Publicado

2022-01-01

Contribuciones a la discusión sobre libertad y educación religiosas en Colombia, un país que afirma ser laico

Contributions to the Discussion on Religious Education and Religious Freedom in Colombia, a Country that Claims to be Secular

DOI:

https://doi.org/10.15446/frdcp.n21.90905

Palabras clave:

educación religiosa, Estado laico, instituciones religiosas, libertad religiosa, política educacional, relación Iglesia-Estado (es)
religious education, secular State, religious institutions, religious freedom, educational policy, relation of church and state (en)

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Autores/as

En el artículo se encuentra la documentación más relevante acerca de la educación religiosa que han producido tanto el Estado como la Iglesia católica romana en Colombia entre fines del siglo XIX e inicios del XXI. Esta documentación se somete a un examen de tipo hermenéutico crítico para detectar en los textos el itinerario que debe cumplir el derecho a la libertad religiosa para contribuir a generar, en el marco de la actual Constitución Política y del Concilio Vaticano II, la formación religiosa desde una educación jurídicamente coherente con la laicidad del Estado. Y que, en consecuencia, favorezca los derechos de quienes profesan las diversas religiones que conviven en el país, y aun de los que niegan su pertenencia a cualquiera de ellas. Se propone una revisión del encuadramiento jurídico, de la relación entre el Estado y la Iglesia católica romana, determinante histórico de la mayor o menor laicidad de la sociedad colombiana.

The article surveys relevant documentation on religious education produced by both the State and the Roman Catholic Church in Colombia between the end of the 19th century and the beginning of the 21st. It is submitted to a hermeneutic examination to detect in the texts the foundation of religious freedom which, within the framework of the political Constitution and the Second Vatican Council, contributes to generate authentic religious formation from an education that respects the secularism of the State and favors the rights of those who profess the various religions that coexists in the country, and even those who deny their membership to any of them. It proposes a revision of the legal framework of the relation between the State and the Roman Catholic Church, a historical determinant of the greater or lesser laicity of Colombian society.

Recibido: 1 de febrero de 2021; Aceptado: 3 de agosto de 2021

Resumen

En el artículo se encuentra la documentación más relevante acerca de la educación religiosa que han producido tanto el Estado como la Iglesia católica romana en Colombia entre fines del siglo XIX e inicios del XXI. Esta documentación se somete a un examen de tipo hermenéutico crítico para detectar en los textos el itinerario que debe cumplir el derecho a la libertad religiosa para contribuir a generar, en el marco de la actual Constitución Política y del Concilio Vaticano II, la formación religiosa desde una educación jurídicamente coherente con la laicidad del Estado. Y que, en consecuencia, favorezca los derechos de quienes profesan las diversas religiones que conviven en el país, y aun de los que niegan su pertenencia a cualquiera de ellas. Se propone una revisión del encuadramiento jurídico, de la relación entre el Estado y la Iglesia católica romana, determinante histórico de la mayor o menor laicidad de la sociedad colombiana.

Palabras clave

educación religiosa, Estado laico, instituciones religiosas, libertad religiosa, política educacional, relación Iglesia-Estado.

Abstract

The article surveys relevant documentation on religious education produced by both the State and the Roman Catholic Church in Colombia between the end of the 19th century and the beginning of the 21st. It is submitted to a hermeneutic examination to detect in the texts the foundation of religious freedom which, within the framework of the political Constitution and the Second Vatican Council, contributes to generate authentic religious formation from an education that respects the secularism of the State and favors the rights of those who profess the various religions that coexists in the country, and even those who deny their membership to any of them. It proposes a revision of the legal framework of the relation between the State and the Roman Catholic Church, a historical determinant of the greater or lesser laicity of Colombian society.

Keywords

religious education, secular State, religious institutions, religious freedom, educational policy, relation of church and state.

Introducción

Contribuciones a la discusión sobre libertad y educación religiosas

Se puede afirmar que Colombia teme ser un país laico, a la par con el pavor generado por las múltiples teorías complotistas que van surgiendo y por la pandemia en curso. De la laicidad y del laicismo, cuyo significado se ignora en la opinión pública, poco se debate alrededor de la primera y nada sobre el segundo. Y así, los artículos 1 y 19 de la Constitución Política (CP), la de 1991, en vísperas de sus primeros treinta años y a solo cuatro del señalamiento estatal del 4 de julio anual como “Día nacional de la libertad religiosa y de cultos" [1] , se pierden entre la bruma del ajetreo cotidiano, transformados en textos que se reservan a la discusión académica sin un definido resultado político y cultural para la educación religiosa.

El artículo 1 de la CP pone las bases de la fisonomía laica propia de todo Estado social de derecho. Sucesivas sentencias de la Corte Constitucional subrayarán el “carácter laico y neutral del Estado colombiano” [2] . La apelación del constituyente al “respeto de la dignidad humana” significa, por tanto, que la libertad religiosa hace parte de ella [3] . De ahí que esta última se considere uno de los “derechos fundamentales” y, por eso, inscrita en el capítulo I del título II que, a su vez, habla de “los derechos, las garantías y los deberes” [4] . Interesante constatar cuáles sean los derechos —también fundamentales— que sirven de marco al artículo 19 y que los interrelacionan: el libre desarrollo de la personalidad (Const., 1991, art. 16), la libertad de conciencia (Const., 1991, art. 18), el expresar y difundir pensamiento y opiniones sin censura alguna (Const., 1991, art. 20) y, en fin, la libertad de enseñanza, aprendizaje, investigación y cátedra (Const., 1991, art. 27). El de manifestarse junto a otros, pública y pacíficamente (Const., 1991, art. 37), y el de participar en la conformación y el ejercicio y el control del poder político de alguna manera tienen que ver con el tema del artículo (Const., 1991, art. 40).

Wikipedia, la socorrida enciclopedia electrónica, nació en 2001. Pero es relevante su descripción del ordenamiento político colombiano respecto a la que llama “libertad de cultos”, que identifica con “libertad religiosa”. Dos grandes bloques clasifican a los países latinoamericanos, “libertad sin restricciones” y “estatus especial”; en el segundo aparece Colombia enlistada junto a otros cuatro: “países americanos cuya constitución declara la libertad de culto pero confiere un estatus especial a la iglesia católica que no dan a otras religiones, en algunos casos se relaciona con sustento económico y en otros con privilegios jurídicos o ambos” (Wikipedia, 2021) [5] .

Prescindiendo de la pregunta sobre la laicidad de un Estado que privilegia una específica religión con aportes financieros y jurídicos por no ser pertinente al tema estudiado, ¿logra ser coherentemente laica, consciente de la secularización creciente de la sociedad contemporánea, la legislación estatal y eclesiástica —se refiere básicamente a la Iglesia católica romana— sobre la educación religiosa de los niños, los jóvenes y aun los adultos colombianos? Las páginas siguientes de este artículo buscan responder a este interrogante. Además de sugerir algunas líneas en orden a que alcance un asidero efectivo el propósito de la Asamblea Constituyente de la que surgió la Carta de 1991: imaginar y crear un marco jurídico que generara una nación laica; con el propósito de que la educación religiosa de sus ciudadanos fructifique en el espíritu de pluralismo, tolerancia y apertura [6] , nacido no solo de su conciencia ética y también religiosa, sino también avalado por la Constitución del siglo XX.

La lectura del acervo de documentos aquí examinados [7] no pretende ser la de un especialista en ambas disciplinas, abarcantes de temas que son por cierto teológicos y simultáneamente jurídicos. Se trata de una hermenéutica textual de tipo crítico realizada desde la directa experiencia de la realidad socio-histórica colombiana, aceptando al mismo tiempo que la “letra minuta” de los pactos y declaraciones atinentes a las leyes posibilita una diversa interpretación de cuanto gira alrededor de la educación religiosa. Pero que, ante todo, advierte la coherencia mayor o menor, las instrumentalizaciones y los silencios del discurso cuando entran en juego dos actores, la Iglesia católica —y aun las otras iglesias y denominaciones religiosas— y el Estado. En fin, nada distinto de la lectura, entre otras posibles, de un ciudadano que quiere comprender las leyes de su país de pertenencia, y la doctrina y las políticas de su propia confesión religiosa.

El Concilio Vaticano II

Cuando estaba publicando Colombia su nueva Constitución, habían pasado casi 30 años desde que el Concilio Vaticano II (1962-1965) de la Iglesia católica romana hiciera público reconocimiento de la libertad religiosa; que para esa asamblea incluía, junto a la de cultos, la de conciencia en ámbito religioso. Documentos clave para el tema que nos ocupa fueron tres declaraciones, votadas poco antes de la clausura conciliar en 1965: Gravissimum educationis (GE) sobre la educación cristiana de la juventud; Nostra aetate (NA) sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, aprobadas ambas el mismo día 28 de octubre; y, firmada en la víspera del cierre el 7 de diciembre, Dignitatis humanae (DH) sobre la libertad religiosa. Unitatis redintegratio (UR), el decreto sobre el ecumenismo que el 21 de noviembre de 1964 precedió a las declaraciones aludidas, había continuado la nueva perspectiva, la de un mundo plural, con el que la iglesia católica romana se decidía a iniciar su mirada sobre las implicaciones extra eclesiales de su propia misión, ya amplia y trabajosamente elaboradas por la constitución pastoral Gaudium et spes (GS) sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, votada una última vez junto a la DH [8] .

No fueron fáciles las discusiones ni del todo transparentes los procedimientos que culminaron en el lanzamiento de Dignitatis humanae: insinuada en la primera sesión a propósito de la futura constitución sobre la Iglesia Lumen gentium (LG) (1962), presentada como proyecto en la segunda (1963), discutida por la siguiente (1964) que la empantanó, y por fin decidida pocas horas antes de que los participantes abandonaran definitivamente el aula (1965) (Alberigo, 2005, pp. 56-63, 71-72, 98-104, 112-115) [9] . Hechos que posiblemente explican las dudas y los interrogantes que todavía hoy, a más de 50 años de Vaticano II, continúan complejizando la interacción de la Iglesia con el mundo del que hace parte, y también reportándole conflictos.

