La industria textil del centro de México, un proyecto inconcluso de modernización económica (1830 – 1845)
DOI:
https://doi.org/10.15446/historelo.v7n13.44816Palabras clave:
industria textil, industrialización, proteccionismo, Banco de Avío, Puebla, México (es)El propósito de este trabajo es realizar una aproximación al primer proyecto industrialista mexicano, que abarca un periodo de quince años (1830-1845). Momento en el que los gobiernos de tendencia centralista emprendieron políticas orientadas a la modernización del sector textil a través del apoyo estatal, y de la promoción de políticas comerciales y fiscales de marcado acento proteccionista. El análisis se centrará en la evaluación objetiva del proyecto con el fin de comprender tanto sus aciertos y limitaciones, así como las dificultades que impidieron su consolidación El estudio está fundamentado tanto en la lectura e interpretación de las producciones académicas existentes sobre la materia, como en las memorias de personajes claves para el desarrollo del proyecto industrialista, como Lucas Alamán y Esteban Antuñano, así como de aquellos que lo criticaban, como José María Luis Mora y Mariano Otero. El artículo está dividido en tres partes, la primera trata de mostrar el contexto económico en el que surgió el proyecto industrialista, la segunda parte está dedicada a su implementación, y la tercera parte hace referencia al fracaso de dicho proyecto como resultado de la guerra contra los Estados Unidos de América.
The Textile Industry in Central México, an Unaccomplished Project of Economic Modernization, 1830-1845
Abstract
The purpose of this work is to stablish a portrait of the first Mexican industrialist project that developed between 1830 and 1845. Time when centralist oriented governments conceived and implemented economic modernization project in the textile sector supported by the state behalf the establishment of protectionist commercial and fiscal policies. The analyses will focus on an objective evaluation of this project with the goal to comprehend the achievements, limitations, and difficulties that impeded its consolidation. This study will be based in the reading and interpretation of the existent academic productions on the subject, also in the memories of the key characters in the development of this project, like Lucas Alamán y Esteban Antuñano, and its principal critics, José María Luis Mora and Mariano Otero. This article is composed in three parts, the first one looks to show the economical context at the emergence of the industrialist project, the second one is related to its implementation, and the third one refers to the failure of the project as a result of the war against the United States of America.
Keywords: textile industry, industrialization, protectionism, Avío Bank, Puebla, Mexico.
doi:10.15446/historelo.v7n13.44816
La industria textil del centro de México, un proyecto inconcluso de modernización económica, 1830-1845
The Textile Industry in Central México, an Unaccomplished Project of Economic Modernization, 1830-1845
Carlos Alberto Murgueitio Manrique*
* Candidato a Doctor en Historia por El Colegio de México (México). Es Profesor del Departamento de Historia en la Universidad del Valle (Colombia). Correo electrónico: carlosmurgueitio94@yahoo.com
Recepción: 7 de agosto de 2014 - Aceptación: 30 de septiembre de 2014. Páginas: 43-75
Resumen
El propósito de este trabajo es realizar una aproximación al primer proyecto industrialista mexicano, que abarca un periodo de quince años (1830-1845). Momento en el que los gobiernos de tendencia centralista emprendieron políticas orientadas a la modernización del sector textil a través del apoyo estatal, y de la promoción de políticas comerciales y fiscales de marcado acento proteccionista. El análisis se centrará en la evaluación objetiva del proyecto con el fin de comprender tanto sus aciertos y limitaciones, así como las dificultades que impidieron su consolidación El estudio está fundamentado tanto en la lectura e interpretación de las producciones académicas existentes sobre la materia, como en las memorias de personajes claves para el desarrollo del proyecto industrialista, como Lucas Alamán y Esteban Antuñano, así como de aquellos que lo criticaban, como José María Luis Mora y Mariano Otero. El artículo está dividido en tres partes, la primera trata de mostrar el contexto económico en el que surgió el proyecto industrialista, la segunda parte está dedicada a su implementación, y la tercera parte hace referencia al fracaso de dicho proyecto como resultado de la guerra contra los Estados Unidos de América.
Palabras clave: industria textil, industrialización, proteccionismo, Banco de Avío, Puebla, México.
