Memoria, discursos transicionales y violencia política en Nicaragua: un pasado revolucionario
Memory, Transitional Discourses and Political Violence in Nicaragua: A Revolutionary Past
Memória, discursos de transição e violência política na Nicarágua: um passado revolucionário
DOI:
https://doi.org/10.15446/frdcp.n22.95253Palabras clave:
memoria, justicia transicional, revolución sandinista, violencia política, Nicaragua (es)memory, transitional justice, Sandinista revolution, political violence, Nicaragua (en)
memória, justiça de transição, revolução sandinista, violência política, Nicarágua (pt)
En este artículo el autor busca abrir las discusiones respecto del papel del gobierno de Violeta Barrios de Chamorro (1990-1997) en la tramitación del legado de violencia en la revolución sandinista a fin de seguir generando explicaciones sobre la sistematicidad de la violencia política en el país y su peso en la democratización hasta la explosión civil de 2018. Para esto se analizan los diversos “discursos hábiles” del gobierno Chamorro a través de los cuales se instauró una memoria “encuadrada”, institucional. El “dimensionamiento” de la violencia es la propuesta con la que se concluye, anotándose diversas tareas para democratizar la memoria nicaragüense.
In this article, the author seeks to open discussions regarding the role of the government of Violeta Barrios de Chamorro (1990-1997) in dealing with the legacy of violence in the Sandinista revolution in order to continue generating explanations about the systematic nature of political violence in the country and its weight in democratization until the civil explosion of 2018. For this, various “skillful speeches” of the Chamorro government are analyzed through which a “framed” institutional memory was established. Concluding with the proposal of “dimensioning” violence, making note of various tasks to democratize Nicaraguan memory.
Neste artigo, o autor busca abrir discussões sobre o papel do governo de Violeta Barrios de Chamorro (1990-1997) ao lidar com o legado da violência na revolução sandinista para continuar gerando explicações sobre a natureza sistemática da violência política no país e seu peso na democratização até a explosão civil de 2018. Para isso, são analisados diversos “discursos hábeis” do governo Chamorro por meio dos quais se estabeleceu uma memória institucional “enquadrada”. O "dimensionamento" da violência é a proposta com a qual se conclui, anotando várias tarefas para democratizar a memória nicaraguense.
Recibido: 22 de abril de 2021; Aceptado: 15 de marzo de 2022
Resumen
En este artículo el autor busca abrir las discusiones respecto del papel del gobierno de Violeta Barrios de Chamorro (1990-1997) en la tramitación del legado de violencia en la revolución sandinista a fin de seguir generando explicaciones sobre la sistematicidad de la violencia política en el país y su peso en la democratización hasta la explosión civil de 2018. Para esto se analizan los diversos “discursos hábiles” del gobierno Chamorro a través de los cuales se instauró una memoria “encuadrada”, institucional. El “dimensionamiento” de la violencia es la propuesta con la que se concluye, anotándose diversas tareas para democratizar la memoria nicaragüense.
Palabras clave
memoria, justicia transicional, revolución sandinista, violencia política, Nicaragua.Abstract
In this article, the author seeks to open discussions regarding the role of the government of Violeta Barrios de Chamorro (1990-1997) in dealing with the legacy of violence in the Sandinista revolution in order to continue generating explanations about the systematic nature of political violence in the country and its weight in democratization until the civil explosion of 2018. For this, various “skillful speeches” of the Chamorro government are analyzed through which a “framed” institutional memory was established. Concluding with the proposal of “dimensioning” violence, making note of various tasks to democratize Nicaraguan memory.
Keywords
memory, transitional justice, Sandinista revolution, political violence, Nicaragua.Resumo
Neste artigo, o autor busca abrir discussões sobre o papel do governo de Violeta Barrios de Chamorro (1990-1997) ao lidar com o legado da violência na revolução sandinista para continuar gerando explicações sobre a natureza sistemática da violência política no país e seu peso na democratização até a explosão civil de 2018. Para isso, são analisados diversos “discursos hábeis” do governo Chamorro por meio dos quais se estabeleceu uma memória institucional “enquadrada”. O "dimensionamento" da violência é a proposta com a qual se conclui, anotando várias tarefas para democratizar a memória nicaraguense.
Palavras-chave
memória, justiça de transição, revolução sandinista, violência política, Nicarágua.Un país sumido en la violencia recurrente. Entre pactos y perdones
El 18 de abril de 2018 Nicaragua asistió a la explosión de una rebelión popular sin precedentes tras casi tres décadas de “democracia defectuosa” (Merkel, 2004). En respuesta a este alzamiento popular contra unas reformas neoliberales al sistema de seguridad social, el gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo ha desatado una violenta represión sistemática y generalizada también sin antecedentes en “el presente democrático” (ACNUDH, 2018, 2019; CIDH, 2020; GIEI, 2018).
“Abril” —así quedó marcado este sobresalto social en la memoria colectiva— es ante todo un innegable parteaguas. Se trata de un antes y un después entre la Nicaragua “segura”, “bonita” y “tranquila” previa a abril de 2018 y la otra, la del “terror”, “el miedo de hablar” y “el pánico” (Ramírez-Ayérdiz y Martínez, 2020); entre la sociedad antes adormecida y la contestataria, “autoconvocada”; entre el Estado de la violencia latente y el intensamente represor. Abril, en medio de la potencia traumática producida por el terror estatal, generó la impresión de vivirse a destiempo o en tiempos ya recorridos.
La violencia política siempre vuelve a Nicaragua ya sea ejercida por el Estado directamente o por las elites antidemocráticas con el Estado como escenario de disputa. Bataillon (1998), al respecto aduce que se inscriben en un “continuum” donde los enfrentamientos armados dan ritmo a la vida política (párr. 5-14). Un continuum sin el que no podría explicarse ni dar contenido a la historia nicaragüense.
La violencia retornante nunca ha sido suficientemente abordada por las dirigencias políticas del país sea cual sea el color o la orientación ideológica que ocupe el poder. Los grupos políticos, generalmente, en torno a un caudillo, han visto al Estado como el espacio para concretar proyectos de acumulación de poder, riqueza y cooptaciones de órganos hasta que sucede el siguiente quiebre por la elite política contraria, apoyada, casi siempre de forma tardía y conveniente, por parte del capital inconforme (Cortés-Ramos, et al, 2020, p. 47; Álvarez-Montalván, 2000; Pérez-Baltodano, 2008).
No obstante, el fin del somocismo y la “revolución suspendida” de abril de 2018, tienen características que se separan tanto de los acuerdos y pleitos entre elites: ha sido la población civil la alzada contra la injusticia buscando regular por sí el destino de Nicaragua. Sin embargo, la reacción del somocismo como la del ortega-murillismo ha sido cruel contra los manifestantes (Villacorta et al., 2018).
El gran parteaguas, entre tantos, es la revolución sandinista. En aquellos años de transformación, decía Bayardo Arce, entonces comandante de la revolución, la lucha, frente a todas las desigualdades, tenía que darse en el ámbito cultural, después de siglos de una población sometida a los dictados oligárquicos (Arce, 1982; Ministerio de Educación de Nicaragua, 1986; Whisnant, 1995). Sin embargo, abandonar las lógicas violentas de las elites como desafío, según Bataillon, no se logró con completitud. Paradójicamente, en la guerra contrarrevolucionaria, las partes continuaron con las prácticas elitarias violentas del pasado (1998, párr. 51-53).
Por otro lado, la revolución es especialmente relevante como quiebre con relación a su pasado precedente porque por primera vez el gobierno y sociedad enfrentaron el legado de violencia heredado, en esa ocasión, del somocismo. Así se aplicaron las entonces “novedosas” medidas de justicia transicional. Las estructuras de la represión somocistas fueron sometidas a intenso debate y escrutinio. Miles de guardias nacionales fueron juzgados y condenados (DPEP-FSLN, 1969/1984; Núñez de Escorcia, 2014; Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, 1979; Oettler, 2013; Vannini, 2014).
