal profundiza la escisión entre lo real y lo conceptual.

Precisamente, este movimiento incesante de contrarios, al llegar a su cerradura, comienza de nuevo a configurarse de otro modo porque ha quedado un concepto puro y vacío, es decir, una fabulación de la verdad construida en la unidad de lo verdadero e inteligible. De acuerdo con Nietzsche: ¿Qué queda por fuera de este fluir idealizado? Quizá esta inflación del concepto se desgarra porque no logra contener el despliegue del aparecer. ¿Cómo nombrar este nuevo devenir? Tal vez el lenguaje deba transformarse para poder hacerlo.

La palabra se desplaza de su quietud metafísica y comienza a fluctuar entre lo visible y lo invisible, de forma que este oscilar de la palabra desestructura los conceptos fijos y verdaderos. Este flujo se nombra mediante la metáfora que puede jugar entre lo dicho y lo no dicho para establecer relaciones libres entre los conceptos y las cosas. En este sentido, la metáfora perfora el concepto porque nombra lo figurado mediante la transformación incesante del significado. Entonces, aparece la sucesión de diversos y probables sentidos, porque cada concepto puede corresponder o no a otro, de acuerdo con las combinaciones y los contextos en los que se desencadenen. Metáfora tras metáfora se genera un despliegue y repliegue que nombra el ser siempre de otras maneras, como bien lo expresa Jacques Derrida:

El discurso metafísico no puede ser desbordado, en cuanto que corresponde a una retirada del ser, a menos que lo sea conforme a una retirada de la metáfora en cuanto que concepto metafísico, conforme a una retirada de lo metafísico, una retirada de la retirada del ser. Pero como esa retirada de lo metafórico no deja el sitio libre a un discurso de lo propio o de lo literal, aquélla tendrá a la vez el sentido del re-pliegue, de lo que se retira como una ola en la playa, de un retorno, de la repetición que sobrecarga con un trazo suplementario, con una metáfora de más, con un re-trazo de metáfora, un discurso cuyo reborde retórico no es ya determinable según una línea simple e indivisible, según un trazo lineal e indescomponible. (1989, 58)

Este cierre de la metafísica se experimenta mediante “la retirada de la metáfora”10, es decir, a través de las huellas que quedan de su partida. La escritura nombra esa retirada del ser y quedan los indicios de que el ser fue concebido metafísicamente, es decir, capturado mediante las categorías universales, permanentes e inmutables que fueron metáforas del ser. De esta forma, el ser se libra de su cárcel en la escritura, pero se retira oculto en ella mediante metáforas de partida y de ausencia, en el entramado del vacío11.

En este desplazamiento histórico, Heidegger, al reconocer la autoimposición del mundo ideal sobre lo que existe, encuentra necesario un cambio de perspectiva para rebasar la identificación que anula la diferencia y confunde el ser con un ente determinado (Dios, Razón, Deber, Sujeto, entre otros). Por eso, su pensamiento vira hacia el lugar que abriga el ser y lo oculta en su apariencia. Por este camino, acerca el pensar al poetizar ya que este develamiento del ser es también un velamiento. De esta forma, el ser restablece su propia naturaleza, pues de por sí tiende a ocultarse y retirarse para no ser reducido a un concepto o a una entidad definida: he aquí también el papel de la metáfora.

Aquí, la tarea del pensar se aproxima al poetizar puesto que su actitud ya no puede ser de búsqueda de una verdad única y fija; ha de abrirse, más bien, al acontecer del ser que ahora se retrae. Este sentido del ser ya no es metafísico, no es un concepto eterno que explica lo finito, sino que queda en lo finito porque es su lugar de aparición, por lo tanto, “la pregunta pensante por la verdad del Ser es el instante que trae y soporta el tránsito. Este instante no es nunca realmente constatable, menos aún calculable” (Heidegger 2003, 34). De ahí que el pensar no busque ni fundamento ni sustrato que soporte lo real, sino que se lance a la lucha de la desfundamentación que crea, cada vez en el aparecer, lo que es. Esta es una forma de pensar que da paso al evento, a la finitud y a la cercanía viva de lo dado, pues su intención no es retirarse a un mundo perdurable, sino sostenerse en el transcurrir del instante y habitar inmerso en el tejido de relaciones que se construyen en el mundo.

La metáfora nietzscheana, la diferencia heideggeriana y la retirada derridiana de la escritura dan lugar a una dialéctica abierta. Este desvío recompone la escisión entre lo ideal y lo real, y termina con la tendencia hacia lo absoluto o a la espiritualización ideal, a la vez que dispone la interacción mutua entre lo sensible y lo inteligible, que no anula ni al uno ni al otro, sino que desencadena una sucesión de metáforas que nunca se cierra.

En Nietzsche, el mundo metafísico se vuelve fábula; en Derrida, la escritura crea el tejido que rompe la cerradura de la metafísica en el desplazamiento de la metáfora y en Heidegger, el ser es evento del desaparecer, des-ocultamiento, iluminación que sombrea. A partir de estas miradas, se aproximan pensar y poetizar, pues ambos en el nuevo modo de nombrar restablecen su diálogo primordial. El pensamiento no se constituye a partir de conceptos preestablecidos y la poesía no se asume como simple juego de palabras. El enlace va y viene desde fuera del campo cerrado de lo ideal; entremezcla lo visible y lo invisible mediante la palabra, borra la luz y clarea en la sombra.

Dialéctica idealista y dialéctica poética

La dialéctica idealista se desborda; la tensión entre los contrarios se mantiene, pero se transforma. En la dialéctica idealista, el movimiento de la superación que va del ser al devenir es de orden conceptual, por eso ocurre en una serie de momentos que van superando las contradicciones, pero la realidad va quedando replegada. A medida que se avanza, desde lo sensible hasta lo espiritual, el concepto va unificando las oposiciones. Esto genera una sensación de movimiento que, sin embargo, es ilusoria, porque este devenir está dado de antemano por el espíritu absoluto, que determina el fin de lo sensible, es decir, su olvido en el concepto. De esta manera, es un devenir que no deviene, sino que es momento de lo ideal y alejamiento de lo real. Por el contrario, en la dialéctica poética, el devenir deviene en el aparecer, se sostiene como movimiento. No hay dirección previa ni posterior. El fluir es un juego infinito de oposiciones instantáneas imposible de conceptualizar. De ahí que solo sea acontecimiento, apertura en tensión que pasa y queda, pues sucede en el tiempo, es decir, en el aparecer en un entorno de mundo. Entonces, no hay un abandono del contexto próximo y vital debido a que se mantiene una actitud fenomenológica, como se expuso al inicio, anclada en la cotidianidad.