Abstract
The purpose of this work is to stablish a portrait of the first Mexican industrialist project that developed between 1830 and 1845. Time when centralist oriented governments conceived and implemented economic modernization project in the textile sector supported by the state behalf the establishment of protectionist commercial and fiscal policies. The analyses will focus on an objective evaluation of this project with the goal to comprehend the achievements, limitations, and difficulties that impeded its consolidation. This study will be based in the reading and interpretation of the existent academic productions on the subject, also in the memories of the key characters in the development of this project, like Lucas Alamán y Esteban Antuñano, and its principal critics, José María Luis Mora and Mariano Otero. This article is composed in three parts, the first one looks to show the economical context at the emergence of the industrialist project, the second one is related to its implementation, and the third one refers to the failure of the project as a result of the war against the United States of America.
Keywords: textile industry, industrialization, protectionism, Avío Bank, Puebla, Mexico.
Introducción
Durante el contexto pos independentista los mercados hispanoamericanos sufrieron una inundación de productos manufacturados de origen británico, a través de los puertos recién abiertos al comercio mundial. Los telares mecánicos, uno de los inventos pioneros de la primera revolución industrial le otorgaron ventajas comparativas a los textiles provenientes de las islas británicas frente a los nativos, producidos de manera tradicional en las nuevas repúblicas. Los pequeños mercados internos, ubicados en extensos y fragmentados territorios, tenían enormes dificultades para conformar una economía nacional, porque estos territorios no gozaban ni de una infraestructura de comunicaciones adecuada, ni de capitales suficientes para financiar su modernización, por lo menos hasta 1850, cuando se introdujeron los primeros ferrocarriles. La única opción se reducía a la adhesión de los gobiernos criollos, preferiblemente de manera voluntaria, a la división internacional del trabajo, con el fin de potenciar las capacidades competitivas particulares dentro del sistema del libre comercio.
Una a una, las nuevas naciones fueron adaptando sus economías a la agro exportación, favoreciéndose los litorales costeros y las tierras bajas cercanas a los grandes ríos, fácilmente adaptables al cultivo y exportación de las materias primas demandadas por los mercados europeos, además con la facilidad de estar conectados, a través de los puertos, al mercado mundial. Como compensación, los gobiernos criollos buscaban atraer inversionistas extranjeros y garantizar tanto los préstamos convenidos con el sistema financiero británico, como la importación de maquinaria moderna y de productos manufacturados. Tan solo dos estados en el hemisferio americano se resistieron al nuevo orden internacional regido por estos paradigmas, los Estados Unidos de América1 y la República de México (1830-1845). Estos países pretendieron construir economías endógenas, dándole impulso a proyectos de industrialización autónoma, siguiendo precisamente el ejemplo británico. Fue así como México fundó sus primeras fábricas de hilados mecanizados en la década de 1830, sólo unos años después que se construyeron las de Lowell en Massachusetts, y 20 años después de que se estableció la primera máquina de hilado mecanizado en los Estados Unidos (Gómez Galvarriato 1989, 135).
México fue entonces uno de los primeros países en dar los pasos hacia la industrialización moderna fuera de Europa occidental. Frente a las demás regiones hispanoamericanas, México poseía una riqueza incomparable en la confección de manufacturas tradicionales (Keremitsis 1974, 104),2 en prácticas mercantiles dispuestas a apoyar la industria, en grupos de presión organizados, en niveles de demanda interna para las manufacturas domésticas y una mayor capacidad de realizar una protección efectiva frente a la competencia externa. El tamaño del mercado, cercano a 7 millones de personas hacia 1820, era sin duda el más grande de Hispanoamérica, representando un 32% menos que el de Estados Unidos de América, y un poco más de la mitad de los 11 millones que tenía Gran Bretaña sin su imperio (Coatsworth 1990, 81). Sin embargo, México no contaba con los avances científicos necesarios para que se diese el despegue de la producción en línea, tampoco gozaba de una elevada tasa de crecimiento per cápita, ni una renta nacional semejante a las que habían logrado Gran Bretaña o los Estados Unidos en las etapas previas al inicio de su desarrollo industrial auto sostenido (Haber 1990, 83).