Dado el interés de la asamblea conciliar por los temas específicamente eclesiales, la educación de la juventud integra la misión de la Iglesia de la que daban razón las constituciones LG y GS. De allí que las puntualizaciones sobre la educación religiosa se incluyeran siempre en ambas. Tanto Gravissimum educationis como Dignitatis humanae serían directos resultados de ellas, pero sobre todo del decreto Unitatis redintegratio que ocupó las tres primeras sesiones y logró ser aprobado al tiempo con la que fue su punto de partida y núcleo generador, la constitución Lumen gentium (1964), buen tiempo antes de las tres declaraciones. Una suerte de trapecio se observa en la interconexión de los documentos que miran más hacia el exterior de la Iglesia y los que parten de su interior [10] . El mundo de Vaticano II no solo ha tenido en cuenta la especificidad católica romana: junto con la tan deseada recomposición de la unidad de los cristianos, ha ampliado su visión hasta el ámbito de los derechos humanos.

Dejan que desear para la educación religiosa, y en el contexto del diálogo interreligioso que le es propio, los renglones iniciales de Dignitatis humanae: “la libertad religiosa… mantiene íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única iglesia de Cristo” (Concilio Vaticano II, 1965/1975d, No. 1c). Una muestra más de la difícil conciencia del problema, en contraste con la amplia prospectiva de otros documentos producidos por la misma asamblea (Theobald, 2009, pp. 58-60); dos breves ejemplos aunque no los únicos: “la fraternidad universal excluye toda discriminación” (Concilio Vaticano II, 1965/1975f, No. 5); “cualquier monopolio escolar… es contrario a los derechos naturales de la persona humana… y al pluralismo” (Concilio Vaticano II, 1965/1975e, No. 6b).

Una renovada atmósfera de confianza en los actores de la sociedad contemporánea se adicionará a párrafos como los precedentes. Se trata de los Mensajes con los que el Concilio clausurará sus sesiones el 7 de diciembre de 1965. Uno de ellos, “A los hombres del pensamiento y de la ciencia” —en justicia, ¿podrían ser incluidos entre ellos los educadores si no se les considera simples repetidores de los “científicos”?— a quienes llama “peregrinos en marcha hacia la luz”, se les recuerda que “vuestro camino es el nuestro”; se muestran los conciliares “admiradores de vuestras conquistas”, invitándolos a “continuar buscando sin cansaros, sin desesperar jamás de la verdad” y calificando de “desgraciado aquel que cierra voluntariamente los ojos a la luz” (Concilio Vaticano II, 1965/1975g, pp. 621-622, No. 1,3,4,5). Y “A los jóvenes”, a quienes dirige significativamente “su último mensaje”, declara sin ambages el Concilio que “es para vosotros… sobre todo para vosotros, por lo que la Iglesia acaba de alumbrar en su Concilio una luz, luz que alumbrará el porvenir”; asegurándoles que “la Iglesia está preocupada por que esa sociedad que vais a constituir respete la dignidad, la libertad, el derecho de las personas, y esas personas son las vuestras” (Concilio Vaticano II, 1965/1975g, pp. 845-846, No. 2-3).

La Constitución Política y el Concordato

El 4 de agosto de 1886 se expidió la novena Constitución política del país [11] . Su artículo 38 declaraba que la “religión católica, apostólica, romana es la de la nación” [12] , “la Iglesia católica” no es ni será en el futuro “oficial” [13] . Si bien afirmaba “nadie será molestado por razón de sus opiniones religiosas ni compelido por las autoridades a profesar creencias ni a observar prácticas contrarias a su conciencia” (Const., 1886, art. 39), a renglón seguido reconocía “el ejercicio de todos los cultos que no sean contrarios a la moral cristiana ni a las leyes” (Const., 1886, art. 40). Y como acorde repercusión, “la educación pública será organizada y dirigida en concordancia con la religión católica” (Const., 1886, art. 41). En definitiva, la iglesia católica romana [14] sería la única autorizada en Colombia, cuyo Estado podría en el futuro “celebrar convenios con la Santa Sede” (Const., 1886, art. 56) [15] : en una carta constitucional de orden político —y de derecho público— era nombrada la máxima autoridad de una determinada confesión religiosa. El camino quedaba expedito, entera y exclusivamente, para el catolicismo romano [16] .

El Concordato del 31 de diciembre de 1887 —recuerda González (1993, s.p.)— concedía “a los obispos el derecho a inspeccionar y elegir los textos de religión y moral”, mientras el gobierno se comprometía “a impedir que se propagaran ideas contrarias al dogma católico” (Const., 1886, art. 3), y concedía a los mismos jerarcas “la potestad de hacer retirar a los maestros la facultad de enseñar religión y moral”, si no lo hacían “en conformidad con la doctrina ortodoxa” (Const., 1886, art. 14). En 1942 se especificó respecto al convenio que, de acuerdo con la enmienda de 1936 a la Constitución colombiana, la Iglesia católica romana podía “fundar, organizar y dirigir con dependencia de ella, centros de educación en cualquier nivel, especialidad y rama”, aunque al Estado correspondía “vigilar e inspeccionar” cuanto se actuara en ellos (Caicedo, 1993, s.p.). Lo que sería reiterado por el que el gobierno de Colombia había querido fuese un nuevo Concordato en 1973, pero que para el negociador de la Santa Sede fue solo el resultado de la gestión de algunos ajustes a lo ya negociado en 1887: el canciller colombiano y el nuncio pontificio firmarían el pacto el 12 de julio de 1973, durante la presidencia de Alfonso López. De hecho, a partir del Concordato de 1973 se suprimía la obligatoriedad de que la educación colombiana fuera organizada y dirigida de acuerdo con el dogma católico romano y su moral; pero al mismo tiempo se incluía la enseñanza y la formación religiosa de acuerdo con el magisterio de la Iglesia en los establecimientos de educación primaria y secundaria dirigidos por el Estado (Hinestrosa, 1974/2018, pp. 12-13). Y algo más, de lo que bien podían preverse las derivaciones prácticas para el tema educación, y en particular de la educación religiosa, el artículo 26:

Las altas partes contratantes unifican las obligaciones financieras adquiridas por el Estado en virtud del Concordato de 1887 y de la Convención sobre Misiones de 1953. Será también reglamentada la contribución del Estado para la creación de nuevas diócesis y para el sostenimiento de las que funcionen en los anteriormente llamados territorios de Misiones. El Estado concederá a las entidades eclesiásticas que reciben la llamada renta nominal la posibilidad de redimirla [17] .

Cuando debatía el Congreso la aprobación legislativa de los cambios en el texto concordatario en orden a su ratificación, el ya citado Fernando Hinestrosa, uno de los más reconocidos juristas colombianos del derecho público, manifestaba sus objeciones al tratado, el 9 de septiembre del mismo año 1974, en el discurso de admisión a la Academia Colombiana de Jurisprudencia. Insistía sobre los argumentos que desde 1894 se habían utilizado “para la intangibilidad de lo acordado en 1887, sin preocupación alguna por la salvaguardia de los principios fundamentales que definen la organización y el comportamiento del Estado” (Hinestrosa, 1974/2018, p. 9). Lo que de alguna manera la Corte Suprema de Justicia, máxima guardiana de la integridad de la Constitución, prohijaría dos decenios más tarde, al fallar que no era competente para juzgar la constitucionalidad de un tratado o un concordato. De esa manera, se consideró el Concordato de 1887:

Automáticamente integrado a la normatividad interna, en la categoría de regla suprema, de modo que toda ley o precepto inferior, incluso la propia constitución, sería nulo en caso de enfrentamiento con el tratado […]. Dicha doctrina, no obstante su presentación como paradigma de respetuosidad a los acuerdos internacionales, coloca al Estado en condiciones de inferioridad total”. (Hinestrosa, 1974/2018, pp. 13-14)

Aunque sin pretenderlo directamente, el legislador colombiano resultó de acuerdo con el razonamiento que, desde 1936 y todavía en 1942 en respuesta a las modificaciones al Concordato ante las sucesivas reformas a la Constitución, la Santa Sede había esgrimido y continuaba esgrimiendo: Pacta sunt servanda —los pactos deben cumplirse—. Pero el asunto resultaría alargándose hasta fines del siglo XX.

Un año después de la Constitución colombiana proclamada en 1991, en coherencia con los necesarios cambios introducidos en ella sobre la libertad religiosa, lograba el país un acuerdo con la Santa Sede en torno al Concordato que unía ambos organismos desde 1887; conocido como “Concordato Sanín-Romeo”, firmado el 20 de noviembre de 1992, en realidad nunca logró la aprobación del Parlamento colombiano y en consecuencia no fue ratificado por el gobierno [18] . Para complicar la situación, el 5 de febrero de 1993 la Corte Constitucional colombiana, el órgano de control legislativo recién creado, declaró inconstitucionales varios artículos del aún vigente Concordato de 1973, por dos motivos, uno de los cuales era la violación de los derechos humanos básicos: estaban incluidos la ayuda financiera por parte del Estado a las escuelas católicas, las clases de religión en las escuelas públicas y la enseñanza por contrato en áreas marginales de la nación [19] . El parlamento, en el que comenzaba a discutirse la competencia de la Corte Constitucional sobre los tratados vigentes [20] , suspendió de inmediato la aprobación de la posible reforma de 1992. Estado de cosas que se prolongaría hasta hoy. Por tanto, el acuerdo en acto es el del Concordato modificado en 1973, aprobado por el Parlamento de la república (Ley 20, 1974) [21] .

La Ley Estatutaria de Libertad Religiosa

La eventualidad antes señalada hizo necesario en 1994 el trámite parlamentario acerca de la que sería llamada Ley Estatutaria de Libertad Religiosa (LELR), que puntualizaba el derecho constitucional de libertad religiosa en Colombia (Ley 133, 1994) [22] . Es significativo su solo título: “por la cual se desarrolla el derecho de libertad religiosa y de cultos, reconocido en el artículo 19 de la Constitución Política”, que comienza reconociendo la vigencia de los tratados internacionales ratificados por Colombia; en consecuencia, el Concordato de 1973 que, en lo atinente a nuestro tema, difiere poco del firmado en 1887.