No obstante, este vis-a-vis con el pasado sufrió limitaciones sea por el reconocimiento parcial de de las víctimas del somocismo o por los exabruptos o “excesos” revolucionarios 1 . Exceso es un eufemismo acuñado en la postrevolución por parte de la exdirigencia sandinista, referido a graves violaciones de derechos humanos y el derecho humanitario sucedidas entre 1979 y 1990 (Oettler, 2013, p. 8).
Con una sociedad cansada ya en las postrimerías de la revolución y ya con una importante acumulación de “errores” en la guerra de agresión, los exabruptos —represión “de baja intensidad— del gobierno sandinista contra ciertos la prensa y políticos opositores y grupos étnicos. El fin de la contienda llegó no sin tensiones, y de la mano de viejas herramientas del pasado utilizadas para dar “borrón y cuenta nueva” a los errores de cada periodo violento: la amnistía y el pacto entre las elites.
Pactada la amnistía y reservadas las parcelas de poder para las dirigencias del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y en cierta medida para la Contrarrevolución, se dio la “difícil transición”, llamada así por Antonio Lacayo, el poderoso exministro de la presidencia del gobierno de Violeta Barrios de Chamorro. El gobierno postrevolucionario (1990-1997) asumió una política transicional sin justicia transicional, presionado por del fin de la guerra y por otro, como resultado de los acuerdos para “la gobernabilidad” con la dirigencia sandinista y la inquietante ausencia de presión internacional.
Esta transición que implicaba un portazo contra un pasado todavía vigente y por tanto de necesario abordaje, fue encauzado en un potente y habilidoso repertorio de discursos oficiales impregnados de símbolos religiosos y discursos de perdón y paz alrededor de la figura de Chamorro. La política transicional asumió una postura de superación del pasado, pero sin abordarlo activamente, “canjeando justicia por paz” (Teitel, 2003, p. 14).
Como se verá, esta transición promovió una forma de memoria compleja basada en la borradura del pasado en nombre de la reconciliación y de un profundo discurso de polarización y demonización de los actos del gobierno sandinista, pero con una astucia tal que, sin cuestionar profundamente al sandinismo, era mejor optar por paz frente a la guerra, democracia frente al totalitarismo, el perdón al conflicto, el olvido frente a la memoria, la apertura económica en lugar de la escasez marxista y la amnistía frente a la justicia. (Chamorro, 2015; Oettler, 2013; Pearce, 1999).
En el marco de búsquedas de explicaciones de la violencia política respecto del “pasado reciente” 2 en Nicaragua, este artículo contribuye a explicar cómo la falta de abordaje activo del pasado revolucionario por parte del gobierno transicional (1990-1997) con la ausencia de dimensionamiento de los usos de la violencia política en la sociedad, canceló la posibilidad de visibilidad, justicia y reparación para las víctimas periodo precedente. Una suerte de “encuadramiento” (Pollak, 2006) e institucionalización de la memoria de ese “pasado reciente”, donde concurren olvidos, perdones, silencios “no dichos” y referencias exiguas a la violencia que aún hoy buscan darle continuidad, es decir el otro lado del proyecto de las clases dirigentes, instalado por el gobierno de Chamorro respecto de esa memoria, el papel de esta en su tramitación y sostenimiento colectivo.
El autor busca encontrar nexos que expliquen cómo esa memoria “encuadrada” institucionalmente, que dejó sin tramitar ese “inmenso legado” de violencia política revolucionaria, tienen relación con la crisis sociopolítica de abril de 2018, con un Estado y un partido que niega su participación en crímenes y violaciones de derechos humanos, aunque investigados ampliamente por los órganos internacionales de derechos humanos. Además, el artículo busca abrir discusiones respecto de los discursos y el accionar del gobierno transicional (1990-1997), hasta ahora poco escudriñados debido al acompañamiento positivo de diversos sectores de la sociedad. El artículo concluye con algunas propuestas sobre las tareas pendientes del “dimensionamiento de la violencia política” tan urgentes para “destrabar” las memorias institucionalizadas.
Nicaragua en llamas. Un resumen del terror de 2018
El camino hacia 2018 y el quiebre de la democracia
Hasta 2018 la democracia nicaragüense se caracterizaba por la debilidad del funcionamiento de las instituciones políticas. Una democracia que nadó entre los pactos políticos de las elites dirigentes, la complicidad del gran capital y el peso autoritario del caudillismo (Álvarez-Montalván, 2000; Cortés-Ramos, et al, 2020; Pérez-Baltodano, 2008; Rovira-Mas, 2009).
Por su parte, la población azotada por la des-gobernanza neoliberal desde 1990, quedó arrinconada en una mimética democracia de audiencias, separada drásticamente entre las dinámicas políticas y las sociales, con pocos espacios para intervenir en las decisiones públicas —contrastante con la democracia de las masas de la revolución— (Ansaldi y Giordano, 2012). Así se asistió a una privatización de la política y lo político —extensión de la ola privatizadora de los bienes estatales y de la demolición de los mecanismos de bienestar— y a la profundización de la democracia como espacio exclusivo de las dirigencias y el gran capital (Cortés-Ramos, et al, 2020, p. 80), con apenas una apertura de esa exclusividad hacia la sociedad en modo de elecciones generales y municipales a veces fraudulentas (Cortés-Ramos, et al, 2020).
Si bien prevalecieron algunos espacios “de escucha” de la sociedad civil tecnocratizada y fragmentaria sobre todo a nivel municipal, estos se fueron cerrando desde el retorno del FSLN en 2007. El Frente sustituyó a la tecnocracia de las oenegés por la militancia y estructuras más disciplinadas, verticales y poco deliberantes (Baltodano, 2004; Serra-Vásquez, 2008). Esto resultó en una suerte de ficcionaria democracia directa con un acompañamiento desde el discurso estatal de “poder ciudadano”.
Después de tanta relegación, el 18 de abril de 2018 se quebró la democracia defectuosa. La rebelión, en cuestión de días mutó de bandera: de oposición a reformas neoliberales al seguro social hacia a una catarsis respecto de “[…] años de procesos institucionales y prácticas estatales que fueron coartando la expresión ciudadana, cerrando espacios, cooptando instituciones públicas y concentrando el poder en la figura presidencial compuesta por Ortega y Murillo” (GIEI, 2018). Las protestas viraron hacia “demandas revolucionarias” empezando por la dimisión del gobierno, quien respondió con un arrecio de la represión hasta tornarse generalizada y letal (Cortés-Ramos, et al, 2020, p. 85).
Precisamente, esta respuesta gubernamental inesperada fue el factor de quiebre de la democracia reciente y movió al país muy rápidamente a vivir en “una dictadura” altamente represiva. Una paradoja en el marco del proyecto histórico de cuño popular, de izquierda y revolucionario que el FSLN personificó hasta “abril” 3 . El uso arbitrario de la letalidad potenció la sensación de que esa ruptura fuera especialmente traumática, pues no solo se trataba de un Estado que abandonaba su posición de garante de derechos, sino de un partido al que la población consideraba como “esperanza de los pobres”.
El alero social de la crisis
Los alcances de la “crisis sociopolítica” de 2018 estremecieron a todos los sectores sociales desde su inicio por dos razones centrales. La primera por la rápida, espontánea y masiva participación de la población en una enorme oleada de 2068 protestas que comenzaron el 18 de abril y terminaron sofocadas abruptamente por la represión en septiembre, con algunos intentos frustrados de movilización en 2019 (Cortés-Ramos, et al, 2020, p. 79) 4 .