La estética de Adorno12 capta con agudeza esta dialéctica de la obra de arte que se contrapone a la dialéctica hegeliana y se sostiene negativamente en lo mundano:

El espíritu de las obras de arte es lo que las convierte, en cuanto manifestaciones, en más de lo que son. Determinarlas como espíritu está cerca de su determinación como fenómenos, como lo que se manifiesta, no como ciega manifestación. Espíritu es eso, lo que se manifiesta, que no es más elevado que la manifestación, pero tampoco es idéntico a ella, es lo que en su facticidad no tiene carácter fáctico. Por él las obras de arte, cosas entre las cosas, se tornan en algo diferente de lo cósico y llegan a serlo precisamente por el hecho de ser cosas, no por su localización espacio-temporal, sino por un inmanente proceso de cosificación que las convierte en lo igual a sí mismo, en lo idéntico a sí mismo. (1984, 120)

Desde el horizonte de las cosas del mundo, se genera un juego de tensiones en las obras de arte. Fenoménicamente, se percibe lo espiritual que se hunde en lo material como material, sin retornar fuera de lo sensible. Ahí acontece, entre estos materiales, lo espiritual que solo perdura como tal en su desaparecer. Por ello, para Adorno, las obras de arte son semejantes a los fuegos artificiales: explotan y en su caída brillan en la sombra de su desaparición en descenso al mundo de la vida. Queda su devenir como clarificación racional que se desvanece.

Sin duda, en esta dialéctica poética, las oposiciones se mantienen pero ningún término se impone sobre el otro: lo metafísico no anula el mundo visible. Podría decirse que se trata de una dialéctica poética, a la manera homérica o mítica, en la cual lo espiritual —el mundo de los dioses— y lo sensible —el mundo de lo humano— se encuentran sin que lo inmortal sea el fundamento de lo mortal, sino que ambos se enlazan mutuamente. Así como Homero, el poeta apunta a este estado intermedio que une y a la vez separa lo divino y lo humano, el cielo y la tierra. Por este camino, Heidegger se interna en una dialéctica más compleja que reúne los cuatro elementos. En medio de este cruzamiento habla del habitar poético del ser humano que consiste en hallarse en esta tierra, cercano a las cosas y próximo a los dioses, aunque hoy se hayan ausentado.

Esta doble dimensión de cielo y tierra resguarda lo sagrado y lo mortal, sin que ninguna de estas esferas se superponga sobre las otras. Más bien, en cada una de ellas se juntan las otras tres. Desde el cielo se vinculan la tierra, los dioses y los humanos, y desde los demás se ajustan los otros. El cruzamiento múltiple de estos cuatro elementos se llama cuaternidad, pero no se define conceptualmente, se vela, se oculta y se silencia. Para Heidegger, habitar en medio de la cuaternidad13, es decir, en medio de la relación entre cielo y tierra, entre divinidades y mortales, quiere decir situarse en el espacio de lo abierto en el que la existencia, el lenguaje y el tiempo acaecen. Este mutuo estar coligado de los cuatro elementos crea la dialéctica de lo poético que cuida y aleja del tráfico de la economía del mercado y del concepto; por eso, estos vínculos se velan en el mismo encuentro:

En el salvar la tierra, en el recibir el cielo, en la espera de los divinos, en el conducir de los mortales acaece de un modo propio el habitar como el cuádruple cuidar [mirar por] de la Cuaternidad. Cuidar (mirar por) quiere decir: custodiar la Cuaternidad en su esencia. Lo que se toma en custodia tiene que ser albergado. (Heidegger 1996b, 132)

El diálogo entre pensar y poetizar

Ahora es preciso considerar que si la dialéctica ha cambiado —al rememorar y actualizar el encuentro originariamente mítico poético— el pensamiento racional explicativo e idealista comienza a transformarse en íntima convivencia con el poetizar, pues es insuficiente su razonar para comprender lo poético. Entonces, el pensar, de otra manera, se vincula con el poetizar. Pensar, por tanto, nace del habitar en medio de las relaciones entre lo celeste y lo terrestre, entre lo humano y lo sagrado; debe considerar el juego mutuo de estas dimensiones que no es más que acercarse al poetizar, volver al origen de la relación olvidada. Pero no se trata de un retorno al tiempo pasado, sino de situarse en este tiempo presente a pesar de que ya no permita comprender la integración de dichos elementos. Solo así puede pensarse la condición de la cultura de la actualidad, es decir, a través del distanciamiento de las condiciones enajenantes que desligan los elementos.

La palabra poética y el pensamiento

Estas consideraciones histórico-filosóficas permiten considerar que el ser, retirado en la metáfora, se manifiesta en la palabra poética. En este sentido, el lenguaje no es un instrumento para nombrar el contenido del ser, sino que la palabra misma es y, a pesar de ello, no se refiere a nada; la palabra es lo nombrado en su nombrar.

Esto indica que la perspectiva metafísica llega a su fin. El pensamiento, entendido como razonamiento, realmente no ha pensado el ser, sino que lo ha olvidado y lo ha convertido en ente; lo volvió dispositivo, presencia, objeto. Sin embargo, la palabra poética abre de nuevo la diferencia entre el ente y el ser. Así, puede decirse que acaba la era de la luz de la metafísica y comienza la época de la borradura de la poesía; este paso consiste en desvanecer a través de la metáfora y la imagen, según el sentido derridiano y nietzscheano, el brillo de la razón y crear un modo de apertura del sentido del ser que fluctúe entre lo luminoso y lo oscuro.

Entre tanto, a pesar de que en la cultura actual el lenguaje se ha convertido en instrumento publicitario y de la retórica, y se ha estudiado solo su dimensión categorial y estructural, sigue siendo el material del poema. Por su carácter ambiguo, el poema sobrepasa estos condicionamientos del lenguaje, transforma la visión logicista porque establece de otra manera las relaciones entre el ser, el actuar humano y lo nombrado: no se sostiene en la idea del ser como sustrato de las cosas ni de la existencia humana. Por lo tanto, no es un mecanismo que se adjunta a las cosas para etiquetarlas ni tampoco un indicio de un significado porque también se distancia del dualismo saussuriano que diferencia significante de significado.

La palabra del poema poetiza porque funda la relación entre el ser y el aparecer, sin que el ser domine sobre el aparecer. De este modo, la palabra no es mera imagen acústica de un contenido, sino vínculo primario que vela el ser de lo que nombra. Esta nueva perspectiva parte a su vez de una noción distinta de la verdad.

Verdad y ocultamiento

En el pensar metafísico, la verdad ha sido concebida como adecuación del concepto a las cosas, es decir, el acuerdo del lenguaje con el referente determina la verdad. La palabra, por lo tanto, es solo el vehículo o instrumento de esta correspondencia. La pregunta que surge es: ¿De qué modo la palabra poética es verdadera o falsa? La respuesta no se encuentra en la poesía porque ella rompe con esta dicotomía. Por eso, el poema no tiene referentes en lo real y tampoco es una mera ficción vacía. Requiere de la materia terrestre, de lo determinado, de lo inmediato, porque nace de lo intuido. La palabra poética crea y oculta el vínculo con lo invisible y, en su aparecer, lo poético oculta el ser. Así, se constituye la verdad como des-ocultamiento y no como adecuación o concordancia con el referente. En el poema, las cosas y el sentido tienden a protegerse en su manifestación.