El documento inicia afirmando que “ninguna iglesia o confesión religiosa es ni será oficial o estatal” pero que “el Estado no es ni ateo ni agnóstico ni indiferente” en tema religioso (art. 2) [23] . La libertad religiosa comprende “los derechos de toda persona” de no ser obligada al culto o la asistencia religiosos contrarios a sus convicciones, de impartir enseñanza e información religiosa a quien lo desee y de recibirlas o rehusarlas, y de elegir para sí “la educación religiosa y moral según sus propias convicciones”; este último apartado incluía a los padres de menores de edad o incapaces dependientes (art. 6, e. g. h). Las diversas confesiones religiosas tienen derecho a desarrollar actividades educativas, benéficas o asistenciales “que permitan poner en práctica los preceptos de orden moral desde el punto de vista social de la respectiva confesión” [24] . Y se termina repitiendo los criterios de base que, deducibles por el contenido del texto, han movido a los legisladores a redactarlo: “sin perjuicio de los derechos y libertades reconocidos en la Constitución y en especial de los de la libertad, igualdad y no discriminación” (art. 13).

Hay, sin embargo, un artículo, el 11 de la LELR que, pareciera una especie de legislación ad personam. Por primera vez en la historia del país, el legislador colombiano se ocupaba en detalle de dar un marco jurídico a la eventual, pero necesaria, reglamentación del ejercicio de la libertad religiosa; de hecho 18 de los 19 artículos que conforman los cinco capítulos de la ley hablan de unas genéricas iglesias y confesiones religiosas. Sin embargo, se vio obligado a dictaminar que el Estado continuaba “reconociendo personería jurídica de derecho público eclesiástico a la Iglesia católica y a las entidades erigidas o que se erijan conforme a lo establecido en el inciso 1o. del artículo IV del Concordato, aprobado por la ley 20 de 1974”. Era obvio que, si antecedía en veinte años de antigüedad un pacto internacional a tan recientes determinaciones, era necesario reglamentar a su vez lo concerniente a él; solo que, lo sabían también los legisladores, la validez constitucional de algunos apartes de dicho tratado continuaba siendo discutida. ¿Quizá debido al título de estatutaria de esa ley debía exceptuarse de la primera legislación sobre libertad religiosa una iglesia con la que había pactos precedentes? Pero si se señalaba una situación particular mientras proseguía un contencioso específico, bien habrían podido advertir los firmantes en el texto mismo que era cuestión de una eventualidad modificable en un futuro no lejano. O, en todo caso, ocuparse del tema en tiempo más o menos próximo: sin embargo, han transcurrido ya otros 26 años sin que el asunto de la inconstitucionalidad del Concordato hoy vigente vuelva a ser abordado: “Aunque se produjeron modificaciones positivas también a raíz de la evolución de la ley religiosa colombiana, se puede decir que la situación actual sigue siendo insegura desde el punto de vista de la transparencia y seguridad legal” (Osuchowska, 2016, p. 139). Tornará a insistir en el mismo sentido la Corte Constitucional (Sentencia C-224/16, 2016), a propósito de otra demanda tocante a la libertad religiosa: “El Estado no puede perder su neutralidad, mediante decisiones que favorezcan de manera particular a una sola comunidad religiosa” [25] .

En definitiva, no parece de buen recibo para la democracia, y aún menos para el ecumenismo y el diálogo interreligioso preconizados por la misma Iglesia de tiempo atrás, que una situación de hecho, la de un Concordato que permanece en una especie de punto muerto, contribuya a favorecer dos temores: el del Estado colombiano para asumir la consecuencias de su autoproclamada laicidad, y el de una Iglesia que continúa presentándose como paradigma religioso en desmedro de las otras confesiones religiosas [26] .

El ideal de paz política al que apunta (la Constitución) no es el de una sociedad armoniosa y trasparente, finalmente reconciliada consigo misma, sino… el de una sociedad litigiosa, en tregua democrática, que privilegie los pleitos sobre las guerras privadas y que haga más énfasis en los medios que en los fines. Esta utopía procesal descansa en la democracia. (Valencia, 1993, p. 224)

Lo había subrayado, fiel al evangelio nacido en medio del conflicto entre las nacientes comunidades cristianas y el Estado romano, Vaticano II:

(La Iglesia) no pone su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición. (Concilio Vaticano II, 1965/1975f, no. 76e)

Tras la ley estatutaria de 1994 abundan los documentos que han signado el camino hacia el proyecto actual de Educación Religiosa Escolar (ERE) para el país. Los presentamos a continuación.

Las “Orientaciones pastorales” sobre el “artículo 12 del Concordato”

Hay que remontarse en el tiempo para comprender la importancia del proyecto ERE para la Iglesia católica romana. En octubre de 1975 —sin fecha exacta—, la Conferencia Episcopal de Colombia emanó un breve texto que tituló “Orientaciones pastorales para la aplicación del artículo XII del Concordato”: con ellas esperaba “trazar un primer camino para la puesta en marcha de acciones concretas en tan importante sector de la pastoral catequética y educativa” —Introducción—. Tras una nota histórica difícilmente aceptable [27] , los obispos proceden a un somero análisis de la nueva situación respecto de la educación religiosa escolar y familiar, negativa según su asamblea.

Un examen del documento comprueba que la educación religiosa de niños y jóvenes en el país debe ser, en la práctica, confesional. Para muestra varias afirmaciones. Desde el inicio se recuerda la obligación que, siguiendo el artículo 12 del Concordato de 1973, “los planes educativos, en los niveles de primaria y secundaria incluirán en los establecimientos oficiales enseñanza y formación religiosa según el magisterio de la Iglesia” (I). La pastoral católica deberá “responsabilizar a los padres de familia a exigir en todo tipo de establecimiento educativo, oficial y no oficial” que se incluya la educación religiosa en sus planes educativos como obligación derivada del Concordato (II). Se urgirá la “creación de la comunidad educativa, con todos sus elementos: padres de familia, directivas, profesores, y alumnos, a fin de que la escuela sea un verdadero centro de evangelización y promoción cristiana, de irradiación y de servicio en el ambiente y a la comunidad local” (II, e), una medida con la que estarían de acuerdo todas las iglesias que en Colombia se autodenominan cristianas para diferenciarse de la católica romana, pero que esta no parece tener en cuenta. Son invocados los “programas oficiales (estatales) de religión” —¿existían para entonces?— con el fin de “hacer conocer de todos los educadores los aprobados por la Conferencia Episcopal”, que además “deberán ponerse en práctica en todas las instituciones educativas”, mientras “fomenta (la CEC) la elaboración y publicación de textos adecuados de formación religiosa” (III, a-c).

Finaliza el escrito de la asamblea episcopal con unas “orientaciones para los diversos tipos de colegios”. A los “colegios y escuelas oficiales” empieza por recordarles la obligación de “ceñirse al artículo XII del Concordato”, para enseguida precisarles que “la asistencia” y la “calificación” de “la clase de religión” son indispensables para que el alumno sea promovido de un curso a otro, y que la exención de la clase de religión necesita de la firma de ambos padres en el caso de un menor, o de la del alumno mayor de edad (VI, A, a-c). En los “colegios privados de laicos” deben los padres de familia “exigir la inclusión de la clase de religión” en los planes educativos (VI, B, a). En los “colegios de la Iglesia” [28] , “la formación cristiana y, por consiguiente, la asignatura de religión, como medio importantísimo para ella, debe ser la característica de estos” (VI, C, a): los tres ítems del subpárrafo dan la impresión de que la obvia formación cristiana en tales planteles dependa sobre todo de la clase de religión, cosa que la pedagogía contemporánea pondría en discusión. Y es que, en general, hay en el texto episcopal una práctica igualación de la formación religiosa escolar con la catequesis; sin embargo, hay que afirmar que esta última si hace parte de la formación religiosa, pero no equivale a ella cuando se quiere lograr que la persona integre en su visión del mundo el conocimiento y aprecio de la experiencia religiosa que da lugar a otras religiones; además, la catequesis cristiana de los menores de edad, si busca ser formativa, nunca puede prescindir de la práctica y directa inclusión del ámbito familiar en ella y de la iglesia local a la que el estudiante pertenece.

Atención aparte merece la puntualización episcopal de que en los niveles de la educación superior —léase universitaria—, el Estado “propicie la creación de institutos o departamentos de ciencias superiores religiosas donde los estudiantes católicos tengan opción de perfeccionar su cultura en armonía con su fe” (I). En sentido estricto, si existe libertad religiosa en el país y de acuerdo con Vaticano II, la favorabilidad estatal hacia ese tipo de instituciones corresponde a la autoridad civil respecto de la pluralidad de las confesiones religiosas; es obvio que la CEC sustenta el señalamiento —el Estado “propicia” dicha creación— en el privilegio que le concede el artículo XII del Concordato por entonces reciente; sin que el asunto de la libertad religiosa para los no católicos romanos parezca despertarle interés alguno.

La “Ley General de Educación” y la reglamentación de la “Ley Estatutaria de Libertad Religiosa”

“La carta de derechos es el centro axiológico de la nueva Constitución. Esto quiere decir que la fuente de energía ética y política es la libertad, y la libertad plural”, esto afirmó el jurista Valencia (1993, pp. 208-212) a dos años de firmado el pacto. El título II, según él mismo, contiene 94 artículos (11-95), “el más grande avance del derecho político nacional”. De ahí la necesidad para el país de un ordenamiento, a la par jurídico, sobre la educación de los colombianos. El acto legislativo 115 del 8 de febrero de 1994, titulado “Ley General de Educación” (LGE), dará lugar más tarde a la “Educación Religiosa Escolar” (ERE) cuyo diseño de lineamientos curriculares sería confiado tiempo después por el Estado colombiano a la Iglesia católica romana (Guiral, 2020, p. 3; Meza, 2015, p. 28) [29] , con base en el motivo tradicional de que era la de mayor membresía de fieles en el país.

El “servicio público de la educación”, dice la LGE, está dirigido a personas de las diversas edades y situaciones sociales, dado el derecho de todos a la educación y a la enseñanza, consagrados por la Constitución; puede ser impartido por el Estado y por los particulares (arts. 1-3). Dicho servicio educativo incluye la educación formal en los niveles de preescolar (arts. 15-18), básica primaria y secundaria (arts. 19-21 para primaria, art. 22 para secundaria). Solo la educación preescolar incluye entre los objetivos el “reconocimiento de su (del niño) dimensión espiritual para fundamentar criterios de comportamiento” (art. 16, h) [30] . Ni en el nivel de la educación básica primaria, ni en el de la secundaria se advierte un particular objetivo de tipo religioso: ¿lo ha incluido el legislador en “el desarrollo de valores civiles, éticos y morales” (art. 21k)? [31] .