Abril de 2018 representó el fin de la supuesta sociedad adormecida, con la sorpresiva participación de miles de estudiantes universitarios, jóvenes trabajadores y desempleados, provenientes de los barrios menos favorecidos. Estas muchedumbres se denominaron a sí “autoconvocados”, que evidenció la falta —y el desgaste— de nexos con el tradicionalismo político. Por tanto, en abril empezó una “transición política”, una “primavera opositora” en pleno desarrollo y por ahora “inconclusa” (Cortés Ramos, et al, 2020, p. 93, 97; Villacorta, et al, 2018, p. 71).
La segunda razón, y que ayuda a entender por qué aún está vigente esta crisis cuatro años después de iniciada es la citada respuesta gubernamental hacia las protestas. En aproximadamente cuatro meses —entre abril y agosto de 2018—, la policía, con amplia cooperación de civiles, era responsable del 90 % de más de 328 ejecuciones extrajudiciales —incluidos 24 niñas, niños y adolescentes y 21 policías— 5 según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos [CIDH] (2020) y de la totalidad de otras violaciones de derechos humanos que configuraron un patrón de terror solo comparable con la dictadura somocista. Esta respuesta que dejó “horrorizada” a las entidades internacionales (ACNUDH, 2018) llevó al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes a considerarla como crímenes de lesa humanidad (GIEI, 2018, pp. 224-236), una de las peores conculcaciones del derecho internacional (Cortés-Ramos, et al, 2020, p. 257).
Los otros números son dramáticos: en un país pequeño de poco más de seis millones de habitantes, la CIDH logró documentar —tras seis meses en el terreno de sus misiones especiales—, más de 1200 personas presas políticas, 103 600 nicaragüenses huyeron a países vecinos y más de 90 periodistas y trabajadores de la comunicación exiliados. La CIDH en su informe de 2020 “[…] constata el mantenimiento de un estado de excepción de hecho, a través de un Estado policial que mantiene suspendidos o severamente limitados derechos fundamentales […]” (2020).
Pero ¿qué tiene que ver la actual crisis sociopolítica con la “heurística del olvido impuesto” desde 1990 (Sprenkels, 2017)? ¿Por qué si el país se había “reconciliado” y “pacificado” en 1990 la violencia volvió? ¿Tuvo consecuencias en la democracia? ¿Cómo un abordaje amplio del legado inmenso de violencia política podría reconfigurar y desandar la “memoria” institucional instituida por el gobierno transicional?
El momento clave desaprovechado: la transición de 1990
Al gobierno transicional de Violeta Chamorro le correspondió un escenario político, económico y social complejo. El alto al fuego acordado entre las partes en conflicto de la guerra de agresión —la Contrarrevolución y el Ejército Popular Sandinista— financiada por Estados Unidos fue la principal promesa electoral de campaña de Chamorro (Arévalo, 2007, p. 47; Monroy, 2001; Pérez-Baltodano, 2008, p. 611). La pacificación fue el énfasis de trabajo del gobierno transicional, o sea, “la concertación y reconciliación nacionales” (González, 1992, p. 67).
No obstante, frente a este difícil escenario estaban presentes, por un lado, el abordaje, la determinación y el cuestionamiento de la etapa revolucionaria, en especial, con relación a los hechos no tan heroicos que sucedieron en el marco de la guerra y, por otro, consecuentemente, la indagación de la violencia, sus responsabilidades, víctimas y efectos en la sociedad posrevolucionaria.
La pacificación implicó prácticamente el fin del conflicto inter-partes sobre la base de una controvertida reinserción de los combatientes del Ejército Popular Sandinista (EPS) a la vida civil y los alzados de la Resistencia Nicaragüense o Contrarrevolución (en adelante, “la Contra”) y la incorporación de la dirección superior de esta última al gobierno (Arévalo, 2007; Chamorro, 2015; Martí i Puig, 1998). La dirigencia militar sandinista quedó mayormente integrada a un ejército que progresivamente fue profesionalizando, cuyo punto de partida fue la Ley del Ejército de 1994 y la institucionalización de su apoliticidad en las reformas constitucionales de 1995.
La desmovilización, entrega de las armas y reinserción social —pacificación— así como el perdón legal absoluto —amnistía—, más la reinserción de las elites militares y políticas en pugna a la vida política —reconciliación— fueron los mecanismos estatales para desplazar el deber ético de enfrentar y hurgar activamente el pasado revolucionario/contrarrevolucionario. Pese a que el contexto posrevolucionario hacía difícil aplicar medidas transicionales sobre todo relacionadas con justicia —por el peso de los acuerdos entre elites—, no fueron adoptadas otras medidas viables que podían poner en el escrutinio público los usos y abusos de la violencia política en la guerra para que emergieran los rostros de las víctimas (Núñez de Escorcia, 2014). Cuestión paradójica en aquel contexto donde:
Si bien la segunda transición a la democracia ocurrió en un momento de creciente conciencia a nivel global sobre las problemáticas de las políticas del pasado (transitional justice), en la Nicaragua pos-sandinista no hubo una política proactiva de enfrentar el pasado a través de comisiones de investigación o procesos judiciales (Oettler, 2013, p. 8. Énfasis en original).
Medidas ya existentes como comisiones de la verdad o de esclarecimiento, como en el caso argentino, guatemalteco o salvadoreño en el marco de la llamada “tercera ola de la democratización” (Amadiume y An-Na’im, 2000; Barahona de Brito, González-Enríquez y Aguilar, 2001; Elster, 2004; Hungtinton, 1991; Minow, 1998; Neier, 1998; Oettler, 2013) no fueron promovidas por el gobierno de Chamorro. En Nicaragua, al mismo tiempo el gobierno transicional articuló una memoria fuerte, institucionalizada y “encuadrada” (Pollak, 2006) en una retórica reconciliadora, compleja en su conformación pues incluyó una “la heurística del olvido impuesto” Sprenkels (2017) en torno del conflicto y sus víctimas. El gobierno transicional logró paulatinamente hegemonizar su proyecto de memoria, sintetizando perdón, silencio y olvido, acompañado fuertemente por diversos sectores de la sociedad. Sin embargo, la memoria instituida en 1990 no solo hace referencia a silencios impuestos: también a recuerdos no tramitados colectivamente, silencios no dichos y otras dinámicas colectivas enmarcadas en la “reconciliación y pacificación nacional”.
El Estado nicaragüense de 1990 inmerso en el “lenguaje seductor de la transición” (Theidon, 2009, p. 295, citado en Oettler, 2013, p. 13), al que se sumaron tanto sandinistas como contras ya sumergidos en el “amalgamamiento de las elites” y la “consolidación inclusiva” (González, 1992, p. 69), pudo tener su explicación en la necesidad de no remover más el pasado ni hacer referencia concreta a él como garantía, paradójicamente, de “volver a la guerra o a la represión estatal” (Teitel, 2003, p. 14). A pesar de “el imperativo ético del tratamiento del pasado” tras la Segunda Guerra Mundial, Oettler resalta que “en los años 90, en el marco de las transiciones de la guerra a la paz negociada, las elites tenían la tarea de enfrentar, de una manera u otra, el legado de violencia masiva” (2013, p. 8).
Los sandinistas, con el peso enorme de la legitimidad internacional de su causa enfrentando una guerra de agresión imperialista, si bien derrotados en 1990 electoralmente, en términos históricos salieron victoriosos. Este peso incuestionable fue lo suficientemente sólido como para llevar hacia lo colateral la discusión de cualquier efecto desproporcionado que el ejército o el gobierno hubiera cometido (Núñez de Escorcia, 2014; Oettler, 2013, p. 20).
Desde la otra acera, la simpatía a veces indisimulada de sectores afines a la presidenta Chamorro con la causa contrarrevolucionaria, además de su eco aún legítimo sobre todo en el campesinado, llevó a los dirigentes Contra a justificar su participación en la guerra y la mejor opción: el olvido. Así, en la insipiencia de la pacificación, reconciliación y el respeto de “las razones” de cada bando bélico, se configuraron los relatos respecto de no tocar el pasado en la etapa transicional los que pasaron a ser el principal eje gravitacional de esta memoria compleja posrevolucionaria, que no solo incluyó el silencio “puro”, sino relatos “hablados” y “acompañantes” de aquel, dirigidos hacia la sociedad desde el poder institucional.