Esta es una actitud diferente a la de la época de la metafísica, en la cual el sentido se soportaba en un “más allá” sustancial. En el poema, los términos verdadero y falso se relativizan, se desdibujan, se acercan a lo insustancial. Desde la experiencia poética, el sentido se aproxima sin perderse en la forma, en ella se protege y se retrae. Heidegger lo expone de este modo: “La esencia de la verdad es, en sí misma, el combate primigenio en el que se disputa ese centro abierto en el que se adentra lo ente y del que vuelve a salir para refugiarse dentro de sí mismo” (1996a, 52).

Si se sigue el hilo de esta exposición, en esta línea del discurso, vuelve la imagen de la caverna, del libro vii de La República. Se trata de reconocer que este sentido de verdad se distancia de la concepción metafísica. Heidegger, en su artículo “La doctrina de la verdad según Platón”, se orienta hacia el afuera de la caverna y con una luminosidad atenuada percibe el sol eterno e inmutable de las ideas entrelazado con las sombras ilusorias que ven los prisioneros. Este sentido de verdad retorna a su origen griego de αλετεια (aleteia) o des-ocultamiento que no solo saca a la luz, sino que deja en la sombra lo que es. Al mirar adentro y afuera de esta caverna, el sentido de ser se constituye en la trama sugestiva entre luz y sombra que semeja el acto de la borradura:

Pues la caverna subterránea no es otra cosa que algo en sí abierto y al mismo tiempo abovedado, quedando, a pesar del acceso, cerrado en torno por la pared de tierra que lo circunda. El contorno de la caverna en sí abierto y lo por él encerrado y de tal suerte oculto, remiten al mismo tiempo hacia algo exterior, es decir, a lo des-oculto que se extiende en la superficie a la luz. La esencia de la verdad pensada primariamente por los griegos en el sentido de la αλετεια, o sea la des-ocultación referida a lo que yace oculto (embozado y disimulado) y solamente ella, tiene una relación esencial con la imagen de la caverna situada bajo tierra. Cuando la verdad es de otra esencia y no es des-ocultación o, por lo menos, no está codeterminada por esta, entonces una “alegoría” de la caverna no ofrece asidero alguno para ser ilustrada.
Y, aunque en la “alegoría de la caverna” la αλετεια sea particularmente experimentada y en destacados lugares nombrada en vez de la des-ocultación, insiste en la supremacía otra esencia de la verdad; pero con esto está ya dicho que también la des-ocultación conserva en sí un rango. (Heidegger 1953)

Heidegger enuncia aquí la ambigüedad que produce esta confluencia entre el ocultar y el des-ocultar. Sin duda, el ojo se acostumbra al sol cuando sale, pero se acomoda a las cosas, a pesar de percibirlas casi borradas. A la vez, el hábito de ver desde lo luminoso solo es posible porque lo visible estuvo oculto. El mito de la caverna representa aquella lucha luminosa de las sombras, olvidada en la posteridad moderna. Este tránsito paulatino hacia la luz no es más que un avance hacia la misma ocultación. “Esto es aquello”, eludió el pensamiento racional que se dirige solamente a las ideas:

La desocultación es mencionada por cierto en sus distintos escalones, aunque sólo lo es para saber de qué modo ella hace accesible en su aspecto (ειδοσ) a lo que aparece y visible a este mostrarse (ιδεα). La reflexión propiamente dicha se dirige al aparecer del aspecto que se ofrece en la claridad del resplandor. Este aspecto suministra la perspectiva sobre el cómo se esencializa cada ente. La reflexión propiamente dicha pasa a la ιδεα. La “idea” es el aspecto que proporciona vista en lo que se esencializa. La ιδεα es el puro resplandecer en el sentido de la expresión “el sol resplandece”. (Heidegger 1953)

De este modo, la verdad queda bajo el dominio de la idea. Sin embargo, el pensamiento, cercano a la poesía y a la escritura, reconoce este texto platónico como alegoría, como des-ocultación. Es decir, se aleja de la luz y al hacerlo retorna a la concepción de la verdad como α−λετεια o des-ocultación. De manera que: “Por el contrario, es la Aleteia, es su no encubrimiento lo único que hace posible que haya verdad” (Heidegger 1970, 148). Este deslinde del resplandor de la idea trae el poetizar porque se pone fuera del cierre cavernario, anima al ojo a ver en la sombra lo luminoso y en lo luminoso lo oscuro, se ajusta a la borradura. De ahí que el mismo Platón haya creado el camino para su propio acabamiento14. El pensar, entonces, se dispone al hallazgo de la metáfora de la caverna; desarticula el camino hacia la luz; entrevera el tejido de la sombra, aminora la iluminación; se funda en el claro, en el lugar despejado del bosque, en la penumbra que se forma a partir de la espesura; en la borradura de la luz recoge la des-ocultación de lo poético.

Más cerca de la interpretación

El pensamiento deja de sostenerse en el razonamiento lógico y se convierte en experiencia del pensar que ocurre entre el ocultar y el des-ocultar, es decir, alberga la verdad como des-ocultamiento15. Asimismo, se esfuerza por interpretar en el aparecer el ser con la convicción de que por naturaleza se retrae y queda en el claro de bosque donde la luz y la sombra se traman: “A ese estado de abertura, que es el único que le hace a cualquier cosa el ser dada a ver y el poder ser mostrada, se lo denomina en alemán die Lichtung (el claro)” (Heidegger 1970, 142). El intérprete reconoce esta lucha como su propia condición interpretativa, deja de pretender aclararlo todo y abre un espacio para el retraimiento. Esta actitud no es más que una experiencia que se asemeja al poetizar, por eso todo intérprete al ejercer su oficio interpretativo, a su vez, poetiza. Aquello que la palabra poética dice ahora es múltiple, eventual, aparece y se oculta. Lo oculto es el sentido y a su vez lo manifestado; se rompe la dicotomía entre fondo y forma, pues la forma oculta el fondo como des-ocultamiento.

Los horizontes de sentido se despliegan en el poema y, justo por esto, recobra su carácter propio respecto de lo prosaico y de lo abstracto; entonces, desde su lugar material, vincula el todo como conjunto relacional. El poema hace que se reconstituyan las conexiones entre todos los contornos de lo mundano, entre los distintos modos de conocer y entre todas las formas de investigar sobre las ciencias, las artes, la historia, la ética, la política, entre otros. La palabra poética como logos creador reúne estos horizontes de comprensión, es decir, crea una ligadura de sentido que no parte de la lógica de lo idéntico sino de las diferencias producidas por las metáforas y las ambigüedades de las imágenes.