A continuación, aparece entre las “áreas fundamentales y obligatorias” para ambos niveles de formación la educación religiosa (art. 23.6). Sin embargo, la pronta intervención de la Corte constitucional (Sentencia C-555/94, 1994) debió declarar todavía exequible dicha decisión (art. 32); un parágrafo de la sentencia aclaraba que se ofrecería en todos los establecimientos educativos aunque el Estado garantizaba que en sus centros “nadie sería obligado a recibirla”. Cabe preguntar al legislador si, en consecuencia, el área en cuestión ha dejado de ser “fundamental y obligatoria”, o más bien se ha optado por defender la confesionalidad de la educación religiosa sin afirmarlo abiertamente.

El sucesivo artículo 24, por último, garantiza el derecho a recibir dicha educación y el que los centros educativos deban establecerla, de acuerdo siempre con “las garantías constitucionales de libertad de conciencia y de cultos y del derecho de los padres de familia a escoger el tipo de educación para sus hijos menores”. Un asomo de precisión del concepto mismo hay al final (arts. 24-26): “se impartirá de acuerdo con lo establecido en la ley estatuaria”.

Es curioso que en la educación media —los grados 11 y 12 previos a la educación superior— torne a figurar la referencia a la educación religiosa entre los objetivos de esa etapa: “La capacidad reflexiva y crítica sobre los múltiples aspectos de la realidad y la comprensión de los valores éticos, morales, religiosos y de convivencia en sociedad” (art. 30) [32] . Consecuentemente, serán “obligatorias y fundamentales las mismas áreas de la educación básica en un nivel más avanzado” (art. 31), lo cual haría prever unos contenidos específicos para este nivel; pero el ya referido parágrafo de la sentencia de la Corte Constitucional lo deja de nuevo en la ambigüedad.

La “educación no formal” (arts. 36-42), encaminada a suplir en las diferentes edades cuanto no ha sido reglamentado por la formal, prescinde de toda referencia a la educación religiosa: aunque “se rige por los principios y fines […] de la educación” contenidos en la misma ley, entre sus finalidades (art. 37) no figura un desarrollo personal en la dimensión religiosa. Algo similar sucede: con la “educación informal” (arts. 43-45), que mira en general a una plural y libre adquisición de conocimientos; con la educación para “personas con limitaciones o con capacidades excepcionales” (arts. 46-49); con la educación para adultos “que deseen suplir y completar su formación” (arts. 50-54) etcétera.

Salta a la vista, una vez más, o la contradicción inadvertida por el legislador o el equívoco mantenimiento de una determinada confesionalidad al determinar cuáles sean los órganos de dirección y administración de la educación en el país. Si bien no se incluye un delegado o representante de tipo religioso entre los miembros de las “Juntas departamentales de educación” ni en las “distritales” ni en las “municipales” (arts. 155-163), sí lo hay en los “foros” que tocan a los tres órdenes regionales. Organizados tales foros y convocados anualmente “con el fin de reflexionar sobre el estado de la educación y hacer recomendaciones a las autoridades educativas respectivas para el mejoramiento y cobertura de la educación” (art. 164), tanto en los de nivel departamental como nacional habrá entre sus comisionados “un representante de la iglesia” que asiste, como los demás, “por derecho propio” (art 166.167 y parágrafo). Las preguntas son obvias: ¿de cuál iglesia se trata? ¿a partir de este momento todas las “confesiones religiosas” y “comunidades religiosas”—que, en principio, han distinguido tanto la LELR como la LGE— se trasforman tan solo en “iglesias”? ¿han sido implícitamente constreñidas todas ellas a ponerse de acuerdo para nombrar un único representante? ¿o, quizá con alguna excepción, a la mayoría no se les atribuye un efectivo “derecho propio” al interior de los foros?

Más adelante se confía la inspección y vigilancia de la educación a la responsabilidad del presidente de la república quien, “a través de un proceso de evaluación y de un cuerpo técnico que dignifique [33] la educación, adoptará las medidas necesarias que hagan posible la mejor formación ética, moral, intelectual y física de los educandos” (art. 168). Queremos pensar que la ley ha integrado la educación religiosa entre las características propias de las cuatro dimensiones formativas enumeradas: ¿al igual que, por ejemplo, la formación artística, que no parece estar allí incluida?

Por último, se contempla la eventualidad de que el Estado pueda “contratar con las iglesias y confesiones religiosas [34] que gocen de personería jurídica, para que presten servicios de educación en los establecimientos educativos” (art. 200). Aludiendo a una precedente (Ley 60, 1993), tiene en cuenta el texto que es posible dicha contratación “con entidades privadas sin ánimo de lucro […] solamente en donde se demuestre la insuficiencia de instituciones educativas del Estado”. Pero no han pasado siete años cuando otra más (Ley 715, 2001) deroga el acto legislativo de 1993, haciendo otro tanto en su artículo 113 respecto del señalamiento de la LGE que limitaba dicha posibilidad; lo sustituirá, si bien comprendo, el “sistema general de participaciones” que legaliza en adelante las transferencias financieras del Estado “a las entidades territoriales” (art. 1); entre ellas las “instituciones educativas”, definidas a su vez como “un conjunto de personas y bienes promovida(s) por las autoridades públicas o por particulares, cuya finalidad será prestar un año de educación preescolar y nueve grados de educación básica como mínimo, y la media” (art. 9). El criterio de la calidad educativa ha sido reemplazado por el financiero. De esa manera, aunque derogado el Concordato de 1887 que permitía a los obispos retirar a los maestros la facultad de enseñar religión y moral si no lo hacían en conformidad con la doctrina católica —católica romana, se entiende— (art. 14), el resultado es similar en el siglo XXI: ya no por un motivo legalmente transparente sino porque el salario del maestro o maestra en un establecimiento educativo confesional católico romano dependerá de su aceptación o rechazo por parte del contratista; un dador de trabajo cuya permanencia laboral está en manos del obispo diocesano quien aprueba o no la recta doctrina del docente, por fuerza siempre católico romano.

Se debe suponer, a falta de otros documentos más explícitos en la página web de la CEC, que ha correspondido sobre todo a la LGE precisar cuanto el artículo 26 exceptuaba de los diversos acuerdos pactados en el Concordato de 1973: las obligaciones financieras del Estado respecto de lo acordado en 1887 y 1953, así como su contribución para crear nuevas diócesis y financiar los territorios de misiones (Ley 20, 1974).

La aludida “Convención sobre Misiones” se firmó el 29 de enero de 1953, durante el gobierno de un encargado de la presidencia colombiana, Roberto Urdaneta; establecía en detalle cuanto había sido convenido en el Concordato de 1887 en lo tocante al asunto de las misiones. Evidenciaba la confesionalidad católica romana del Estado colombiano que tutelaba con relativa abundancia, aun financiera, las actividades educativas de la Iglesia en territorios indígenas alejados —léase: marginados— del régimen claramente centralista del país [35] ; a mitad del siglo XX, el escueto texto concordatario del artículo 26 diferirá para otro momento la “reglamentación” de “las obligaciones” otrora asumidas por el Estado con la iglesia católica romana y ahora vueltas a asumir. Son las que la Ley General de Educación ha regulado en términos explícitamente educativos. A ella se ha sometido la Iglesia en Colombia [36] .

Dos años antes de una nueva intervención católica romana sobre el tema, el Estado reglamentó (Decreto 782, 1995) dos leyes precedentes, una de ellas la “estatuaria de libertad religiosa”. Coincidía el acto legislativo con la proliferación de “denominaciones religiosas” que venía observándose en el país desde finales de los años de 1980. Por primera vez la expresión misma de “denominaciones religiosas” entraba en el vocabulario jurídico estatal junto a la de “iglesias y confesiones religiosas”. Se determinaba en detalle cuanto tuviera que ver con la “personería jurídica especial” de los tres géneros de entidades; se preveían además las de las federaciones y confederaciones que ellas pudieran formar así como las de sus ministros [37] . Como era de suponerse, la propia de la iglesia católica romana, única nombrada como “de derecho público eclesiástico”, merecía capítulo aparte, siempre en virtud del Concordato de 1973 (II, arts. 8-10). Vale la pena destacar que la ley reglamentaba los convenios de derecho público interno que pudieran firmarse entre el Estado y las entidades religiosas, abriendo aun la eventualidad de cambiar o terminar cualquiera de los ya existentes; y, en el caso de la Iglesia católica romana, empezando cualquier probable negociación desde la Conferencia Episcopal colombiana (II, arts. 15 y16).

La “Orientación pastoral sobre educación y libertad religiosa”

El “primer camino” que buscaba trazar el Episcopado colombiano en su texto de 1975 debió esperar la continuación algo más de veinte años. A seis años de la nueva Constitución que consignaba una nueva mirada sobre la educación religiosa, a tres de la Ley general de educación y de la Ley estatutaria de libertad religiosa, y a dos del decreto sobre las personerías jurídicas de las entidades religiosas, la Iglesia en Colombia juzgó necesario pronunciarse, en una asamblea episcopal extraordinaria, frente a los cuatro textos de origen estatal. El 1 de febrero de 1997 se publicó “Orientación pastoral sobre educación y libertad religiosa” (Conferencia Episcopal de Colombia, 1997), que tuvo el mérito de que, por primera vez, los obispos colombianos afrontaban el tema de la libertad religiosa en el país.

Desde el comienzo la LGE y la LELR son calificadas de “contexto prometedor” para los “valores religiosos” y el “reconocimiento de los derechos de las iglesias y confesiones religiosas” para educar a los colombianos (arts. 1-3). Se esperaría que ese inicio diera lugar a una consideración de las otras iglesias en términos ecuménicos y de las otras confesiones en los del diálogo interreligioso. Pero los obispos, que no volverán a referirse a estas y aquellas ni siquiera cuando tratan de los valores de la educación religiosa en general, prefieren hablar exclusivamente del papel educador de la iglesia católica romana a lo largo de los 21 párrafos restantes del documento.