Sin embargo, la instalación de estos relatos fueron generando efectos y discursos concretos, unos inmediatos, mitificados y hábilmente construidos en beneficio del gobierno neoliberal de Chamorro para instalar hasta hoy la potente noción “canónica” de “transición pacífica” (Baby, 2018, p. 21) y otros de más largo plazo, interrelacionados y compartidos tanto por las ex elites beligerantes como por el gobierno transicional, sobre la necesidad del “borrón y cuenta nueva” (Oettler, 2013).
Nosotros consideramos que una de las tantas maneras de explicar la ausencia de medidas de justicia transicional luego de la revolución se pueden encontrar analizando los discursos “hábiles” del gobierno transicional (1990-1997) y la complicidad de las elites en su consolidación. Esta consolidación de la memoria posrevolucionaria tuvo efectos en el “dimensionamiento” de los usos políticos de la violencia en Nicaragua, en el difícil y anquilosado proceso de democratización y, posiblemente, en su desenlace reciente, la crisis sociopolítica iniciada en 2018.
Una transición sin justicia transicional (1990). Sus mitos fundantes y repercusiones en la memoria colectiva
La “reconciliación nacional” pactada
La consolidación de la memoria compleja respecto del pasado bélico revolucionario/contrarrevolucionario iniciada por el gobierno transicional neoliberal de Violeta Barrios de Chamorro (1990-1997) se materializó a través de actos concretos ni bien empezado, por ejemplo, con el respeto y la convalidación de la amnistía general dictada en los últimos días de la revolución, la permanencia de la dirigencia militar sandinista en el ejército y la aprobación de la inmensa repartición ilegal de los bienes del Estado hecha por la cúpula sandinista conocida como “la Piñata”, “un acto de rapiña”, que costó unos 2,200 millones de dólares al erario (Cruz y Navarrete, 2021).
Se trató de un contubernio pactado en el que el gobierno de Chamorro “obtuvo cooperación del FSLN para facilitar la operacionalización de su proyecto de transición” facilitado por el antisomocismo en común del chamorrismo y el sandinismo (Pérez-Baltodano, 2008, pp. 671). Estos actos, algunos corruptos otros erráticos, perdurarían como discursos potentes que otorgaron a la democracia nicaragüense una validación fundacional. De algunos de estos discursos se ocupará este apartado.
Para el gobierno neoliberal pacificación y apertura del mercado fueron los dos ejes clave de la transición, en el contexto emergente de “un discurso dinámico que yuxtapuso e incluso sacrificó el objetivo de la justicia por la meta más modesta de la paz” (Teitel, 2003, p. 14). Barrios sintetizó en 1991 que “[…] un compromiso es y seguirá siendo, la consolidación de la paz el fortalecimiento de las instituciones democráticas y el ordenamiento de nuestra economía” (Chamorro-Barrios, 2012, p. 256).
El aura mítica de “doña” Violeta, “la madre de todos los nicaragüenses”
Sobre las propuestas electorales de Chamorro de poner fin definitivamente a la guerra entre sandinistas y contras había que perdonar y sepultar el pasado —racionalidad central de la pacificación transicional— se edificaron una serie de potentes discursos tendientes a la sobredimensión y a la mitificación de los alcances transicionales.
Esta mitificación fue el resultado tanto de una mezcla de condiciones históricas como de la figura construida hábilmente sobre la presidenta Chamorro, “la reina-madre” (Pallais, 1992), incluso desde su campaña electoral a fin de llegar a una sociedad inclusive hoy profundamente cristiana. En un país agobiado por la guerra emergió la figura de Violeta como “heredera” de la gesta política de su esposo, el periodista Pedro Joaquín Chamorro asesinado por la dictadura somocista. Ella encarnó una imagen con aplomo simbólico-religioso, venida en “madre de todos los nicaragüenses” fundamental para su victoria y para sus relatos gubernamentales en los que otorgaría la salvación, la paz y perdón tan anhelados 6 .
Pérez-Baltodano (2008) describe que en su campaña “doña Violeta” —como se la nombra no por su edad, sino por su extracción oligárquica— se “proyectó ‘subliminalmente’ […] como una representación de la Virgen María” (p. 673). El autor anota que “la frágil viuda de pelo plateado apareció en un vehículo blanco que guardaba un gran parecido con el ‘Papamóvil’” (Pérez-Baltodano, 2008, p. 673). Veintidós años después de la asunción de Violeta, su hija Cristiana —actual presa política del gobierno sandinista— en un controvertido libro denominado La democracia de Pedro Joaquín y Presidenta Violeta B. de Chamorro (2016) expresó que la historia de su padre y su madre son “la misma historia de Nicaragua” 7 . Sobre esta hipérbole Fernández-Ampié (2014) anotó que si bien:
[…] se respalda en el destacado papel que ha jugado dicha familia en la política nicaragüense, en cierta forma podría ser interpretada también como una pretensión de privatizar la historia del país. Pues, por otra parte, es una aseveración que también podría ser reclamada por familias que no cuentan con apellidos tan reconocidos, como los habitantes de la costa Caribe, los miembros de las comunidades indígenas o los sectores populares urbanos. ¿Acaso la historia de Nicaragua no es también una historia de represión, de saqueo, de despojo y explotación? ¿Y quién más ha sufrido despojo y explotación que los sectores subalternos? (p. 59).
Un elemento central para analizar cómo Violeta y su gobierno ganaron esta “aura” es que su elección se dio en la etapa del fin “socialismo realmente existente” en el que se circunscribió el fin de la revolución por su afinidad al marxismo. Otro elemento es el triunfo efervescente de los repertorios éticos neoliberales. Por tanto, este gobierno no era cualquiera, se inscribió en la línea no de los sucesores de las dictaduras de derecha latinoamericana; tal vez era más cercano a las experiencias de Europa del Este, con un cambio “absoluto” en todos los órdenes.
Así los sectores empresariales en el gobierno transicional aprovecharon este aire místico y mágico para imponer un programa políticamente conciliador y económicamente neoliberal, sin que esto les hiciera comprender los retos de la transición misma respecto de la memoria, la verdad y la justicia (Pérez-Baltodano, 2008, p. 681).
El discurso controvertido de la democracia y la transición “instaladas” por el gobierno Chamorro
Las elites políticas –gobierno, sandinistas y contras- buscaron darle fuerza y legitimidad al discurso de impulsar el carácter originario, definitivo e irrevocable de la transición, es decir como momento dado y concreto y no como proceso progresivo, en simultaneidad con la democracia, la devolución de la paz y la reconciliación. Fernández-Ampié, dice que “[r]esultan evidentes dos elementos: el primero es que la transición a la democracia se presenta como si se tratara de algún milagro, como un acto de magia generado a partir de la victoria electoral y posterior toma de posesión de Chamorro […]” (2014, p. 53). En este juego discursivo, el gobierno transicional salió “ganador” en la opinión pública al beneficiarse de los efectos abruptos de darse a sí mismo el gran papel de que logró la paz.
“La democracia originaria” fue parte de una estrategia del gobierno transicional de contraponerse a sí, por su cuño neoliberal, como democracia per se frente a la “dictadura totalitaria” revolucionaria. El “retorno de la República” 8 , pregonado por Chamorro, queda en entredicho si se da crédito a que la transición por “desplazamiento”, como la democratización comenzaron, en realidad, con la caída del somocismo (Rovira-Mas, 2009, p. 7). Con todo, el recuerdo del carácter marxista del gobierno sandinista y el esfuerzo por ubicar al gobierno de Violeta “por encima del bien y del mal” (Pérez-Baltodano, 2008, p. 673) y de la política misma, dejó calar el mito de que 1990 fue una transición que instaló una democracia que antes no existió (Fernández-Ampié, 2014, Ansaldi y Giordano, 2012, pp. 501-512; Oettler, 2013, p. 21).