El propósito de este trabajo es realizar una aproximación al primer proyecto industrialista mexicano, que abarca un periodo de quince años (1830-1845). Momento en el que los gobiernos de tendencia centralista emprendieron políticas orientadas a la modernización del sector textil a través del apoyo estatal, y de la promoción de políticas comerciales y fiscales de marcado acento proteccionista. El análisis se centrará en la evaluación objetiva del proyecto con el fin de comprender tanto sus aciertos y limitaciones, así como las dificultades que impidieron su consolidación. La pregunta que pretendo responder es: ¿Cuáles fueron los elementos que impidieron el éxito de este primer proyecto de industrialización mexicano? Se pretende analizar tanto el proceso de la iniciativa como sus efectos reales, que pueden ser medidos a partir del número de industrias textiles y de husos que entraron en funcionamiento durante el periodo de estudio en las ciudades del centro del país, como en el incremento de la producción algodonera en varios estados de la república. El estudio está fundamentado tanto en la lectura e interpretación de las producciones académicas existentes sobre la materia, como en las memorias de personajes claves para el desarrollo del proyecto industrialista, como Lucas Alamán y Esteban Antuñano, así como de aquellos que lo criticaban, como José María Luis Mora o Mariano Otero. Las estadísticas oficiales de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público y el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), que incluyen información de la época, ayudarán a comprender el funcionamiento de la economía mexicana durante esta etapa para hacer un diagnóstico sobre sus resultados, antes del inicio de la guerra contra los Estados Unidos (1846-1848), acontecimiento que marcó el desplome del primer proyecto industrial de la república mexicana.
Industria textil en el centro de México
Desde 1824 los fabricantes de textiles de Guadalajara, Querétaro, Zacatecas y muy especialmente de Puebla, iniciaron una serie de presiones y rogativas ante el gobierno de la federación, reclamando políticas de protección (aranceles) contra los artículos extranjeros. El gobernador de Jalisco atribuía al percal británico la ruina de la industria lanera local, y a las zarazas importadas la destrucción de los talleres de estampado y tejido. Las telas de lana locales, sayales, frazadas y sarapes mostraban escasas perspectivas de crecimiento, pues solo se vendían a los pobres, que no se interesaban en la calidad (Salvucci 1992, 196). Ese mismo año, el gobernador de Querétaro anunciaba que las restricciones a las importaciones podían salvar la industria textil de la ciudad. El ayuntamiento de Puebla afirmaba que la demanda generada durante las guerras napoleónicas había llevado prosperidad a la ciudad, pero la paz por el contrario había abierto la entrada a todos los artículos extranjeros, y que sólo el proteccionismo ofrecería un remedio contra la competencia extranjera.
La inestabilidad política registrada durante la década 1820 se había profundizado por el descenso del ingreso de las finanzas del estado, y el incremento del desempleo generado por la crisis de los sectores minero y textil. En 1825, a solo cuatro años de la independencia proclamada por Agustín de Iturbide, las importaciones efectuadas por la república sumaban 668 mil libras (1.3 millones de pesos), y cinco años después, en 1830, la cifra había se había incrementado a 692 mil libras. Del total de las mercancías importadas, las manufacturas textiles representaban entre el 30% y el 60% (Salvucci, 1992, 246). Los textiles importados no solo ganaban prestigio entre los consumidores mexicanos, por ser de mejor calidad que la producción artesanal nativa, sino que además eran más baratos y resistentes. La industria mexicana, conformada por pequeños talleres de obrajes y artesanos manuales, estaba reducida a la confección de tejidos gruesos de algodón y de lana. Al no poder competir con los bajos precios británicos, su única alternativa se reducía a la aplicación de medidas arancelarias favorables que elevasen el precio de las importaciones, con el fin de hacerlas más caras que las nacionales.
Para garantizar la competencia se hacía indispensable la incorporación de mejoras tecnológicas en el ramo textil, que se traducirían en el incremento de la producción y en la reducción de los precios de los artículos nativos. Estas medidas serían solo posibles con un apoyo decidido de parte del estado. En abril de 1829, como consecuencia del motín de La Acordada, el caudillo radical y héroe de las guerras de independencia, Vicente Guerrero, ascendió a la presidencia de la república con apoyo de los artesanos. Esta administración fue la primera en tomar la decisión de usar el poder estatal para fomentar el desarrollo de las industrias del país. Incluso fue él quien propuso la aplicación de un arancel prohibitivo para la importación de los algodones de consumo popular, sobre la conveniencia fiscal y los intereses del consumidor (Córdoba 1976, 36), establecido mediante la Ley del 22 de mayo. Pese a sus intenciones, Guerrero se enfocó en proteger arancelariamente a la artesanía mexicana, pero no en mejorar el atraso técnico de la industria. Además, la aplicación del arancel prohibitivo tuvo que postergarse debido al intento de invasión española. Su sucesor, el gobierno de Anastasio Bustamente, trató de ejecutar un programa de promoción más veraz y apoyó con fondos públicos las primeras etapas del desarrollo industrial.