El acuerdo episcopal se refiere a “los participantes en la clase de religión” de todas las instituciones educativas (arts. 5-7) pero enseguida solamente a los de la “educación privada” (art. 8), un numeral cuyo tenor parece incluir a las instituciones educativas confesionales católicas romanas [38] ; por tanto la Iglesia considera también privada su función educadora frente a la del Estado, aunque gracias a la ley concordataria intervenga legalmente en la educación estatal. La institución educativa “sólo debe informar” a los interesados “sobre el tipo de educación religiosa, que […] está ofreciendo y las condiciones dentro las cuales se desarrollará ese servicio” (art. 5). Es obvio que unos currículos pedagógicos cuyo diseño ha sido encargado a la Iglesia católica romana proporcionarán un servicio educativo confesional desde su perspectiva. No pareciera interesar a sus pastores qué suceda con los padres de familia y estudiantes de otras minorías religiosas; la disposición de la LGE en ese sentido “no significa que (la institución) deba preguntar a los padres y alumnos sobre el credo religioso que profesan” (art. 5): ¿existe un exquisito cuidado del fuero de la conciencia de unos y otros? ¿hay una legítima y tranquilizante percepción de un indiscutible derecho adquirido en un tratado internacional?

Insisten los obispos una y otra vez en que la oferta del “servicio” no discrecional de las clases de religión y de la aceptación, discrecional esta sí, de la asistencia a ellas, demuestra la no confesionalidad de la institución educativa que al asumir ese compromiso “protege y garantiza los derechos y valores religiosos de familias y comunidad educativa” (art. 7). Pero simultáneamente corresponde al obispo diocesano la certificación de idoneidad para el docente responsable encargado de ellas (art. 14), de evidente fe católica romana por lo que respecta a su confesión cristiana, si se busca que su estudio de la “experiencia religiosa” de padres y estudiantes no convierta la cátedra en un terreno de sola “cultura religiosa o de filosofía o sicología o sociología religiosa” (art. 9) o “de formación ética y en valores” (art. 11) [39] . Así las cosas, la confesionalidad de la institución, aunque limitada, cobijará al equipo docente de religión, asignatura cuya importancia específica en el currículo escolar subraya el mismo episcopado en repetidas ocasiones (arts. 8, 11, 15).

Según la CEC, el área de educación religiosa “se ocupa internamente del estudio de la experiencia de fe cristiana” que “incluye los contenidos del componente moral derivado” de ella (art. 10). Se reitera por tanto que no puede estar a cargo de un docente aséptico: no es apto un no creyente, claro está, pero tampoco uno que cree diversamente; como consecuencia, no explícita pero efectiva, resulta ignorada cualquier interacción con docentes de otras confesiones cristianas, pues al fin de cuentas su doctrina moral no coincide siempre con la enseñanza católica romana. El ecumenismo, constitutiva dimensión de la fe católica que urgía en Vaticano II desde los años de 1960 del siglo XX, queda marginado de la escuela católica.

El decreto sobre la ERE

Nueve años después del documento pastoral de la CEC, el gobierno colombiano expidió el Decreto 4500 del 19 de diciembre de 2006 “por el cual se establecen normas sobre la educación religiosa en los establecimientos oficiales y privados de educación preescolar, básica y media de acuerdo con las leyes 115 y 133 de 1994”. Los actos legislativos nombrados eran la LGE y la LELR.

El texto empieza por especificar que su ordenamiento se refiere a la “educación formal” (art. 1). La educación religiosa será “obligatoria y fundamental” con una “intensidad horaria” definida por los particulares “proyectos educativos institucionales” (art. 2), “se fundamenta en una concepción integral de la persona humana sin desconocer su dimensión trascendente, tanto en “lo académico” como en “lo formativo” (art. 3). Se aborda el ítem de la libertad religiosa desde las normas sobre evaluación (art. 4) y en la modalidad de la opción de participar o no en las actividades respectivas supliéndolas con lo previsto en el proyecto educativo institucional (PEI) para esa área (art. 5); el docente del área deberá recibir certificación de su idoneidad “expedida por la respectiva autoridad eclesiástica” y se ordena al estatal abstenerse de aprovechar su cátedra para hacer “proselitismo religioso” o de actuar “en beneficio de un credo específico” (art. 6a-b). Por último, serán los padres de familia quienes velen por el cumplimiento del PEI en el área de educación religiosa (art. 8).

Llama la atención el hecho positivo de que un decreto reglamentario no hable ya de “clase de religión” sino que prefiera incluir en el concepto de educación religiosa otras actividades: “el culto”, “la oración”, “la asistencia religiosa”; y el que tenga en cuenta a “los que no profesan ningún credo religioso ni practican culto alguno” (art. 5b). Al mismo tiempo hay una curiosa norma: al docente estatal se veta cualquier actividad proselitista pero no se hace otro tanto con el privado. ¿Acaso todos los maestros de los colegios y escuelas privados pertenecen de hecho a una específica denominación religiosa y, por tanto, la educación religiosa por ellos impartida sería legalmente proselitista —la ley no dice lo contrario, bien podría argumentarse— en un ámbito donde no todos los estudiantes son creyentes ni por fuerza religiosos? Son conocidos los casos, cierto que ubicados por fuera de la ley, en que el establecimiento estatal encarga la cátedra de educación religiosa a un docente cualquiera que debe cumplir por contrato un determinado número de horas de clase; sucede otro tanto, aunque más raramente, en algunas instituciones privadas cuando su PEI no es confesional.

Se especifica en el decreto la aprobación “de la respectiva autoridad eclesiástica” respecto de la “idoneidad académica” del docente del área de educación religiosa (art. 6). ¿Por qué la autoridad es solo la eclesiástica si no todas las “denominaciones religiosas” constituyen iglesias aunque en todas ellas suele haber un regente? ¿Quizá se excluyen implícitamente los posibles docentes del área que no pertenecen a una iglesia? y ¿por qué una autoridad religiosa es la determinante de la idoneidad si el área de educación religiosa, como todas las demás áreas del PEI, son responsabilidad estatal? Que las autoridades religiosas puedan ayudar al Estado es una cosa, otra distinta que sean las determinantes [40] .

De hecho, ¿vigila el Ministerio de Educación del país que el PEI de todos los colegios estatales y privados ofrezca “asistencia religiosa” a todos los estudiantes que proceden de la galaxia de denominaciones religiosas en crecimiento constante en el país? ¿Tiene cuidado la instancia ministerial de que las actividades “de culto y de oración” propias de los diversos credos presentes entre los estudiantes reciban también equitativa consideración? ¿O prefiere dejar esa responsabilidad en manos de los padres de familia (art. 8) que, en esta área y a diferencia de las otras del PEI en las que la atención ministerial es constante, serían los únicos legítimos vigilantes? Un rol que no interesará a los padres de familia no creyentes.

El decreto se ha referido a todo lo largo de sus artículos solo a la “educación formal”. Las otras modalidades —más de cinco, según la Ley 115 de 1994— son ignoradas. Se termina preguntando dónde queda la responsabilidad estatal respecto del área de educación religiosa de todos sus ciudadanos, legislada por la Constitución de 1991.

Poco después, el presidente Juan Manuel Santos, apoyado por “líderes de grandes denominaciones y comunidades religiosas, nacionales e internacionales” firmará el Decreto 1079 del 4 de julio de 2016, declarando esa misma fecha de cada año como “Día nacional de la libertad religiosa y de cultos” en el país.

El Decreto de 2006 será completado por la medida con la que el Ministerio del Interior (Resolución 0889, 2017) “establece los lineamientos para garantizar la participación directa del sector religioso en la formulación e implementación de la política pública integral de libertad religiosa y de cultos, así como definir estrategias de articulación intersectorial, interinstitucional y territorial en este proceso, para el cumplimiento del mismo”. Por primera vez en la legislación del país las que hasta hace poco eran “denominaciones religiosas” empiezan a ser llamadas “entidades y organizaciones religiosas”, por lo general nombradas juntas aunque sin distinguirlas expresamente. La instancia religiosa se transforma, además, en “sector religioso”. El artículo 3 enumera ocho principios, entre ellos los de la diversidad, la equidad y la autonomía. El 4 tiene en cuenta tres enfoques: la territorialidad, la identidad religiosa y la institucionalidad religiosa. Es el 5 el que aborda, junto a otros cuatro, el eje de la educación y formación confesional.

La mayor parte del articulado, del 7 al 26 —son en total 27—, está dedicada a la generación de las “mesas departamentales del sector religioso”, formaciones bajo la responsabilidad de los gobernadores, que ayudarán al Ministerio del Interior en su encargo de liderar la política pública señalada. En ellas toma asiento “un número plural de entidades y organizaciones del sector religioso”; son plataformas de participación directa a condición de que cuenten “con personería jurídica especial o personería jurídica de derecho público eclesiástico de acuerdo con el Concordato de 1972” (art. 7, parágrafo 2). Dichos entes pueden replicarse en los niveles municipales y/o distritales del país (art. 15). Los voceros de la “mesa nacional”, que convocará el Ministerio —aunque sin recurrencia fija— estará compuesta por voceros de las departamentales, entre los cuales el ente gubernamental elige varios “discrecionalmente, de acuerdo con la experiencia en el tema que se trate” (art. 19).

El “principio de equidad” recibe un tratamiento específico en el documento. “No todas (las organizaciones y entidades religiosas) son iguales entre ellas… su tratamiento será diferenciado…según tratados y convenios. En síntesis, según las distintas formas en que cada una ejerce la titularidad de los derechos de libertad religiosa y de cultos respecto a los poderes públicos” (art. 3b).

Que “ninguna de las partes sale injustamente mejorada en perjuicio de otra” [41] no puede darse por descontado si hay unas leyes que continúan dispensando un trato de favor a la iglesia católica romana. Si, además, “misión” del Estado es proteger y promover la dimensión social, cultural, cívica de lo religioso en la consecución del bien común” (art. 3f), tendrá que afrontar este el incalculable “número plural” de las mesas de trabajo con los centenares de miembros de los varios miles de entidades religiosas.

El Ministerio promulgará, un año más tarde (Decreto 437, 2018) el texto “único reglamentario del sector administrativo del Interior, denominado política pública integral de libertad religiosa y de cultos”. Un “documento técnico”, resultado de la interrelación del Ministerio “con más de 4000 líderes religiosos de todas las confesiones presentes en los 32 departamentos del país” (p. 5), que sería publicado como “cartilla” de tipo didáctico. Habían interactuado constantes mesas de trabajo, impulsadas desde la creación, en 2009, del “Comité interreligioso consultivo” para asesorar al Ministerio en el tema, compuesto por funcionarios ministeriales “y representantes legales de entidades religiosas que para la época…reflejaban la pluralidad religiosa presente en el país” (p. 8). La entidad gubernamental era ahora consciente del “crecimiento exponencial de las entidades religiosas” (p. 51): si en 1995 habían solicitado el registro de su personería jurídica 14 de ellas, en el solo año 2017 lo harían 523.