La palabra poética responde de otra forma al llamado de una época que necesita desbordar esa condición alienante que se sirve de todo como instrumento, como dispositivo manipulable en todas las esferas de la acción humana. Por tanto, interpretar consiste en responder al llamado que interroga al lector desde la palabra poética. El lector, atento a su llamado, establece ese diálogo activo, desde sus circunstancias, con el texto poético en un acto libre y consciente. A propósito de esto, Gadamer afirma:

Ahora bien, la palabra del poeta no continúa simplemente este proceso de “ir instalándose”. Antes bien, le sale al encuentro como un espejo sostenido hacia él. Pero lo que aparece en el espejo no es el mundo, para nada esto o aquello que haya en el mundo, sino la cercanía misma, la intimidad misma en la que nos estamos un rato. En la palabra literaria y en su más alta culminación, el poema, este estar y esta cercanía ganan una permanencia. (1996, 121)

Sentido, interpretación y creación

Lo interpretable son los sentidos que alberga la palabra poética y la interpretación se da desde perspectivas concretas y situacionales. Al interpretar el poema, se crea un sentido nuevo porque el poema en su retraerse vuelve a hablar siempre de otra forma, con otro sentido, creado, recreado, que no agota otro posible sentido, que luego se constituirá cuando otro lector intérprete. Para Gadamer esto es posible debido a la multiplicación del sentido que crea la palabra poética: “La multivocidad de la palabra poética tiene su auténtica dignidad en que corresponde plenamente a la multivocidad del ser humano. Todo interpretar de la palabra poética interpreta sólo lo que la poesía misma ya interpreta” (1996, 79).

Esta apertura ocurre porque el horizonte en el cual se interpreta el poema es el tiempo y en este fluyen los sentidos que resguardan más sentidos. Como la palabra poética es histórica, temporal, entonces, ella preserva lo que la ha conformado, es decir, las circunstancias histórico-sociales, los principios del mundo ético, los contextos económico-políticos en los que nace, pero que se van actualizando en cada interpretación. El texto poético se abre, a su vez, en esa diversidad de horizontes. Se vuelve interpretable desde perspectivas históricas, éticas, políticas, religiosas, etc. El poema recoge y constituye estos aspectos de lo real, pero de una manera sugerente, misteriosa; del mismo modo, provoca lecturas complejas que integran lo desintegrado, producto de la separación de los saberes. En estas condiciones, toda obra poética crea un tejido de relaciones que exige lectores creadores que interpreten dicho entramado.

La desarticulación del libro

Ya se ha mencionado que el cierre de la metafísica provocó una retirada del ser y que la metáfora logró nombrar esa huida mediante la escritura. A partir de la idea derridiana de logofonocentrismo, se logra caracterizar el pensamiento metafísico como un libro cerrado, un universo funcional de principio a fin, porque recoge en la unidad lo diverso y estructura el mundo. Dios, la razón y el espíritu crean este libro absoluto que modela la realidad. Esta caracterización se debe a una manera de entender el signo:

La noción de signo implica siempre en sí misma la distinción del significado y del significante, aun cuando de acuerdo con Saussure sea en última instancia, como las dos caras de una única y misma hoja. Dicha noción permanece por lo tanto en la descendencia de ese logocentrismo que es también un fonocentrismo: proximidad absoluta de la voz y del ser, de la voz y del sentido del ser, de la voz y de la idealidad del sentido. (Derrida 2003, 18)

Esta doble caracterización del lenguaje pone en escena una jerarquización explícita: el habla tiene un papel primordial porque es la voz del ser (phoné), el decir de quien habla, mientras que la escritura es un suplemento, es decir, un instrumento que nombra en distancia lo hablado. El logos, al exponer un sentido propio, tiene valor de verdad frente a la metáfora que enuncia un sentido figurado y falso. Esto significa que el habla y el logos son los soportes del lenguaje; son los modos de representación del mundo, construidos por sujetos que se enfrentan a objetos y que dan significado a la realidad. A esta representación se le ha llamado el libro del mundo. Para nuestro caso, se corresponde con la idea de que la metafísica es el libro del mundo, pues contiene el sentido propio, verdadero y completo del mundo.

La idea del libro es la idea de una totalidad, finita o infinita, del significante; esta totalidad del significante no puede ser lo que es, una totalidad, salvo si una totalidad del significado constituida le preexiste, vigila su inscripción y sus signos, y es independiente de ella en su idealidad (Derrida 2003, 25). Lo problemático de esta situación consiste en que quedan excluidas la escritura y la metáfora. A esto se suma el hecho de que la visión logofonocentrista desconoce las diferencias, opta por la unidad, se autodetermina como verdadera y se defiende de lo que ella no es.

Sin embargo, debido a esta contradicción y porque la escritura sucede desde siempre, el sistema del libro se ve afectado, roto. Entonces, por la hendija de la escritura se abre el texto, es decir, se desmorona el universo cerrado del lenguaje, se dispersa en diversas direcciones, lo que produce un juego de encuentros entre el afuera y el adentro del libro. Los bordes de las páginas dan la entrada y la salida, los márgenes parecen puertas y umbrales. Este acontecimiento de entrelazamiento genera el texto, inaugura el tejido, desploma el libro. Así lo presenta la deconstrucción derridiana:

La idea del libro, que remite siempre a una totalidad natural, es profundamente extraña al sentido de la escritura. Es la defensa enciclopédica de la teología y del logocentrismo contra la irrupción destructora de la escritura, contra su energía aforística, y, como veremos más adelante, contra la diferencia en general. Si distinguimos el texto del libro, diremos que la destrucción del libro, tal como se anuncia actualmente en todos los dominios, descubre la superficie del texto. (Derrida 2003, 25)

Esta superficie del libro —es decir, el texto— se multiplica porque no puede leerse de manera única. La escritura metaforiza el libro, lo trasforma en texto. Esta metáfora textual simula el poema, por eso la obra poética sobresale como un texto que multiplica los sentidos. En el poema, entre sus nudos y sus trazos, se producen encuentros, desencuentros, lejanías y cercanías, aproximaciones y alejamientos, es decir, múltiples tejidos de sentido. El texto poético16 se lee ahora como tejido vinculante que oculta lo vinculante, pero que acentúa las relaciones entre todos los elementos; sin embargo, entre estas tensiones, el poema atenúa y vela aquello que los vincula. El texto poético gesta el aparecer en el desaparecer. En este proceso de articular todo, a su vez, cada elemento queda libre para que no se determine por ningún tipo de unificación que anule las diferencias. Por tanto, todo se sostiene en la diversidad, en la multiplicidad y en la simultaneidad.