El discurso originario de la democracia quedó reforzado por la adhesión del FSLN a las nuevas reglas liberales de la política y el abandono progresivo de su “proyecto histórico” (Rovira-Mas, 2009, p. 10). “Nuevas reglas” articuladas desde elites del gran capital representadas en el gobierno Chamorro, después de ser relegadas por el último somocismo y la revolución.
El mito del gobierno “inocuo”
Del discurso general de la democracia originaria se desprendió el que consideraba que el gobierno no estaba agenciado por políticos sino por tecnócratas y, por tanto, esta democracia era “pura”, “etérea” y no corrompida por los excesos del sandinismo y el somocismo. Se transmitió a la sociedad de forma efectiva esta noción de pureza política —incluso pasando por alto la debacle económica y el enriquecimiento acelerado de los grupos económicos representados por Violeta—. Paradójicamente, antes de haber asumido el gobierno, Chamorro ya se sumaba a la histórica y corrupta práctica de las elites políticas de pactar cuotas, reservas y estabilidades del poder, por ejemplo, con la firma del Protocolo de Transición del Poder Ejecutivo, el 23 de marzo de 1990. González (1992), explica que el protocolo “visto con cierta perspectiva temporal, fue, asimismo, el inicio de una peculiar fórmula de consenso entre la presidenta electa y su equipo de asesores y el FSLN” (p. 65).
El equipo de la presidenta electa se comprometió mediante ese protocolo a respetar el control militar sandinista del ejército y a convalidar “La Piñata”. Este episodio fue una “repartición enorme de tierras e inmuebles por parte de la elite dirigente sandinista” (Oettler, 2013, p. 19) antes de dejar el poder. Es considerada por Rovira-Mas como el proceso de acumulación originaria de la cúpula revolucionaria, hoy rica (2009, p. 19).
La permisibilidad de Chamorro de un acto de tamaña inmoralidad sin haber asumido el poder, evidencia de que ella y su “equipo” —término usado en lugar de gabinete para reforzar el carácter apolítico de su gestión neoliberal—a pesar de la pretendida inocuidad, transparencia y honradez controvertidas, continuó viendo al Estado como un botín al igual que ataño por los sectores tradicionales, incluido al somocismo. Rovira-Mas (2009) realiza dos acotaciones importantes respecto de los terribles efectos del pactismo:
El pactismo de esta naturaleza entre cúpulas políticas quizás sea el rasgo más prominente y con mayores consecuencias que posee la cultura política nicaragüense. Es un peso del pasado que le ha sido heredado a la democracia representativa vigente […] En todos [los pactos] la cuestión central fue de cómo repartirse el poder, de cómo perdurar en él ajenos a la competencia democrática libre y de resultados inciertos y cómo despojar metódicamente, institucionalmente, de recursos y posibilidades al Estado percibido como botín, en perjuicio de la sociedad. (pp. 18-19)
Pero detrás del discurso de un gobierno, dirigido por una mujer religiosa “devenida en santa” (Álvarez-Montalván, 1991 en Pérez-Baltodano, 2008, p. 673), supuestamente “empíreo” por encima del bien, del mal, las ideologías y las peleas políticas idiosincráticas, permaneció no declarado un deliberado disciplinamiento social de corte paternalista/autoritario que buscó la aceptación indiscutida de las decisiones gubernamentales porque estas, al no venir de políticos tradicionales, eran buenas y justas. Este paternalismo también buscó la aceptación sin resistencia de la perspectiva institucionalizada de memoria porque el gobierno sabía que esto “era bueno” para la democracia que él mismo había fundado.
Una pacificación más bien violenta, idealizada
El gobierno de Chamorro se auto atribuyó una gesta pacificadora casi automática y definitiva que ignoró los esfuerzos de las partes en la guerra de agresión y de la iniciativa regional centroamericana: los Acuerdos de Esquipulas, 1986-1987 (Fernández-Ampié, 2014).
La pacificación absoluta no fue tan así. Ni bien se había secado la tinta de las firmas en el Acuerdo de Alto al Fuego entre los sandinistas y la contra, el Protocolo de Transición del Poder Ejecutivo y el Protocolo de Toncontín —todos en marzo de 1990— mediante el que las dirigencias en pugna y los delegados de Chamorro acuerdan la desmovilización, sucedieron una serie intensa de levantamientos y reaparición de grupos armados de excombatientes de todos los bandos. Estos exigían la “reinserción” social por la que se entregarían tierras, créditos, preservación de la seguridad de ellos y sus familiares y provisión de servicios básicos. El incumplimiento estas promesas, dice Martí i Puig (1998), manifestó “la irresponsabilidad política y moral de las élites” (p. 1).
El gobierno de Chamorro más bien estuvo marcado por una enorme descomposición social que continúo en el siguiente gobierno con poco más de 150 000 desmovilizados en situación de carencias (Martin i Puig, 1998). Las tomas de ciudades, el control de zonas por realzados y los más de mil personas asesinadas hasta 1998 producto del descontento por la ilusoriedad de la reinserción, al que el gobierno respondía con la “retórica democrática” (Martí i Puig, 1998, p. 1), echa por tierra el mito de la “pacificación absoluta”. Martí i Puig (1998) inserta un análisis sobre el cumplimiento de la “reinserción” realizado por el gobierno, excontras y excombatientes sandinistas concluyendo que:
Sólo se había cumplido con el retiro de las tropas de la RN [Resistencia Nacional] de sus antiguos cuarteles […] dicha evaluación mostró que el proceso de reinserción no tenía una base sólida y que el intento de pacificar el campo por la vía del desarme, de la cooptación de los cuadros contra, y de la adjudicación de las tierras sin una previa estrategia global con el resto de políticas implementadas por el mismo gobierno, estaba destinada al fracaso. (p. 4)
La violencia política se trasladó inmediatamente a las relaciones sociales, manifestada en fenómenos como el aumento de los delitos relacionados con las desigualdades de género, el pandillerismo y otras expresiones violentas que azotaron al país en la década de 1990. Este traslado pudo estar conectado con una ausencia del Estado en impulsar medidas amplias para sanar las profundas heridas colectivas (Rocha y Rodgers, 2008, p. 94).
Sin embargo, Violeta expresaría en 1992 su visión respecto de la pacificación desde una realidad distante de la crudeza de la violencia en su mandato:
Cada arma entregada, es una oportunidad de producción y una seguridad de libertad. Cada arma que se cae en la fosa es un nicaragüense que deja el subdesarrollo y comienza elevar su nivel de vida. Cada arma que se entrega es una victoria del diálogo sobre la violencia y de la cultura de la vida sobre la cultura de la muerte (Chamorro-Barrios, 2012, p. 270).
El mito de la sociedad pacificada, sin que se hiciera un esfuerzo desde los discursos oficiales por analizar la violencia provocada por los realzados y por la ola continuada en y contra de los sectores más empobrecidos, era funcional al pacto entre las elites políticas de no abordar abiertamente el pasado sandinista. El gobierno fue altamente represivo contra estos sectores con el consentimiento sandinista, en el marco de una nueva concepción de las elites como portadoras de progreso en oposición de la plebe barbárica (Martí i Puig, 1998, p. 8).
Cambiando justicia por un engañoso progreso económico
Finalmente, el discurso mítico del “despegue del progreso” camino al desarrollo fue otra de las grandes narrativas que propiciaron un ambiente de polarización entre volver a la guerra o el empleo y la estabilidad económica. Las palabras de doña Violeta son explicativas respecto de estas antítesis entre guerra o estabilidad económica: “al enterrar los fusiles, enterramos el trauma de la guerra […] enterramos también el trauma de la hiperinflación” (Chamorro-Barrios, 2012, p. 274).