Tras una fundamentación en la teoría política del reconocimiento, que acudía a filósofos como Ch. Taylor, J. Habermas, A. Honneth y U. Beck, el decreto precisaba su objetivo: “…la presente política pública integral de libertad religiosa y de cultos […] tiene como propósito en primer lugar, reconocer y fortalecer la identidad propiamente religiosa, mediante el reconocimiento público de la misma, y en segundo lugar, garantizar un tratamiento equitativo de todas las religiones frente al estado, para la convivencia pacífica y atendiendo la pluralidad y la diversidad sociológica del hecho religioso, a través de acciones que fortalezcan la persona jurídica de las instituciones religiosas” (p. 22).

Crea desconcierto el que en un “Marco jurídico y conceptual” cuyo “Bloque de constitucionalidad” incluye seis pactos internacionales (B, 14-16), no aparezca el Concordato con la Santa Sede, pacto internacional celebrado con un organismo igualmente internacional. Por otro lado, sería de buen augurio una fundamentación filosófica para el principio de equidad, que tanto da para discutir.

Una reciente declaración católica romana sobre la libertad religiosa

Es evidente que la reforma concordataria de 1973, además del fracasado esfuerzo de 1992, y la Ley Estatutaria de Libertad Religiosa de 1994, se han movido en el ámbito de los derechos humanos [42] . La asamblea general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) había aprobado y proclamado la Declaración universal de los derechos humanos (ONU, 1948), que declaraba: “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar individual y colectivamente, tanto en público como en privado, su religión o su creencia, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia” (art. 21). Sin embargo, entre los signatarios del acuerdo no figuró —y no figura hasta hoy— el de la Ciudad del Vaticano, un estado asociado a las Naciones Unidas. Ni siquiera lo hizo a un año de finalizado el Vaticano II cuando la mayoría de los estados suscribieron, el 16 de diciembre de 1966, el “Pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales” (Resolución 2200A, XXI), sancionados también por la ONU. El teólogo español José María Castillo, quien reseña los diversos textos que desde entonces han emanado la misma asamblea general y otras organizaciones que la secundan, anota que de un total de 108 el Vaticano ha firmado solo ocho: “Se trata de que la Santa Sede es uno de los Estados que menos se ha comprometido en el nivel mundial en la defensa de los derechos humanos” [43] . Una contribución positiva en tal sentido, al menos desde las implicaciones doctrinales del evangelio predicado por la Iglesia, ha sido la declaración que con el título “La libertad religiosa para el bien de todos” aprobó el 21 de marzo de 2019 el cardenal Francisco Ladaria, presidente de la Comisión Teológica Internacional (CTI), el texto de la que subtituló “Aproximación teológica a los desafíos contemporáneos” (DLR). Se haría pública el sucesivo 26 de abril con la autorización del papa Francisco.

Consta el documento de nota preliminar, conclusión (83-87), y siete diversos apartes: una mirada al contexto actual (1-13), la perspectiva de Dignitatis humanae entonces y ahora (14-28), el derecho de la persona (29-42) y el de las comunidades (43-55) a la libertad religiosa, el estado y la libertad religiosa (56-65), la contribución de la libertad religiosa a la convivencia y la paz social (66-72), y la libertad religiosa en la misión de la Iglesia (73-82). Se cree lícito afirmar que, a todas luces y si bien no lo hace manifiesto, el escrito busca proporcionar a la Santa Sede los futuros criterios para administrar sus relaciones políticas con los demás estados. Al fin de cuentas, el texto recoge básicamente las orientaciones de los últimos cuatro papas al respecto y de buena parte de la teología contemporánea como intérpretes del Vaticano II; interesan aquí sus alcances para la educación religiosa.

La idea de educación religiosa que se percibe en la mayor parte de los católicos romanos en Colombia, transformada en paradigma ético para su comportamiento, cubre la infancia y como máximo la adolescencia; dos edades en las que hijas e hijos son dependientes de los padres que reclaman su derecho a educarlos según la preferencia de ambos progenitores. Hacia los años 60 del siglo XX empezó a descubrir el mundo universitario católico la necesidad de la educación religiosa para el joven que lo frecuentaba. Supuestamente, al adulto que no hace parte de la academia por una diversa orientación profesional, o porque considera terminado su itinerario educativo formal, lo ya logrado le es suficiente. Es obvio que la ignorancia respecto a las diversas fases de la vida adulta, cuando tiene que vérselas con opciones de tipo religioso —matrimonio, celibato, divorcio, tipo de ejercicio profesional, enfermedad, muerte, etcétera—, no ayuda a percibir la exigencia de lo que, en ámbito laboral, ha dado en llamarse formación permanente. Valga como testimonio general de esa falta de perspectiva la intolerancia religiosa que continúa siendo una característica de la vida social colombiana.

Justamente la DLR muestra la importancia de lo que en sentido amplio podría llamarse educación religiosa para la vida en sociedad: por tanto, no solo para el niño y el joven sino también para el adulto de todas las edades. Y tanto en términos de la necesaria acción del creyente católico en la actividad política desde la dimensión de su fe, como de la colaboración para la convivencia y el mantenimiento de la paz social (# 70ss). Por eso el documento reconoce y atribuye responsabilidades al Estado mismo en materia de libertad religiosa. Empezó a hacerlo “el estado liberal moderno” con su “retórica humanista” sobre “la convivencia pacífica, la dignidad individual, el diálogo intercultural e interreligioso” (# 3), al propiciar una legítima separación Iglesia-Estado ya en tiempos preconciliares, en lugar de la respuesta católica que solucionaba la situación crítica creada por un “planteamiento agresivo del laicismo de Estado” (# 15) con una expeditiva y traumática apostasía de la fe. Tarea del gobernante será el interactuar con la instancia religiosa en una reelaboración de la “doctrina del Estado” a propósito de “la nueva relación entre comunidad civil y pertenencia religiosa” (# 13) [44] . Habrá de tener en cuenta la ambigüedad contenida en la idea de que es a él a quien corresponde gobernar “los cuerpos” mientras la Iglesia rige el bien de “las almas” (# 59) [45] . Y autorregularse para no caer en una “reducción liberal” de la libertad religiosa “en nombre de una “ética de Estado” (# 62). “La tutela de la libertad religiosa —ha añadido en otro momento— presupone un Estado […] capaz de activar la circulación de una adecuada cultura religiosa” (# 7).

A esta tarea educadora del Estado corresponde una conciencia de los creyentes de que, tras el Vaticano II, “la Iglesia católica rechaza ser identificada como un sujeto de interés privado que compite para afirmar sus privilegios” pues su “misión es la evangelización” (# 53); de que “el ejercicio del poder pastoral no debe confundirse con las lógicas de los poderosos que “guían a las naciones” (Lucas, cap. 22, v. 25) (# 58); de que “el estilo” de su “testimonio de fe” deberá hacer aún más transparente su distancia de cualquier espíritu de dominación interesado en la conquista del poder como un fin en sí mismo (# 84). Por eso no podrá caer en la “tentación teocrática de hacer derivar el origen y legitimidad del poder civil de una pretendida plenitud de potestad de la autoridad religiosa”, ni en la de un “ateísmo de estado que considera a las iglesias un órgano o mera función del Estado encargada de la dimensión religiosa” (# 60). En realidad todos estos criterios son propios de las iglesias cristianas [46] : es lamentable que la DLR haya perdido la oportunidad de hacerse vocera de la línea ecuménica de Vaticano II —y, por tanto, de subrayar una educación religiosa decididamente ecuménica “para el bien de todos”, de acuerdo con el título mismo [47] —, si bien asume las orientaciones del Concilio con su efectivo favorecimiento del diálogo interreligioso.

Sin embargo, sorprende el que, a diferencia de las tantas ocasiones en que la Iglesia católica romana, aun después de Vaticano II, ha reclamado para sí su derecho a la educación religiosa de niños y jóvenes [48] , la DLR aborde el asunto en términos generales —la acción política, en sentido amplio, de los católicos— y solo al final del texto insinúe la de una “laicidad positiva” que el Estado mismo deberá “ejercer… hacia las formas sociales y culturales que aseguren la relación necesaria y concreta del Estado de derecho con la comunidad efectiva de los titulares de derechos” (# 86 y nota 72). Puede llamarse en causa, por tanto, la educación religiosa que hace parte de dichas formas sociales y culturales.

Conclusión

“La experiencia es lo que nos pasa, no lo que pasa, sino lo que nos pasa. Aunque tenga que ver con la acción, aunque a veces se dé en la acción, la experiencia no se hace sino que se padece; no es intencional, no está al lado de la acción, sino del lado de la pasión. Por eso la experiencia es atención, escucha, sensibilidad, exposición” (Bárcena, Larrosa y Mèlich, 2006, pp. 255-256).

Se piensa que uno de los mayores logros de la CEC en el acervo documentario aquí reseñado sea el de considerar la educación religiosa escolar; resultado de una experiencia de fe en el caso de la educación cristiana, de apertura al trascendente si se trata de educación religiosa en general, productos de una libertad ejercida en conciencia. Por eso es indispensable superar los privilegios que conciernen a la identidad, la convicción de que se actúa en un jardín cerrado que excluye a quienes todavía peregrinan por el desierto de las búsquedas; porque, en el itinerario que hemos cumplido, se tiene la sensación de que la iglesia católica romana se mueve en el ámbito de la educación religiosa como propietaria del campo. Si la LXV Asamblea plenaria de la CEC en 1998 tituló su documento final “Colombia se construye desde la educación, una tarea de todos”, es de augurarse que, a pesar de que el texto señala desde el inicio que “la Iglesia católica es maestra”, la elección final por Jesucristo “maestro de maestros” y de los obispos mismos como “ministros de la reconciliación” lleve a la Iglesia católica romana a una mayor conciencia de su corresponsabilidad solidaria con las demás entidades religiosas del país para la construcción de la paz. Bien podría la CEC hacer propia la reciente Declaración sobre libertad religiosa: los apartes 10, 53, 58, 60 y 84 le ofrecen una oportunidad de repensar su situación concordataria. Y el apasionante diálogo de Jesús con Pilatos (Juan 18: 28-19, 16a) puede servirle de trasfondo evangélico para su discernimiento.