Puebla, el centro más importante de la artesanía mexicana, consideró la prohibición como un triunfo que resolvía la larga lucha de sus legislaturas ante el Congreso Nacional exigiendo la prohibición de los tejidos extranjeros. El aislamiento serrano de Puebla le había permitido conservarse por fuera de los circuitos comerciales internacionales, pese a que sus obrajes y manufacturas, estaban limitadas a un rango de distribución estrecho, que solo involucraba a los mercados de la altiplanicie central. Era precisamente allí donde se alojaba el grueso de la población y de la actividad económica de la república. Al no contar con ríos navegables los productos importados tenían necesariamente que cubrir un penoso viaje por tierra a lomo de mula, y cubrir los elevados costos del transporte, incrementados por la topografía montañosa y las largas distancias entre los centros urbanos y los litorales (Cárdenas 2003, 35). Además, la política fiscal de aduanas separadas, internas de los estados, favorecía la vocación artesanal poblana, pues los artículos extranjeros se gravaban cada vez que pasaban por las diferentes jurisdicciones, cuestión que incrementaba los costos de las transacciones, y generaba desaliento entre los comerciantes.
Tras la derrota de los españoles y la caída de Vicente Guerrero, la triunfante rebelión de Anastasio Bustamante proclamó del Plan de Xalapa, de acento centralista y conservador, que obtuvo el apoyo de la Iglesia católica y de los adeptos de la logia escocesa. La nueva administración se mostró interesada en impulsar el cambio tecnológico del país. Fomentó la introducción de los métodos fabriles modernos, a través de la financiación pública, buscando impulsar la primera etapa del tímido proyecto de industrialización. El máximo defensor del plan fue el ingeniero de minas e historiador, Lucas Alamán, Secretario de Relaciones Exteriores y uno de los propietarios de la fábrica textil más importante de Orizaba, Cocolapan. Consideraba que México necesitaba desarrollar una industria manufacturera propia para no depender de otros países en las cosas indispensables para su subsistencia. La idea era convertir a México en un país fuerte, y para lograrlo, el Estado nacional debía producir suficiente cantidad de bienes para satisfacer las necesidades esenciales de su pueblo y obtener del comercio exterior sólo lo que sus habitantes no pudieran proporcionar.
Aunque convencido proteccionista, Alamán no era defensor del sistema prohibitivo, según sus propias palabras, la adopción de esa figura, demasiado radical, tampoco podría hacer florecer la industria. Para que fuera efectivo el proyecto se necesitaban otros elementos como una población abundante y con poder adquisitivo, que asegurase tanto la fuerza de trabajo como un mercado cautivo, incrementar la producción de materias primas necesarias para alimentar a las fábricas de los materiales, además de capital y maquinaria adecuada (Alamán 1830, 30). México aún no gozaba de ninguna de las características necesarias para el despegue del capitalismo moderno, pero Alamán se mostraba proclive a incorporar medidas prohibicionistas en el momento indicado; es decir, cuando las nuevas fábricas estuvieran en operación y las plantaciones de algodón de las costas de Veracruz estuvieran recogiendo las primeras cosechas (Thompson 1989, 223). Antes había que mantener los aranceles para captar los fondos necesarios para el funcionamiento del Estado y el financiamiento de las operaciones que respaldarían el proyecto de industrialización. La crisis económica que impactó a Gran Bretaña desde 1830, brindó la oportunidad perfecta a los empresarios e inversionistas, nacionales y extranjeros que participarían en este esfuerzo.
Pese a las presiones de los ministros plenipotenciarios de la Gran Bretaña y los Estados Unidos, interesados en conservar el mercado mexicano para sus textiles y algodón, y a las dificultades de la industrialización en México (ausencia de carbón y las condiciones topográficas y demográficas descritas), a través del Banco de Avío, fundado el año de 1830, los dirigentes mexicanos financiaron la adquisición de las primeras máquinas modernas a precios accesibles. La función del Banco consistía en otorgar préstamos a empresarios privados interesados en adquirir maquinaria para uso de diversas ramas de la industria, particularmente la textil, cobrando un 5% de interés anual sobre estos (Cárdenas 1990, 47). El Banco de Avío dispuso de un capital de un millón de pesos, que serían captados del 20% de los impuestos aduaneros sobre las importaciones textiles.3 La prohibición de importar tales artículos quedaría en suspenso, hasta que dicho capital se completara. De esta manera, el proyecto concebido para financiar al Banco provocaba la instauración de medidas de librecambio que a la larga tendrían efectos proteccionistas (Córdoba 1976, 41).