El gobierno transicional se caracterizó por una severa liberalización del mercado marcada por la fiebre privatizadora, con aceptación acrítica de las directrices del FMI/BM (Pérez-Baltodano, 2008, p. 680). Esta adhesión acrítica quedó expresada en una alocución en 1992 del entonces exviceministro de economía y desarrollo:
Nuestro presidente [sic], doña Violeta Chamorro, expresó claramente la necesidad de enmarcar la actividad económica de Nicaragua en un modelo económico que permita al mercado operar libremente y compensar por las imperfecciones de ese mercado, vía poder redistributivo que el Estado tiene a través de los impuestos y el gasto público […] a aquellos sectores que por razones propias del subdesarrollo en que se encuentra Nicaragua, quedan excluidos del mercado y de los beneficios que a sus actores este produce (Deshón, 1993, p. 10, citado en Pérez-Baltodano, 2008, pp. 680-681).
La extenuación económica del Estado por la venta de sus bienes fue de mayor envergadura que en otros países de la región pues el gobierno sandinista, a pesar de “La Piñata”, había dejado al gobierno transicional importantes recursos y empresas, muchas confiscadas a la familia Somoza, allegados y otras familias de gran poderío económico. Doña Violeta hablaría de la fiebre privatizadora en 1995: “Desde 1991 […] tres cientos cincuenta empresas públicas que constituían cerca del 30 % del producto interno bruto han sido privatizadas” (Chamorro-Barrios, 2012, p. 275).
La apertura del mercado costó muy alto a la población nicaragüense con un 70 % en desempleo en casi todo el periodo como resultado de la severidad de los programas de “estabilización” y “ajuste”. Violeta, desde una realidad que parecía no importar que las medidas de ajuste estructural provocaban pobreza y desempleo, llamaba en 1992 a la población a “trabajar más”: “Dediquemos este año al trabajo. Jamás vamos a salir adelante como nación sino trabajamos más que antes y más que los demás. Jamás vamos a tener una Patria grande como la soñó Darío, Sandino y Pedro Joaquín, sino somos capaces de sacrificarnos por ella” (Chamorro-Barrios, 2012, p. 281).
A pesar del bloqueo económico que vivió el país en la etapa revolucionaria, fue en la era del “progreso” neoliberal donde el desarrollo humano descendió, además de otros indicadores, el hambre, la mortalidad infantil y materna. Elegir entre el progreso y las colas de racionamiento alimentario revolucionario fue un relato, una falsa contradicción que el gobierno transicional sostuvo como una de las tantas garantías para dejar el pasado silenciado. Fernández-Ampié lúcidamente apuntala al respecto:
Por esto resulta muy pertinente la pregunta que hace Torres-Rivas en el texto ya citado: ¿a más democracia más pobreza? Volviendo al caso nicaragüense pareciera ser que sí, si tomamos en consideración que durante los años del gobierno de la señora Chamorro, cuando según el discurso que hemos venido comentando, se instaló la democracia en Nicaragua, el 43.6 % de la población en áreas urbanas vivía en condiciones de pobreza extrema. En algunas zonas rurales, la cifra representaba al 78 % de la población. Los más perjudicados por esta situación eran los niños, hecho representado en el incremento de la mortalidad infantil que alcanzó la cifra de 60 por mil nacidos vivos (2014, p. 63).
La reconciliación como heurística transicional
Los posteriores gobiernos, con estos discursos ya transformados en heurísticos de la transición, sirvieron para instalar una interpretación del pasado vinculado más al retorno del miedo de la guerra y la debacle económica, que a las víctimas del periodo que se intentaba demonizar. Quizá el discurso de mayor inoculación y que subsumió a los demás fue “la reconciliación”. Esta palabra se convirtió en sinónimo de paz-no bélica y adquirió una fuerza renovada antes de que el FSLN retornara al poder y en su primer gobierno en el siglo XXI (2007-2011). Teitel (2003) respecto del “proyecto de verdad y reconciliación” dirá que:
Extrajo la mayor parte de su discurso normativo desde fuera del derecho, especialmente desde la ética, la medicina y la teología. Su propósito no era meramente la justicia, sino la paz, tanto para los individuos como para la sociedad como un todo […] La mezcla evidente de lenguaje legal, político y religioso, reflejó tanto la arrogancia como la limitación del derecho (p. 14).
El otro lado del discurso de la reconciliación, el despliegue, por ejemplo, del silencio respecto del pasado como forma de memoria se hizo a cambio del “perdón” entre los nicaragüenses y entre estos y su Estado, sin tener claramente en cuenta qué perdonar ante el vacío público respecto de los hechos que pasaron a formar parte de esa reconciliación nacional. Por esto es por lo que este silencio/olvido impuesto como principal elemento de la memoria sostenida desde el Estado y por las elites políticas hacia la herencia violenta en tiempos de la revolución puede ayudar a explicar a los vaivenes de la dirigencia política del país, quienes, entre 1990 y 2018, navegaron entre los pactos y arreglos corruptos a espaldas del grueso popular.
Cuestionar la legitimidad de la violencia y sus usos para abrir el pasado
El olvido y sus relatos de “por qué olvidar” la violencia revolucionaria/contrarrevolucionaria, dejó en la sociedad —o en una parte de ella— una noción muy asentada de que la violencia siempre es un recurso posible. Por ello es por lo que el camino de la democratización defectuosa asumida por los sucesivos gobiernos desde 1990 ha estado vaciada de una memoria que persiga la “elaboración activa del pasado”.
La falta del cuestionamiento estatal de la violencia pasada (Stern, 2011), evidencia la falta de una sociedad que debate crítica, abierta e informada a las antiguas y nuevas elites involucradas en el silencio ante la guerra de agresión, la gestión del gobierno revolucionario y sus excesos. Un debate profundo sobre el dolor causado por la guerra y la responsabilidad de sus dirigentes pudo haber gestado en la clase política nuevas reglas y otros estándares para la reorganización de las dinámicas democráticas incluida una renuncia definitiva a la violencia como lenguaje y práctica política (Berinstain, 2005; Bataillon, 1998).
Es menester el cuestionamiento crítico del papel FSLN en los años de la consolidación de la democratización (1990-2001). La ausencia de este debate colectivo impidió en aquellos años que en el seno del FSLN se produjera la renuncia definitiva de la violencia como herramienta incluso en situaciones donde su uso no fue legítimo. Esto contrasta con la renuncia explícita del Frente respecto de su “proyecto histórico” popular y revolucionario y su consiguiente amoldamiento al juego de la democracia liberal abierto por el gobierno transicional (Rovira-Mas, 2009).
De hecho, en los dieciséis años de oposición del FSLN (1990 y 2007) si bien movilizó a su militancia al apoyo de causas sociales en momentos de graves ajustes estructurales perpetrados por los gobiernos neoliberales, en estas movilizaciones el recurso de la violencia está pendiente de ser estudiado. No obstante, espaldas de militancia movilizada, el Frente consintió casi siempre las medidas neoliberales a fin de no perder ni la influencia política ni sus extensos negocios rentables.
En consecuencia, las filas sandinistas, compuestas en un gran grueso por exguerrilleros, excombatientes y exmilitares, conservaron la violencia como vocación ante la ausencia del reproche social, sino ¿cómo se puede explicar que miles de civiles/militantes del FSLN se sumaran al gobierno en el grave aplastamiento de las protestas sociales de 2018 aunque fueran crímenes de lesa humanidad?
Sobre este aspecto se piensa que el trabajo pedagógico de una memoria que controvierte a la opción de la violencia como uso siempre presente a causa del pasado de un país marcado por la guerra era necesario a fin de cambiar las matrices históricas de violencia política de las que habla Bataillon (1998) respecto al caso nicaragüense. El cuestionamiento público del pasado que pudo implicar en si un trabajo pedagógico en las posteriores generaciones de rechazo no se dio en Nicaragua.