El libro que reunía la metafísica estalla en diversas direcciones, se vuelve tejido de sentidos interpretables. El lector tiene que abrir su mirada comprensiva a esa sugestiva infinitud que crea el texto poético: “El poema no está ante nosotros como algo con lo que alguien quisiera decir algo. Se yergue ahí en sí. Se alza tanto frente al que poetiza como frente al que recibe el poema. ¡Desprendido de todo referir intencional, es palabra, palabra plena!” (Gadamer 1996, 113). De esta manera, el texto desborda la visión de la modernidad en la que predominaba la idea de lo unitario: un Estado que recogía en su concepto a los individuos; una ciencia que comprobaba leyes estables y puras; una religión que asumía un solo Dios con carácter óntico y metafísico, es decir, un ente que se encontraba en un lugar fuera de lo físico y que fundamentaba lo visible; en general, un condicionamiento en el que lo finito, lo múltiple y lo caótico no tenían valor por sí mismos.

Ante esto, el texto desestructura el libro para que todos los horizontes se toquen. Esta es otra manifestación de la borradura de la luz, puesto que el libro difumina sus márgenes y se enlaza con el mundo. Entonces, mundo y texto se confunden porque los límites entre lo interior de libro y lo exterior del texto se desvanecen. Los lectores, inmersos en la textualidad del mundo, aparecen como textos que se entretejen con los demás textos de su entorno. Entre los hilos del tejido, el poema intensifica estas conexiones mediante sus metáforas de modo que también el mundo y el texto poético se traslucen uno en el otro, pero mantienen sus diferencias.

Entre el texto y el contexto

El tejido ahora deja leer el lugar en el cual se da, es decir, el contexto. La significación se crea en los nudos y los vacíos de la textura porque son sus puntos de encuentro de perspectivas. El texto no es un concepto abstracto, fundador y organizador de la realidad, requiere de lo no conceptual como el contexto, la inmediatez, lo próximo, lo eventual, para componer su tejido. De ahí que, en cada contexto, el lenguaje poético se crea un texto porque todo poema nace de lo instantáneo, de la experiencia del color o del sonido, a partir del sentimiento y de la imaginación. El lenguaje poético es material y fugaz, y está determinado por el tiempo y el espacio, es decir, surge en el contexto más cercano17.

Se aprecia que la perspectiva textual del mundo se alimenta de estos principios inherentes a lo poético. En otras palabras, el poema ilumina la comprensión de una época como la era textual e hipertextual de la actualidad, en nuestro caso. En síntesis, el poema abre horizontes, crea las relaciones entre los tejidos: puntos nodales, nexos, pliegues, intersticios, blancos, nervaduras, direcciones y cruzamientos.

Esta era del texto se desvía de la modernidad metafísica que ha llenado los blancos y las ausencias y ha atiborrado de sentidos trascendentales la realidad. Precisamente, en estas condiciones, el poema ejerce resistencia frente a la presencia permanente de lo lleno de sentido y pone el oído sobre lo silencioso, lo ausente. El intérprete del texto poético lee el tejido del mundo actual antes que buscar un único sentido y una explicación última de lo que sucede en el entorno, escucha el detalle y el gesto, experimenta las ligaduras y las distancias entre los diversos modos de darse el mundo. Atiende más a las zonas blancas entre los enlaces que a los conceptos, es decir, es más sensible a las relaciones que a los elementos aislados que componen el tejido. Para Derrida, esos vacíos se convierten en el lugar de la escritura y la lectura: “El ‘blanco’ se da primero a leer, en una lectura fenomenológica o temática, como la totalidad inagotable de las valencias semánticas que tiene con él (¿pero quién, él?), alguna afinidad trópica” (2007, 378). Por lo tanto, cuando se rompe el libro cerrado de la metafísica se despliega el texto en múltiples direcciones que requieren ser leídas e interpretadas de diversos modos y desde múltiples contextos por muchos lectores; en esta apertura el libro se borra.

Entre la interpretación, el intérprete y la historia

La visión poética, alejada de la metafísica, toma posición crítica frente a la actualidad de lo dado porque perspectiviza el sentido. Reconoce los contextos efímeros del acontecer, pero también aquello que perdura en su desaparecer sin que sea capturado por una idea eterna metafísica. Por tanto, la función crítica de lo poético consiste en producir un descentramiento, una persistente actitud que sospecha de lo que aparece como lo que es. En tanto evento y finitud, despeja horizontes y relaciones ocultas entre las cosas. En otras palabras, la función crítica vincula lo histórico porque se ubica en el instante presente y responde al llamado de esta época de ruptura con lo metafísico, es decir, con lo permanentemente presente.

Para el intérprete del poema, el tiempo se hace tiempo, inestable movimiento que no cesa, que va y viene entre el pasado, el presente y el futuro. Pero su experiencia del tiempo es circular y no lineal, concilia el instante y la eternidad, entrelaza el comienzo y el fin. El intérprete, por lo tanto, ha de estar inmerso en su entorno con el oído dispuesto a reconocer los nudos y los huecos del tejido, los modos en que todo se congrega y se dispersa como conjunto de idas y vueltas.

Estas tensiones no resueltas, prolongadas de modo negativo, trastocan la estética idealista. Adorno describe esta negatividad de la obra como un distanciamiento de lo real que integra a su vez dicha realidad. La disolución del sujeto en esta experiencia transitoria del arte genera en el espectador el enlace con el mundo y con la obra. De este modo, el arte pone en distancia lo ideal y aproxima lo inmediato, sin embargo, esta cercanía aleja con el objetivo de que el lector o espectador no se condicione por lo circunstancial:

Los insolubles antagonismos de la realidad aparecen de nuevo en las obras de arte como los problemas inmanentes de su forma. Y es esto, y no la inclusión de los momentos sociales, lo que define la relación del arte con la sociedad. Las tensiones de las obras de arte quedan cristalizadas de forma pura en ella y encuentran así su ser real al hallarse emancipadas de la fachada fáctica de lo externo. (Adorno 1984, 15)

Esta desaparición y aparición del mundo en la obra establece conexiones entre lo no artístico y lo artístico. Este flujo de fuerzas y formas genera el texto: el entramado entre el texto del mundo y el texto poético. El lector o espectador de la obra realiza lecturas intertextuales y reconoce su propia perspectiva interpretativa como una entre otras que se entreteje en distintos niveles y con distintos textos, es decir, que se mira a sí misma como un ensamblaje desconfigurante en medio de la trabazón de encuentros textuales. En este sentido, la obra de arte poética es el texto que intensifica las tramas, se anuda con el tejido de lo real y con los lectores que perciben dichas texturas para abrirlas. De este modo, este lector crítico hace de su experiencia interpretativa un acontecimiento histórico, actualiza la obra.

Este desvío del texto poético orienta la mirada hacia el margen, sobre el límite, y el vacío sobre la borradura que deja jugar la marca y lo borrado. Sin embargo, allí crea nuevas posibilidades y transforma las maneras de comprender el mundo, con una actitud de toma de distancia ante él. De esta manera, se aleja tanto del dogmatismo como de lo caótico. Se suspende en medio de la duda, en el borde; hace mirar lo cerrado y lo abierto.