Como oportunamente lo anota Guiral (2020, p. 24) [49] , en la popular “página (online) Colombia aprende del Ministerio de Educación de Colombia no hay directrices para la educación religiosa”. Que son un compromiso del gobierno asumido una y otra vez en sus documentos, y sobre todo en las 19 páginas del instrumento con el que, en cinco largas secciones (Decreto 437, 2018), el Ministerio del Interior mira a reglamentar uno precedente (Decreto 1066, 2015) sobre su “política pública integral de libertad religiosa y de cultos”. Ya la Corte Constitucional (Sentencia T-839/09, 2009) había puntualizado que “el derecho a la igualdad conlleva un compromiso de protección mayor para los grupos minoritarios o marginados” [50] . De ahí que la educación religiosa en un país como Colombia, que ha firmado en tiempo reciente un acuerdo de paz con el que busca poner fin a más de medio siglo de guerra interna, constituya una oportunidad para replantear un estado de cosas jurídico que deja mucho que desear frente a la defensa gubernamental de los derechos humanos, y entre ellos el de la libertad religiosa. Justamente porque se declara país laico, que presta atención, escucha, es sensible, se expone a sí mismo.

Referencias

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Notas

Artículo recibido: 1º de febrero de 2021 / Aceptado: 3 de agosto de 2021 / Modificado: 15 de agosto de 2021. El artículo es producto de investigación y no contó con financiación.
Doctor en Teología por la Pontificia Università Gregoriana, Italia. Postdoctorado en Ciencias Sociales por la Universidad Pedagógica Nacional, Colombia. Miembro del grupo de investigación “Sagrado y Profano,” adscrito a la Universidad Industrial de Santander y al Instituto Colombiano para el Estudio de las Religiones. Correo electrónico: escarabajo4747@gmail.com https://orcid.org/0000-0002-3570-6770
La celebración en la misma fecha de la independencia de los Estados Unidos, de la que suelen hacerse entusiastas voceros nuestros medios de comunicación, deja en sordina una conmemoración que fortalecería en la cultura colombiana el pluralismo típico de la laicidad del país (Const., 1991, art. 1).
Dos ejemplos, entre otros varios: la sentencia C-817/11, 2011 precedida dos decenios antes por la puntualización de la misma instancia jurídica (T-403/92, 1992) al declarar que, a partir de la CP de 1991, el país había hecho “tránsito de un Estado confesional —el de la Constitución de 1886— a un Estado laico y pluralista en materia de confesiones religiosas” (Escobar, 2017, p. 132).
Como dirá poco después la “Ley Estatutaria de libertad religiosa”, “la dignidad de la persona… es el valor supremo del orden constitucional consagrado en el artículo I de la Carta de 1991” (Const., 1991, art. 3).
Nótese la sutil diferencia del texto constitucional entre “principios fundamentales” (Const., 1991, art. 1 al 10) y “derechos fundamentales” (Const., 1991, art. 11-91). Entre los primeros figura la superioridad de la Constitución sobre cualquier otra ley o decreto. Entre los segundos, 30 ítems, resalto el de la vida que excluye la pena de muerte (Const., 1991, art. 11); la libertad de cultos y de religión, de difundir esta personal o colectivamente, y la igualdad de confesiones religiosas e iglesias ante la ley (Const., 1991, art. 19); por último, la obligatoriedad en instituciones educativas oficiales y privadas del estudio de la Constitución con vista a la participación ciudadana (Const., 1991, art. 91). Una distinción significativa: el de la libertad religiosa está enraizado tanto en “los derechos inalienables de la persona” como en “la superioridad de la Constitución sobre cualquier otra ley o decreto”.
“Libertad sin restricciones: países americanos cuya constitución declara una total separación del Estado y la Iglesia declarando la libertad de culto sin restricciones ni privilegios para un culto en particular” (Wikipedia, 2021, cita 9).
Betrián (2012, citado en Escobar, 2017, p. 132) sugiere, desde la perspectiva del derecho español, que “para hablar de libertad de religión en una sociedad democrática, se deben considerar al menos tres elementos claves para integrarse al modelo de derechos humanos vigente: el pluralismo, la tolerancia y la apertura”.
La reseña documental no intenta ser exhaustiva. Dedica especial atención a los textos de la Iglesia católica romana, al menos los reportados en la página web de la Conferencia Episcopal de Colombia; el trabajo dirigido por Meza (2015, p. 420) consigna la totalidad de los de la Iglesia y del Estado colombianos que, hasta 2015, interesaban en particular a la educación religiosa.
La hermenéutica teológica tiene en cuenta del específico peso doctrinal ligado a los documentos del Concilio; en orden de importancia, de mayor a menor: las constituciones, los decretos, las declaraciones.
Theobald (2009, p. 59) afirma que, “el contexto histórico y cultural de los destinatarios del evangelio” introdujo un elemento de complejidad en el principio pastoral y ecuménico que no había sido percibido al inicio de Vaticano II.
Ruggieri (2009, pp. 30-42) sugiere varias imágenes con las que los hermeneutas de Vaticano II han subrayado la unidad en el corpus de los documentos conciliares.
Última constitución del siglo XIX, en el que se firmaron nueve en total (1811; 1821; 1830; 1832; 1843; 1853; 1858; 1863; 1886), sería la primera y casi única del siglo XX.
Dieciséis años antes, el Concilio Vaticano I (1869-1870) y desde siempre la tradición eclesial afirmaron que su religión es la cristiana, y la Iglesia una, santa, católica y apostólica; el obsecuente gobierno firmante de la Carta le añade el calificativo de “romana”, prescindiendo de “una” y “santa”. Tomaba así partido el Estado colombiano frente al conflicto suscitado por la “cuestión romana” (1871-1929), que el papado del siglo XIX, por entonces en cabeza de León XIII, continuaba sosteniendo con la monarquía italiana.
El vocabulario corriente en Colombia prefiere el adjetivo “oficial” al de “estatal”.
Esta expresión, hoy de uso corriente entre historiadores y sociólogos, permite soslayar la supuesta diferenciación colombiana entre “los cristianos” y “los católicos”: son los primeros quienes se llaman a sí mismos en esa forma que, de acuerdo con la fe cristiana, no tiene consistencia alguna; es posible que la utilizada por los segundos, nada feliz, haya dado lugar al equívoco.
El Concordato —hay que aclararlo— se ha planteado desde su inicio entre “la Santa Sede” y el Estado colombiano. A finales del siglo XIX aún no existía el “Estado Ciudad del Vaticano”, surgido de los Pactos Lateranenses de 1929, en el que reside la Santa Sede: es esta el sujeto de derecho internacional, en su calidad de máxima institución de la Iglesia católica romana, no el Vaticano.
Pero no era la primera vez que sucedía: el artículo 7 de la tercera Constitución, la de 1830, prohibía todos los cultos extraños a la religión católica; el artículo 85 confería al presidente de la república la facultad de nombrar arzobispos y obispos católicos. En contraste, el artículo 6 de la octava, la de 1863, declaraba incapaces a las entidades religiosas (Lexbase Colombia, 2009).
Concordato entre la República de Colombia y la Santa Sede (s.f.). https://cortesuprema.gov.co/corte/wp-
Se lamenta que la página online de la Conferencia Episcopal Colombiana (CEC) (consultada 12 de junio de 2020) no hace memoria de los textos de esa reforma parcial de 1992. Correspondía este a uno más de los intentos similares de 1894, 1936, 1942, 1973, y aun 1994, a veces de particulares y en ocasiones del gobierno mismo, para adecuar el convenio a los nuevos tiempos o a los cambios en la Constitución (Hinestrosa, 1974/2018, pp. 8-10).
La protesta de los obispos colombianos no se hizo esperar: “afirmamos que el Concordato de 1973 está en vigor en todas sus partes…”. Subrayaban que la Corte Constitucional había actuado, “consciente de que estaba en tela de juicio su competencia […] con el pretexto de proteger los derechos humanos” (Osuchowska, 2016, p. 133). Nótese que la expresión “derechos humanos” no existía por entonces en el magisterio eclesial católico-romano que siempre había preferido hablar de “derechos naturales”; de hecho la iglesia no tomó parte, ya desde 1948, en la firma de la “Declaración Universal de los Derechos del Hombre”.
Era el mismo criterio adoptado por la Corte Suprema de Justicia, la última superior instancia jurídica del país, vigente por más de 80 años en Colombia. Solo que “el Constituyente de 1991 convirtió a la Corte Suprema en una corte de casación e hizo de la Corte Constitucional el tribunal supremo del Estado colombiano”; y además “cae (la Suprema) bajo la subordinación de la nueva Corte Constitucional” (Valencia, 1993, p. 222).
Tras su pormenorizada discusión, Hinestrosa (1974/2018, p. 16) había propuesto sobre el Concordato de 1887: “Puede continuar nominalmente, pero sin posibilidad de vigencia; ilegítimo de suyo en su día, hoy es repudiado conjuntamente. Y nadie ignora por qué, para qué y por quiénes se suscribió”.
La había antecedido en cerca de cuatro meses la Ley General de Educación.
Adviértase el claro cambio de perspectiva, decididamente pluralista, respecto a la Constitución de 1886: no se trata de la religión —“la católica es la de la nación”— sino de “iglesia o confesión religiosa”. La ley desciende hasta detallar el procedimiento legal, tanto para el adulto como para el dependiente de otros, que garantice que “los establecimientos docentes” ofrezcan “educación religiosa y moral a los educandos de acuerdo con la enseñanza de la religión a la que pertenecen, sin perjuicio de su derecho de no ser obligados a recibirla”.
Un parágrafo del artículo precisa: “Los Concejos Municipales podrán conceder a las instituciones religiosas exenciones de los impuestos y contribuciones de carácter local en condiciones de igualdad para todas las confesiones e iglesias”. De nuevo una imprecisión de la ley: escribe Escobar que un colega advierte que no sabría el hermeneuta jurídico si “instituciones religiosas” equivale o no a “confesiones religiosas” y, por tanto, solo aplicable a las iglesias que ya tenían un reconocimiento jurídico; vale decir, a la sola iglesia católica romana (2017, p. 134).
A mi juicio, favorecería hoy una correcta interpretación de la renovación de las expresiones, en esa época corrientes en la legislación: “confesiones religiosas” o “denominaciones religiosas” en lugar de “comunidades religiosas”.
“La fuente de energía ética y política” de la Constitución de 1886 “giraba en torno a la noción de orden, y de orden central” (Valencia, 1993, p. 212).
Al sostener que “la formación y conocimientos religiosos del pueblo colombiano han dependido en gran parte de la escuela” y que “el origen de ese hecho tiene, en parte, su explicación en los artículos 12 y 14 del Concordato de 1887” se ignora que la evangelización de los pobladores de la que sería poco después la Nueva Granada, y de quienes los sucedieron, tuvo que ver con escuelas, colegios, universidades y parroquias anteriores en varios siglos a ese pacto, en las que los neogranadinos, luego colombianos, lograron los conocimientos religiosos que contribuyeron a su formación.
Desconcierta el hecho de que, a diez años de terminado el Concilio Vaticano II cuyos documentos revalorizan el papel del laico en la Iglesia como miembro del pueblo de Dios, los obispos colombianos continúen hablando de “laicos” con un significado que deja cierto sabor a mentalidad decimonónica enemiga del laicismo; al menos en los subtítulos, contraponen los suyos a los “colegios de la Iglesia”; cierto, sin embargo, que uno de los apartes incluye a “los laicos” dentro de la Iglesia (V, B, c). En todo caso, sería más coherente llamar sus instituciones “colegios y escuelas privados”, y entre ellos los “de la Iglesia” que también lo son.
Un privilegio más en el caso colombiano, al menos para quien sea consciente de las implicaciones ecuménicas de la aceptación de tal medida, y para el difícil diálogo interreligioso, escaso en el país.
Precisar en qué consista esa “dimensión espiritual” se deja, obviamente, al buen juicio del educador; y de quien vigile el cumplimiento de la ley.
Nótese el orden en que se enumeran los valores: ¿los “éticos” no abarcan acaso los “civiles”?; además, ¿se trata de “valores morales” o de valores éticos, ya que de estos se derivan las normas morales? Según la mentalidad colombiana, la religión educa para los valores morales, si bien la “Ley Estatutaria de libertad religiosa” distinguirá de alguna manera los dos campos al hablar de “educación re
De nuevo,” valores éticos y morales”. Se añaden ahora por primera vez los “religiosos” que, de nuevo desde la filosofía del comportamiento humano pertenecen al área ética, pues la dimensión religiosa hace parte de la estructura del ser humano; igual puede afirmarse de los de “convivencia en sociedad”.
También inopinadamente, los revisores de los textos constitucionales han dejado pasar un adjetivo que pareciera señalar solo a uno de los corresponsables, junto al presidente, de la dignificación de la educación, el llamado “cuerpo técnico”: una redacción gramaticalmente coherente leería “un proceso de evaluación y… un cuerpo técnico que dignifiquen la educación…” (énfasis del autor). Tal parece que sea esta la intención legislativa, no la primera.
Han desaparecido en el artículo las “comunidades religiosas” que, sin embargo, vuelven a ser incluidas en el parágrafo subsiguiente (art. 201): “Autorízase al Ministerio de Educación Nacional para revisar los contratos vigentes para la prestación del servicio educativo con las iglesias, comunidades religiosas y confesiones religiosas con el fin de ajustarse a las normas de la presente ley, especialmente en lo relativo a la autonomía para la vinculación de docentes y directivos docentes”.
Permite además entrever que, al menos hasta entonces, no había en la dirigencia de la Iglesia ni en los gobernantes civiles una conciencia de la simultánea existencia de una población afroamericana, igualmente marginada y superior en número a la indígena: la Convención hablará siempre de “indígenas”. A pesar de que, en ámbito de mayoría de afroamericanos, las diócesis de Quibdó y de Buenaventura habían sido erigidas el 14 de noviembre de 1952; Tumaco, prefectura apostólica desde el 1 de mayo de 1927, pasará a ser diócesis el 29 de octubre de 1999.
Qué haya sucedido respecto de la Convención sobre Misiones a partir de las fechas de aprobación del nuevo Concordato (1973), de su aprobación por parte del Parlamento de Colombia (1974), y a la terminación del pacto que se extendía legalmente “hasta el 01 de enero de 1978” (art. 16), es asunto que deberán aclarar los historiadores. La vacatio legis parece haberse prolongado, al menos por parte del Estado en lo atinente a la educación, hasta 20 años más, cuando será promulgada la LGE (1994); por parte de la Iglesia, si la ausencia de noticias autoriza a afirmarlo, podría decirse que todo había proseguido como antes: en tal contexto la Iglesia y el mismo Estado deberían justificar el alcance del mandato para el jefe de la misión de cuyo cargo “el fin primordial… es el de la civilización cristiana” (art. 13).
El Estado colombiano asume por primera vez en su vocabulario de tema religioso expresiones propias de tradiciones diferentes de la católica romana: “denominaciones”, “federaciones”, “confederaciones” y “ministros” son familiares a las confesiones que han tenido su origen, próximo o remoto, en el protestantismo
Ha desaparecido la expresión “colegios de la Iglesia” que figuraba en las “Orientaciones pastorales” de 1975.
El documento no aclara si los “valores religiosos” hacen parte o no de la “formación ética”. ¿Se debe quizás a la preferencia de la doctrina católica romana por la “teología moral” en lugar de una “ética teológica”?
Cierto que la Corte Constitucional ha declarado, a otro propósito, que la expresión “por las autoridades eclesiásticas” es exequible en la medida en que se entienda referida a todas las iglesias y confesiones religiosas reconocidas jurídicamente por el Estado colombiano (Sentencia C-478/99, 1999). Pero entre las entidades y organizaciones religiosas hay muchas que no son iglesias y varias no incluyen en su doctrina una confesión de fe.
Definición de “equidad” (Moliner, 1979, p. 1161).
El documento relevará, desde su “nota preliminar”, “la perspectiva…abierta” desde 1963 por la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII a la “Declaración universal de los derechos humanos”.
Si bien el teólogo español cae en la tradicional confusión entre la Santa Sede y el Estado Ciudad del Vaticano. Pues corresponde al segundo ser el firmante o no de los pactos al exterior de la Iglesia católica romana; los Concordatos, firmados por el representante de la Santa Sede, son un evento interno de aquella (Castillo, 2007, pp. 80-81).
Es innegable, a lo largo del texto, el temor que asiste a la Iglesia católica romana ante las posibles deformaciones de su interlocutor, al que califica como “Estado liberal moderno” (# 13. 63).
La declaración aclara la teología agustiniana de las dos ciudades… (DLR # 59 y nota 65). “Cuando los cristianos aceptan pasivamente esta bifurcación entre ser gobernados exteriormente por el Estado e interiormente por la Iglesia, de hecho ya han renunciado a su libertad de conciencia y de expresión religiosa” (# 65).
Adviértase que en el medio latinoamericano, muchas denominaciones religiosas se identifican como cristianas, queriendo distinguirse de la iglesia católica romana. El Consejo Ecuménico de las Iglesias, que busca reunir a protestantes, ortodoxos y católicos romanos —estos últimos no se reconocen miembros suyos, solo observadores—, incluye como cristiana la entidad religiosa que se autodefina “una, santa, católica, apostólica”; las demás no son iglesias en sentido estricto, y menos aún cristianas.
Llama la atención el que, tratándose de educación religiosa, la DLR no incluya en algún momento un documento conciliar, el decreto Unitatis redintegratio sobre ecumenismo que para Vaticano II supera en significación doctrinal una declaración, la NA.
Un ejemplo del pontificado precedente: “la enseñanza confesional de la religión en los centros públicos resulta acorde con el principio de laicidad, porque no supone adhesión ni, por tanto, identificación del Estado con los dogmas y la moral que integran el contenido de esta materia. […] este tipo de enseñanza no es contraria al derecho de libertad religiosa de los alumnos y de sus padres, debido a su carácter voluntario” (Bertone, 2009, s.p.); el entonces secretario de Estado del Vaticano intervenía ante los obispos españoles y, como tal, actuaba en nombre de Benedicto XVI.
Una reciente investigación que ilustra ampliamente las dificultades didácticas y consecuencias pedagógicas de la ERE para una institución educativa colombiana de enseñanza media en ámbito semiurbano.
Véase también la Sentencia C-817/11, 2011 del mismo ente. El vocablo “igualdad” se origina en el español de la primera mitad del siglo XIII; se deriva del latín aequus que significa “plano, liso, uniforme, igual” (Corominas, 1961/2000, p. 331).