La inconmensurabilidad de la respuesta represiva del gobierno contra los manifestantes de abril de 2018 está conectado con esta vocación y uso sistemático de la violencia política, en este caso, estatal no controvertida en el pasado. El argumento central para perpetrar la represión por el gobierno Ortega-Murillo es ser víctima de “un golpe de Estado” (Villacorta, et al, 2018), negando oficialmente cualquier responsabilidad en la violación de derechos humanos perpetrada por las fuerzas de seguridad, pero ampliamente aceptadas como legítimas y necesarias por la militancia del FSLN.
Ante el Estado que no asume su responsabilidad en los crímenes de lesa humanidad y actos posteriores a 2018, notamos un desplazamiento de la memoria “institucional” desde 1990, y se agrega el elemento negacionista. El proyecto de memoria impulsado desde el Estado post abril ha recurrido al negacionismo, paradójicamente, a fin de no perder el hecho/discurso fundacional de la democracia nicaragüense: la paz. “Nicaragua quiere paz” fue un eslogan que se usó profusamente en las instituciones públicas a partir de 2018. Una paz emparentada con la del gobierno transicional: violenta y mitificada.
La cuestión de la postergación de las víctimas de la etapa revolucionaria
Desde el inicio de la revolución (1979), la cuestión de las víctimas y quienes lo eran fue compleja. Si bien los sandinistas ejercieron una profunda tarea por visibilizar, abrir el debate público y juzgar los crímenes del régimen somocista, es probable que el estatuto de víctima haya pasado a un muy segundo plano ante el peso de los héroes y de los mártires asesinados por las huestes somocistas. El papel heroico que refiere a la gesta —conectada también al tono ideológico que asumió el gobierno revolucionario— invisibilizó al de la víctima, cuyo estatuto refiere a una dimensión más centrada en la persona, sus derechos y el contexto comunitario.
Este énfasis en el héroe o el mártir guerrillero —que también fue víctima— es notorio en un país lleno de monumentos conmemorativos (Vannini, 2014). Más los relacionados con estas víctimas anónimas escasean. Esta misma actitud asumió el gobierno revolucionario con relación a las y los desaparecidos ya sea del periodo somocista o de su propia gestión en el marco de la guerra de agresión.
El drama que vivió la Asociación de Madres de Familiares de Secuestrados y Desaparecidos de Nicaragua (AMFASEDEN) que “manejó documentación precisa de 867 personas secuestradas por la Resistencia y tuvo información confiable de otros 5 mil casos” (Fernández, 1993) entre 1989 y 1990 no fue tomado en serio ni por el gobierno revolucionario ni por el de transición o por el sandinismo ya como oposición política. Rápidamente, la cuestión de los desaparecidos de la guerra quedó en el olvido. De hecho, a diferencia de otros países de la región, como Argentina, que constituyeron plenamente a los desaparecidos como víctimas, el Estado de Nicaragua hizo caso omiso.
Adicionalmente, es necesario señalar otros episodios. Los excesos del gobierno en el reclutamiento de jóvenes para el Servicio Militar Patriótico son un asunto pendiente de indagar, lo mismo que “las graves violaciones al derecho internacional humanitario” que, por ejemplo, Vilma Núñez de Escorcia (2014), exvicepresidenta de la Corte Suprema de Justicia de la revolución, explica fueron cometidas por ambas partes en el campo de guerra, incluido la violación sexual de mujeres o la quema de comunidades enteras cercanas a los enfrentamientos.
Asimismo, otro episodio latente y uno de los más emblemáticos a fin de considerar a sus víctimas es el episodio denominado “Navidad Roja”. Esta fue una operación militar de grandes proporciones que consistió en el reasentamiento forzado de miles y ejecución de decenas de comunitarios indígenas en su mayoría miskitus en el Caribe Norte en diciembre 1981 ante la amenaza de la influencia de la Contra en esta región (CIDH, 1983).
La acción militar de reasentamiento se dio en el marco del histórico desconocimiento por el Estado nicaragüense de las particularidades históricas, políticas, lingüísticas, étnicas y culturales de una región que fue anexada de manera forzosa en 1894, después de siglos de influencia inglesa. Las tensiones entre el Estado nacional y las comunidades indígenas del Caribe aún no están resueltas del todo (Hawley, 2003; Vilas, 1990, pp. 275-300).
Si bien se puede anotar otros episodios, la mayoría aún no están ni siquiera suficientemente hurgados o documentados a causa del poco interés del gobierno transicional por visibilizar a las víctimas o establecer una comisión de la verdad. Atingente, Oettler expresa que “en general, la falta de estadísticas fiables ha hecho imposible, hasta hoy, describir el balance de las víctimas mortales con exactitud” (2013, p. 21).
La oportunidad para el abordaje inmediato de estos problemas a través de la memoria y la verdad, sobre todo, la determinación y reparación de las víctimas —ya que la justicia era mucho menos probable a causa de las leyes de amnistía— no fueron posibles, además, por la debilidad de la sociedad civil post-revolución (Sprenkels, 2017) —la que se fue constituyendo por ex militantes y funcionarios sandinistas de todos los niveles lo que permite deducir de algún modo por qué no presionó esa sociedad civil incipiente por memoria, verdad y justicia—. Hubo también una notoria ausencia de presión internacional sobre todo de la ONU y la OEA en estos procesos como si lo hicieron en El Salvador y Guatemala. Oettler (2013) observó:
Sin embargo, en contraste con los demás países centroamericanos, en Nicaragua no hubo un fuerte movimiento de derechos humanos ni una ola internacional de reivindicaciones de justicia. Hay que subrayar que la especificidad de la situación nicaragüense radica en el apoyo significativo estadounidense a la contrarrevolución (p. 20).
El desafío social de “dimensionar” la violencia política
Cuando hablamos de “dimensionamiento” de la violencia, no se alude a un mero conocimiento exhaustivo de los hechos ni a currículos educativos, pues, como argumenta Nader (2010) la enseñanza sobre los procesos traumáticos no es pedagogía de los derechos humanos. Primeramente, este acto se refiere a asumir la “transmisión” activa de aquellas memorias “olvidadas” o “silenciadas” por las generaciones que vivieron, presenciaron y sufrieron episodios de graves violaciones de derechos humanos (Rousso, 2002; Yerushalmi, 1998).
La transmisión activa podría producir esa anamnesis y ese “retorno de lo reprimido” (Traverso, 2007, p. 44): la reaparición de nombres, de eventos, de lugares y de periodos que están en segundo plano con relación a la etapa revolucionaria (Pollak, 2006). O sea, hacia una necesaria recuperación del “olvido” (Yerushalmi, 1998, p. 21).
Este cuestionamiento de la revolución, que no será ni homogéneo ni unívoco, y entre detractores y promotores, será necesario asumir una “memoria contestataria” frente a la memoria oficial, “auto interesada” —habla Stern—. Entonces será ineludible “sinergias entre el estado y la sociedad, necesarias pero conflictivas, que surgen a partir de una transición democrática también significa una construcción de la memoria” (Stern, 2011, pp. 102, 105).
Si la supuesta democracia originaria de 1990, nació poniendo una lápida al pasado, justamente su dimensionamiento podría llevar hacia una conciencia que rompa con la violencia justificada y naturalizada aún en periodos tan legítimos como el revolucionario. Romperse desde ese carácter institucional (Pollak, 2006) y contra ese “dominio estatal del pasado” (Traverso, 2007, p. 21). Se trata de cuestionar la todavía indeleble legitimidad internacional que la revolución tiene como el gran lugar de memoria “por excelencia” de Nicaragua, en el sentido de Nora (2008). Esto es primordial para avanzar en la desactivación “de memorias fragmentadas, excluyentes y en conflicto sobre el pasado reciente” (Vannini, 2014, p. 86).