Esta toma de posición del lector se caracteriza por un descentra-miento capaz de reconocer la complejidad del tejido. Cuando recorre el afuera, de inmediato reconoce lo que antes no se reconocía, entonces, queda en la hondura del límite entre lo interior y exterior del tejido porque el poema se instala en el límite, no en el centro, bordea la orilla, duplica, multiplica. Por su naturaleza, como ya se ha visto, crea esta ambigüedad; sin refugiarse en ninguno de los lados, aclara y esconde, habla y calla, construye y destruye.

Es decir, en el texto poético la experiencia de mundo se configura como un tejido multiplicado de sentidos, como un entramado de lo que se ve y se oculta. En este terreno trabaja el poeta, el crítico y el hermeneuta. Su manera de situarse en perspectiva le favorece para comprender las interrelaciones y reconocerse también como nudo de esas texturas.

La borradura del texto poético

Finalmente, estas reflexiones llevan a la preguntar por el lugar del poema en el mundo actual. Puede verse que, a diferencia de quienes afirman que la literatura o las artes no cumplen un cometido en la civilización moderna, el texto poético, en su actualidad viva, responde a su tiempo, recoge el pasado y se proyecta hacia adelante. Desde este punto de vista, el pensamiento posmetafísico corresponde al fin de un modo de pensar centrado en la lógica y al comienzo de otro, abierto por el poetizar18.

El poeta, inmerso en las contradicciones de su tiempo, reconoce su camino, toma distancia de su pasado y con firmeza se eleva sobre las dicotomías, lo fragmentario y lo dogmático. En este sentido, Vattimo, al comentar a Heidegger, explica cómo el fin de la modernidad tiene que ver con el pensamiento que se compromete con lo eventual frente a la seguridad de lo metafísico. Este otro modo de pensar surge de la penumbra del poema y borra la intención clarificadora de la luz de la razón:

La esfera que se abre en el evento no tiene los caracteres de desplegada luminosidad —de evidencia— de la verdad metafísica. La evidencia de ese es que se da sólo como efecto de silencio no es la misma evidencia de los principios metafísicos a los cuales se les hubiera quitado la eternidad y se les hubiera agregado la eventualidad. Lo verdadero que acontece y que se da en primer lugar en el arte (primero y más fundamentalmente en la ciencia donde quizá rige cabalmente el principio de evidencia metafísica), es un verdadero “de media luz” y a esa media luz alude el empleo heideggeriano del término Lichtung (claro en el bosque). La poesía es fórmula también en el sentido en que este término indica una expresión lingüística consumida por el uso, no (ya) plena. El esfuerzo con el cual el poeta trabaja la poesía, la cincela, la elabora y la escribe y torna a escribir no es un esfuerzo tendente a alcanzar la perfección de la coincidencia de contenido y forma […]. Lo que se persigue con la operación poética es el acaecer de un Lichtung, de esa media luz en la que la verdad se da no ya con los caracteres impositivos de la evidencia metafísica. (Vattimo 1990, 70)

Esto quiere decir que durante la historia de la humanidad, el poeta se levanta entre un tiempo y otro, anuncia el fin y el comienzo de una época. Así como Cervantes, situado en su tiempo, se yergue en su condición de sufrimiento, mira al pasado y a su vez al futuro, hoy el poeta ve las grietas que muestra la modernidad metafísica y crea otro modo de pensar, semejante al comienzo de la historia, en el cual se vuelven a entrelazar, aunque de manera distinta, la dimensión divina y la humana, la naturaleza y el ser humano, lo perdurable y lo fugitivo. En la actualidad, la escritura del poeta, con un tono angustiante, lucha con la palabra misma y se reafirma en sus contradicciones y posibilidades. De ahí que de nuevo, el poema de Lezama recuerda estas disoluciones:

Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha cerrada. Polvos de luna y húmeda tierra, el perfil desgajado en la nube que es espejo. (Lezama 1994, 11)

Esta condición textual nos sitúa en el origen, pero no para volver a él, sino para reconocer la causa de la crisis que quizá puede provenir de la misma pérdida del origen, es decir, del olvido de la condición elemental del existir en la que todo está relacionado entre sí. La mirada poética ayuda a encontrar el motivo del desajuste por encima de las dicotomías que afianzó la racionalidad metafísica y que produjo el dominio de la técnica sobre la naturaleza e impuso el orden científico a los otros campos del saber y a las maneras de habitar el mundo. La voz del poema, entonces, recoge y anuncia, destruye y construye las épocas, cree y desconfía de estas explicaciones de la historia. Así, se convierte en la fuente que transforma las oposiciones porque produce una mirada doble, capaz de ver, simultáneamente, lo sensible y lo inteligible, el orden y el caos.

Hoy cuando el sinsentido, la inmediatez y el facilismo de lo accidental se han convertido en un modo de actuar tan cotidiano, cabe preguntarse por el papel de los textos poéticos en la cimentación de perspectivas que tomen distancia de estas actitudes tan generalizadas que no permiten compromisos más mesurados con el mundo, y que llevan a posiciones extremas. Hoy, en estas tensiones entre el progreso, la obsesión por la información, el avance casi irracional de la tecnología, la poesía se convierte en posibilidad de rebasar la alienación que se manifiesta tanto como estado de cerramiento radical como de laxitud presurosa.

Queda la exigencia para los lectores de que construyan, desde muchas perspectivas e interrelaciones flexibles, la interpretación del evento poético. Al hacerlo pueden refigurar el texto del mundo, su propio texto y el texto de los otros. Solo mediante una labor reflexiva, con esta intención múltiple, se puede, ética y estéticamente, responder a las exigencias de un tiempo fragmentario y eminentemente desequilibrado, que parece no serlo, por efectos de la sociedad de la información unificadora.

El lector de textos poéticos, por lo tanto, hoy tendrá un puesto destacado en la medida en que alcance a leer desde la multiplicidad la multiplicidad, desde la simultaneidad la simultaneidad, y logre romper las rejas del racionalismo instrumental y del poder, que se sustentan en visiones unilaterales, ciegas y represivas que culminan en la violencia contra la diferencia. Este es el lector crítico que logra leer desde la diversidad de los textos y construye o teje su propia perspectiva como una que puede entrar en juego con las de los otros lectores. Ya que el poema es un tejido de multiplicidad, la interrelación entre el lector y el texto se hace fluida y emancipadora. Entre los tejidos del poema el lector aviva la escritura, provoca, desgarra.

Bajo esta mirada, toda lectura es una forma de la escritura. Por eso, la escritura también destruye lo sustancial y lo eterno. A diferencia del pensamiento de Platón que condena a la poesía, el pensador posmetafísico, aunado con el poeta, la hace propia como simulación, suplemento, imagen de imagen y huella de huella. Mediante esta marca y este trazo (metáfora y multiplicación de metáforas), la escritura teje, entrelaza, diferencia y disemina los sentidos. En fin, la escritura desborda el cierre de lo verdadero y rompe las dicotomías platónicas19 para adentrarse en un tejido que, a su vez, será leído por otro lector que seguirá poniendo en obra su escritura.