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Echeverri, A. . (2022). Contribuciones a la discusión sobre libertad y educación religiosas en Colombia, un país que afirma ser laico. Forum. Revista Departamento de Ciencia Política, (21), 166–197. https://doi.org/10.15446/frdcp.n21.90905

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(1)
Echeverri, A. . Contribuciones a la discusión sobre libertad y educación religiosas en Colombia, un país que afirma ser laico. forum. rev. dep. cienc. politica 2022, 166-197.

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ECHEVERRI, A. . Contribuciones a la discusión sobre libertad y educación religiosas en Colombia, un país que afirma ser laico. Forum. Revista Departamento de Ciencia Política, [S. l.], n. 21, p. 166–197, 2022. DOI: 10.15446/frdcp.n21.90905. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/forum/article/view/90905. Acesso em: 28 mar. 2024.

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Echeverri, Alberto. 2022. «Contribuciones a la discusión sobre libertad y educación religiosas en Colombia, un país que afirma ser laico». Forum. Revista Departamento De Ciencia Política, n.º 21 (enero):166-97. https://doi.org/10.15446/frdcp.n21.90905.

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[1]
A. . Echeverri, «Contribuciones a la discusión sobre libertad y educación religiosas en Colombia, un país que afirma ser laico», forum. rev. dep. cienc. politica, n.º 21, pp. 166–197, ene. 2022.

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Echeverri, A. . «Contribuciones a la discusión sobre libertad y educación religiosas en Colombia, un país que afirma ser laico». Forum. Revista Departamento de Ciencia Política, n.º 21, enero de 2022, pp. 166-97, doi:10.15446/frdcp.n21.90905.

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Echeverri, Alberto. «Contribuciones a la discusión sobre libertad y educación religiosas en Colombia, un país que afirma ser laico». Forum. Revista Departamento de Ciencia Política, no. 21 (enero 1, 2022): 166–197. Accedido marzo 28, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/forum/article/view/90905.

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Echeverri A. Contribuciones a la discusión sobre libertad y educación religiosas en Colombia, un país que afirma ser laico. forum. rev. dep. cienc. politica [Internet]. 1 de enero de 2022 [citado 28 de marzo de 2024];(21):166-97. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/forum/article/view/90905

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