Además, el dimensionamiento social del legado de violencia, específicamente el revolucionario, puede poner de relieve, como ya se dijo, el papel de las elites “autoritarias” en la producción y sostenimiento de tal legado. La cuestión de las elites es esencial para avanzar en la reconfiguración de nuestra memoria colectiva, precisamente porque ellas han tenido un enorme peso en su modelación.
Sobre este aspecto, las elites, debidamente sometidas al reproche social activo y amplio, que ven en el conflicto violento la forma de iniciar y terminar sus pugnas, deberían ver en el Estado el espacio y en las reglas democráticas las normas para una nueva reconfiguración de sus prácticas, basadas en una refundación política de sus dinámicas y, por tanto, como garantía de no repetición de la violencia (Ramírez-Ayérdiz, 2021, pp. 4-5).
Otras tareas de este dimensionamiento es el rebatimiento del perdón como mejor que la justicia y de los “pactos” negociados en la recta final de las pugnas de las elites políticas al margen y en perjuicio del Estado. Es igualmente urgente la emergencia de otras memorias y su democratización. En ese sentido, queda pendiente también darle lugar a cada tipo de víctima: vindicar a los héroes caídos en la revolución y restituir a los civiles sin nombre arrinconadas por la memoria “encuadrada” en el relato épico.
La memoria no se puede estatizar ni hacer una preferencia por un tipo específico de víctimas (Levi, 2015; Traverso, 2007). En realidad, el dimensionamiento atingente al dolor, la tortura, las desapariciones, las violaciones, los asesinatos de aquellos que “nada” tenían que ver con la guerra, por ejemplo, podría tener un efecto pedagógico de rechazo social hacia la violencia, pero también de conciencia y reproche contra la violencia bélica por muy legítima, en la acera del gobierno revolucionario, que esta haya sido. La preeminencia del héroe y el mártir guerrillero, de alguna forma también explica por qué la sociedad nicaragüense ha preferido el acompañamiento de repertorios de perdón y olvido mejores que de justicia, reparación y verdad.
La potencia discursiva de la pacificación como sepulturera de la violencia que promovió el gobierno posrevolucionario y los sucesores da cuenta de que este era un discurso sin efectos concretos hacia la población. Sin estar basado en la conciencia de los hechos, en los derechos humanos y la cultura de paz como elementos de no repetición de la violencia, los civiles paramilitares de 2018 paradójicamente siguieron de alguna manera el mandato elitario de sostener esa “paz” negociada en 1990.
La noción misma de paz, en un país abundante en conflictos y turbulencias internas, también debe ser re-dimensionada y puesta en duda, pues pertenece a los encuadramientos mismos de la memoria dispuestas por las elites. No puede haber paz sin consciencia de no repetición.
Desafíos de la indagación del pasado frente a los discursos legitimados de “perdón” A modo de conclusión
Si bien en 2018 emergió un enorme sentido popular de rechazo contra la violencia gubernamental coyuntural, entre otras razones, por ser considerada injustificada por no venir de una guerra entre las elites, todavía el discurso del perdón instalado por el gobierno transicional de 1990 está plenamente vigente.
En esa paradoja de rechazo a la violencia gubernamental de 2018, pero de aceptación del discurso vacío de pacificación más bien violenta de la posguerra, continúa latente. En algunos escenarios la población podría seguir justificando todavía el uso de la violencia generalizada, sobre todo cuando esta es producto de elites enfrentadas. Adicionalmente ante la inminente necesidad de una tramitación activa del pasado mediada por el Estado, por ejemplo, mediante una comisión de la verdad esta paradoja que se advierte tendría efectos negativos sobre los trabajos y la verdad que esa comisión busque relevar.
La rebelión de abril de 2018 hizo también emerger nuevos y viejos rostros de la sociedad civil, pero también caras de los familiares de víctimas ejecutadas por las fuerzas policiales y paramilitares, de los heridos en las protestas, de presos políticos entre otras, que exigen justicia, verdad y reparación, junto a una amplia y ancha base de organizaciones, incluyendo al empresariado, por la represión estatal desde 2018. Sin embargo, tanto las organizaciones y, en especial, el año pasado que se celebraron elecciones generales, cuando los precandidatos presidenciales, por ahora casi todos presos políticos, dieron a conocer sus posturas sobre la indagación del pasado, no demostraron un acuerdo respecto desde cuál sería el punto de inicio del mandato temporal de los trabajos de una comisión de la verdad.
Esta ausencia de acuerdo da cuenta de la vigencia plena de los repertorios de paz, perdón y reconciliación mejores que la justicia instalados por las elites en el periodo posrevolucionario. De todos modos, si el dimensionamiento de la verdad desde una comisión estatal se limita a los hechos posteriores a 2018, el legado masivo de violencia desde la revolución, inicio del “pasado reciente”, quedaría legitimado y su cuestionamiento, postergado, incluidas sus víctimas, sus historias, los hechos, la sistematicidad de los crímenes y de los excesos tanto de la guerra como como del primer gobierno sandinista.
Finalmente, otros dilemas se presentan en cuanto a la búsqueda de una construcción de una memoria más democrática y redimensionada. Las relaciones con el Caribe nicaragüense han permanecido en tensión constante desde su anexión forzada por la violencia sistemática ejercida desde el Estado.
El Caribe, a diferencia del Pacífico y el Centro del país colonizados por los españoles, estuvo bajo influencia inglesa. Es una región multilingüe —sobre todo inglés y miskito— y, por tanto, los desequilibrios culturales, religiosos e históricos, además de ser esta región la más rica del país, han creado a dos visiones fundantes de la propia memoria colectiva en la “misma nación”, prevaleciendo la de los grupos blancos que gobiernan desde el Pacífico. De hecho, como se mencionó en otra parte del escrito, uno de los episodios no tan gloriosos del gobierno revolucionario fue la “Navidad Roja” un desplazamiento forzado que incluyó ejecuciones extrajudiciales contra miskitos que aún no ha sido reconocido por el Estado, pero por el que si el gobierno revolucionario dictó un decreto de amnistía en 1983 (CIDH, 1983; Pérez-Baltodano, 2008, pp. 651-656).
Otros grupos quedan pendientes de ser visibilizados en una posible construcción democrática en estos trabajos necesarios de dimensionamiento. El campesinado, poblaciones dilectas de los abusos y violaciones cometidas en tiempos de conflictos; los pueblos indígenas en el Pacífico y Centro del país, regiones donde las elites intelectuales instalaron la idea de que Nicaragua es un país “mestizo” y que estos indígenas “no existen” o se tiene de ellos una noción “museológica”, que los degrada del ya difícil estatus de “ciudadano” (Téllez-Argüello, 1999).
Los grupos LGBTIQ, arrinconados por el abordaje conservador de los derechos sexuales y reproductivos y que por años estuvieron criminalizados bajo el delito de “sodomía” (CEJIL, 2013). El enfrentamiento nicaragüense con su pasado tiene tantas aristas para revisar, pero el común denominador para empezar es el de una violencia que parece no estar socialmente rechazada ni deslegitimada.
Agradecimientos
Este artículo es parte del proyecto doctoral “Políticas de la memoria y violencia política en Nicaragua (1979-2018): la necesidad de abordar el pasado”, dirigido por la doctora Julieta Rostica, investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET/IEALC), para optar al grado de doctor en ciencias sociales. El autor contó con el financiamiento del CONICET otorgado en 2018 a través de una beca doctoral latinoamericana. Se agradecen los comentarios de Axel Gómez, maestrante en Estudios Sociales Latinoamericanos de la Universidad de Buenos Aires, Argentina.
Referencias
Notas
Referencias
Álvarez-Montalván, E. (2000). Cultura política nicaragüense. Hispamer.
Amadiume, I. y An-Na’im, A. (eds.) (2000). The Politics of Memory: Truth, Healing, and Social Justice. Zed Books.
Ansaldi, W. y Giordano, V. (2012). América Latina. La construcción del orden. Tomo II, de las sociedades de masas a las sociedades en procesos de reestructuración. Ariel.
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