El efecto textual de la escritura funde el poema con el mundo, el mundo con el texto, el texto con el lector, el poema con el escritor. El continuo de estas diferencias entraña un pensar vecino del poetizar que borra la llama quemante de la razón unificadora, trae una escritura trazada por la poética del texto que Derrida rastrea así:

Un texto no es un texto más que si esconde a la primera mirada, al primer llegado la ley de su composición y la regla de su juego. Un texto permanece además siempre imperceptible... El ocultamiento del texto puede en todo caso tardar siglos en deshacer su tela. La tela que envuelve a la tela. Reconstituyéndola así como un organismo. Regenerando indefinidamente su propio tejido tras la huella cortante, la decisión de cada lectura... Añadir no es aquí otra cosa que dar a leer... Si hay una unidad de la lectura y la escritura, como fácilmente se piensa hoy en día, si la lectura es la escritura, esa unidad no designa ni la confusión indiferenciada ni la identidad de toda quietud; el que acopla la lectura a la escritura debe descoserla. (2007, 379)


1 Borrar no significa aquí aniquilar ni suprimir, más bien quiere decir pasar una goma blanda sobre una superficie escrita para que quede una marca; uso la metáfora para indicar que al borrar queda una escritura, una borradura que disuelve los límites, el orden y las dicotomías que ha impuesto el concepto universal, único y eterno de la luz de la razón.

2 Esta afirmación de Heidegger puede resultar excesiva, como ya se le ha reprochado. Sin embargo, para esta exposición ayuda mucho esta metáfora histórica porque permite reconocer la diferencia entre la versión platonizante del pensamiento y la mirada poética. De hecho, todo el pensamiento occidental no es platónico, han sido las interpretaciones posteriores las que han centrado su interés en la dicotomía. Por el contrario, desde la mirada de Heidegger y otros pensadores contemporáneos, Platón se torna en una fuente importante para comprender el sentido de lo poético.

3 No quiere decir esto que toda la historia de Occidente hasta la modernidad haya sido únicamente el desarrollo del platonismo. Por vías distintas, en cada una de estas visiones, se fueron abriendo espacios que se distanciaron de estas dicotomías. Pensemos en el arte, la poesía y otras manifestaciones culturales (Cervantes, Shakespeare, Montaigne, Velásquez, Goya, Quevedo, Hölderlin y más). Más bien, estas posiciones ante el mundo quedan en un segundo plano, porque el pensamiento racional se consolidó con mayor fuerza gracias al acento que se le dio al sistema racional y a las ideas abstractas que explicaban el mundo.

4 El pensamiento racional no atiende al carácter de relato de esta exposición dePlatón. Entre tanto, la deconstrucción derridiana muestra que este mito es unaforma de escritura que desestructura el mismo pensamiento platónico, pues es una marca sensible, un relato escrito o simulacro ficticio cuyo valor de verdadno es demostrable. Se sabe del papel destacado del mito en la obra de Platón.Este ya es un rasgo que permite interpretar de otro modo la fábula de Platón.

5 El término metafísica se asume a partir de las consideraciones de Heidegger sobre esta dicotomía platónica. Es decir, como ese ámbito de las ideas que son sustrato de este mundo visible: “El rasgo distintivo del pensar metafísico, del pensar que sondea el ente hasta su fondo, consiste en que tal pensar, que parte de lo que está presente, lo representa en su estado de presencia y así lo expone, a partir de su fundamento, como estando bien fundado” (1970, 132). O como el campo de la reflexión sobre el sentido del ser, dentro de los conceptos del idealismo y el racionalismo modernos: “Está decidido de antemano, sin embargo, qué sea la cosa de la Filosofía: la cosa de la Filosofía, como Metafísica, es el Ser del ente, su presencia bajo la forma de substancialidad y subjetividad” (1970, 138-139).

6 Para la comprensión de este cambio de perspectiva, la exposición heideggeriana del Da-sein o Ser-ahí, de su obra Ser y tiempo (2003), aporta elementos definitivos que desplazan las visiones dicotómicas que enfrentan sujeto y objeto, mundo y reflexión sobre el mundo. De otro lado, incluyen una percepción del tiempo no lineal, más bien cíclica y en diversos horizontes que rompen con la continuidad de lo temporal. Esto exige una transformación en todos los ámbitos del conocimiento y de la cotidianidad del ser humano en su relación con el mundo y además prepara el terreno para una consideración sobre el arte y la poesía distinta a la expuesta en la estética de Hegel. Este será tema de otra reflexión.

7 La aproximación de la estética a la fenomenología conduce a reflexiones sobre la lectura y escritura, transforma la manera de concebirlas porque reconoce el papel del lector y su diálogo con el texto. Así se va ampliando la mirada teórica al texto poético como se verá adelante.

8 En este poema, no es ocasional que Lezama haya elegido la evocación mítica de Narciso. Mucho hay de sugerente al poetizar su muerte, sobre todo si se vincula a los contextos del fin de la modernidad, en particular de la muerte del sujeto.

9 El sentido de origen aquí no tiene que ver con un momento del pasado o un concepto originario, sino con un efecto de creación que se actualiza siempre de modo diferente. Tampoco tiene que ver con un principio generador, sino con un evento que brota cada vez distinto en el actuar, en medio del juego de las relaciones actuales que reinventan los sentidos. El origen, bajo esta mirada, es de orden interpretativo, pues se origina a partir del actuar del intérprete en el mundo, de sus modos de leer y escribir. Esta es otra visión del lenguaje que se distancia de las estructuras rígidas y de los principios preestablecidos e inmutables. De ahí que el lenguaje sea originario en un sentido discursivo, comunicativo y creador.

10 Al respecto, véase el texto de Derrida “La retirada de la metáfora” (1958).

11 Podría aseverarse en este caso que el lenguaje de Hegel retuvo una imagen del ser en el concepto, pero, por efecto de la escritura y de la metáfora, esta imagen se desenmascaró como imagen. El ser, que en Hegel se definió como fundamento absoluto en un universo ideal cerrado, quedó determinado en esta imagen escrita por el Hegel mismo como figuras de la autoconciencia o del espíritu. Entonces, desde fuera de esta arquitectura sistemática y mediante la escritura que configura este vacío, el ser ahora se nombra como acontecer e instantaneidad que se multiplica al escribirse mediante una borradura provocada por estas metáforas. De modo que la luz del ser se desvanece en la escritura hegeliana.Debido a que Hegel representa el máximo desarrollo del pensamiento moderno, comprender este descentramiento del lenguaje mediante la metáfora ayuda a percibir el proceso de cierre de la metafísica.

12 A diferencia de la oposición tradicional que se establece entre Heidegger y Adorno, aquí resalto los encuentros, claro, sin ignorar sus diferencias.

13 Hay que pensar en la concepción de Cuaternidad de Heidegger, en ella, las cuatro dimensiones se complementan como en un juego de espejos: Dioses y humanos, cielo y tierra reflejan cada uno los otros tres, espejean y multiplican la cuádruple relación.

14 Sin embargo, el pensar racional eludió el retorno a las sombras de lo sensible, miró sólo desde el sol eterno e inmutable que le obnubiló los ojos para el regreso a la caverna.

15 Heidegger plantea una nueva mirada sobre la concepción de verdad a partir del sentido griego de αλετεια o desocultamiento. De esta forma, la verdad no es adecuación de un concepto a una realidad, aspecto planteado por el pensamiento metafísico. De manera que la verdad des-oculta y, simultáneamente, al descubrir, oculta.

16 ‘Texto poético’ quiere decir tejido de relaciones, cruce de sentidos, conjunto de metáforas e imágenes que generan ambigüedad: parecen ser lo otro de lo que son, muestran y esconden. En este sentido, también los géneros literarios se combinan. De ahí que el poema no solo se refiere a poema lírico, sino a texto teatral, narrativo, pictórico, en fin. La concepción de texto se amplía, de la misma forma que la de leer y escribir porque se leen y escriben textos. Escribir es entretejer, destrozar el libro, reinventar, deconstruir, producir simulaciones que no simulan.

17 Aquí de nuevo se restablecen la separación que Hegel realizó al exponer la definición de lo bello artístico desde su carácter ideal, como ya se ha citado al comienzo de esta reflexión: “La necesidad de lo bello artístico deriva así de las insuficiencias de la realidad inmediata […]” ( Hegel 1986, 102).

18 Esto no quiere decir que este sea un cambio temporal, se trasforma es la forma de pensar. Al darse el encuentro entre el pensar y el poetizar, entre el libro y el texto, entre el texto y el lector, ocurre un giro en la actitud y se borra tanta ilusión luminosa de la razón. El intérprete, al hallarse descentrado, reconoce su diferencia y atenúa su pretensión de totalidad. Esto no significa excluir a los pensadores que dieron prioridad a la razón o leyeron de un modo lógico el mito platónico, al contrario, exige mayor atención de los lectores para abordarlos y leerlos de otra manera y encontrar en ellos nuevas posibilidades.

19 Este tipo de lector, podrá leer el texto de Platón como una fábula, como una escritura que juega con su propio sistema y lo desestructura.


Obras citadas

Adorno, Theodor. Teoría Estética. Barcelona: Orbis. 1984. Derrida, Jacques. La deconstrucción en las fronteras de la filosofía. Barcelona: Paidós. 1989.

Derrida, Jacques. La diseminación. Madrid: Fundamentos. 2007. Gadamer, Hans Georg. Estética y hermenéutica. Madrid: Tecnos. 1996. Hegel, Georg W. F. Fenomenología del espíritu. México: Fondo de Cultura

Económica. 1985. Hegel, Georg W. F. Lecciones de Estética. v. 2. Buenos Aires: Siglo Veinte. 1986. Heidegger, Martín. Aportes a la filosofía. Acerca del evento. Buenos Aires:

Biblos. 2003a. Heidegger, Martín. Conferencias y artículos. Barcelona: Odos. 1996b. Heidegger, Martín. “La doctrina de Platón acerca de la verdad”. Trad.

Norberto V. Silvetti, supervisada y publicada por el Instituto de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires. Cuadernos de Filosofía 10-12. 1953. http://web.archive.org/web/20080217001903/www. heideggeriana.com.ar/textos/platon.html. (Consultado el 15 de abril de 2010).

Heidegger, Martín. “Final de la filosofía y la tarea del pensar”. En Jean Paul Sartre, Martín Heidegger, Karl Jaspers, et al. Kierkegaard Vivo. Madrid: Alianza. 1970.

Heidegger, Martín. Ser y tiempo. Madrid: Trotta. 2003b. Husserl, Edmund. La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología

trascendental. Barcelona: Crítica. 1991. Lezama Lima, José. Poesía Completa. La Habana: Letras cubanas. 1994. Nietzsche, Friedrich. Fragmentos Póstumos. Bogotá: Norma. 1993. Platón. República o del Estado. Madrid: Espasa Calpe. 1984. Vattimo, Gianni. Fin de la modernidad. Barcelona: Gedisa. 1990.

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Alcívar Bellolio, D. (2011). El compromiso entre la lucha y la escritura: figuraciones de Martí en su escritura ensayística. Literatura: teoría, historia, crítica, 13(2). https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/26987

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[1]
Alcívar Bellolio, D. 2011. El compromiso entre la lucha y la escritura: figuraciones de Martí en su escritura ensayística. Literatura: teoría, historia, crítica. 13, 2 (Jul. 2011).

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(1)
Alcívar Bellolio, D. El compromiso entre la lucha y la escritura: figuraciones de Martí en su escritura ensayística. Lit. Teor. Hist. Crít. 2011, 13.

ABNT

ALCÍVAR BELLOLIO, D. El compromiso entre la lucha y la escritura: figuraciones de Martí en su escritura ensayística. Literatura: teoría, historia, crítica, [S. l.], v. 13, n. 2, 2011. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/26987. Acesso em: 10 aug. 2024.

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Alcívar Bellolio, Daniela. 2011. “El compromiso entre la lucha y la escritura: figuraciones de Martí en su escritura ensayística”. Literatura: Teoría, Historia, crítica 13 (2). https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/26987.

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Alcívar Bellolio, D. (2011) “El compromiso entre la lucha y la escritura: figuraciones de Martí en su escritura ensayística”, Literatura: teoría, historia, crítica, 13(2). Available at: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/26987 (Accessed: 10 August 2024).

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[1]
D. Alcívar Bellolio, “El compromiso entre la lucha y la escritura: figuraciones de Martí en su escritura ensayística”, Lit. Teor. Hist. Crít., vol. 13, no. 2, Jul. 2011.

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Alcívar Bellolio, D. “El compromiso entre la lucha y la escritura: figuraciones de Martí en su escritura ensayística”. Literatura: teoría, historia, crítica, vol. 13, no. 2, July 2011, https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/26987.

Turabian

Alcívar Bellolio, Daniela. “El compromiso entre la lucha y la escritura: figuraciones de Martí en su escritura ensayística”. Literatura: teoría, historia, crítica 13, no. 2 (July 1, 2011). Accessed August 10, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/26987.

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1.
Alcívar Bellolio D. El compromiso entre la lucha y la escritura: figuraciones de Martí en su escritura ensayística. Lit. Teor. Hist. Crít. [Internet]. 2011 Jul. 1 [cited 2024 Aug. 10];13(2). Available from: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/26987

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