La fundación de esta institución crediticia tuvo un gran respaldo entre los comerciantes e industriales poblanos, pero provocó fuertes críticas en los círculos liberales y entre los desencantados artesanos liderados por su representante, Pedro de Azcué y Zalvide. Mientras los liberales, representados por José María Luis Mora anunciaban su seguro fracaso, aludiendo a la imposibilidad que tendrían las fábricas textiles mexicanas de competir con las extranjeras y a las pérdidas que registrarían los ingresos del Estado al dejar de percibir los impuestos arancelarios con las futuras prohibiciones,4 los artesanos veían con recelo el efecto que tendría la remoción de las prohibiciones en sus producciones, y la amenaza que representaría la posterior competencia interna, con industrias capitalistas modernas (Keremitsis 1974, 120).
La Junta Directiva que administraba el Banco de Avío trató de repartir la ayuda financiera a una multitud de pequeñas empresas y, al mismo tiempo, dar apoyo financiero a las industrias importantes, consideradas de interés nacional. Según las cifras presentadas por Robert Potash, para finales de noviembre de 1831, la Junta Directiva ya había recibido 459 394 pesos, alrededor del 46% del capital total asignado y había suministrado a sus acreedores 223 000 pesos. Estos primeros recursos sirvieron para realizar compras de maquinaria para cuatro fábricas textiles de algodón, de 2400 a 3840 husos, y dos de papel. Estas maquinarias fueron compradas en Pensilvania y Nueva Jersey y representaban un enorme adelanto sobre los métodos tradicionales de los obrajes y talleres artesanales mexicanos. Además, se importaron de Francia máquinas para fabricar textiles de lana, rebaños de borregos merinos, cabras de Cachemira, llamas y vicuñas, variedades mejoradas de gusanos de seda y semillas de cáñamo y lino, para proveer a las nuevas industrias de fibras finas (Potash 1959, 92).
La clave del proyecto residía en el patrocinio coordinado entre la industria textil moderna y el impulso a la agricultura de algodón en las costas de Veracruz y Tlacotalpan, localidades estratégicas que mantenían fuertes vínculos comerciales con el centro del país a través del control del transporte fluvial del río Papaloapan y el camino terrestre que partía de Córdoba y Orizaba hasta la Ciudad de México. Puebla fue el lugar más apropiado para el establecimiento de las industrias al disponer de: fuentes y caídas de agua indispensables para generar energía hidráulica,5 el acceso a las materias primas, y la cercanía de los principales mercados del altiplano (Thompson 1989, 223). Además, ninguna otra región de México articulaba la propaganda proteccionista y mantenía una presión política tan persistente a favor del modelo autónomo de desarrollo económico. Pronto, los molinos de harina que se habían construido en los ríos Atoyac y San Francisco, cercanos a Puebla, fueron convertidos en edificios para albergar las máquinas de hilar.
En el segundo año (1831-1832), el 75% de los fondos recibidos por el Banco se invirtieron en maquinaria para otras cinco fábricas de algodón y lana, además de otorgar fondos adicionales a las empresas adjudicatarias del año anterior, entre los que se encontraba la Compañía de Tlalpan, cercana a la Ciudad de México, y en Puebla, la fábrica de de Esteban Antuñano, uno de las más fieles defensores del proyecto. Antuñano había soñado con unir las tierras bajas tropicales del Golfo de México, el poder industrial de Puebla, y los ricos mercados del interior minero, para sentar las bases de una industrialización autónoma o nacional, sus razones quedan expuestas en el siguiente apartado:
Deben saber para su desengaño y consuelo los menestrales de Puebla, que lo que ha arruinado nuestras artes, no ha sido la abundancia y baratura de los lienzos e hilo de algodón, que se introducen del extranjero; lo que nos ha arruinado es, que estos efectos, no se hayan construido aquí de materias del mismo país, para con su cultivo y elaboración haber mantenido muchos miles de mexicanos, como resultará luego, que establecidas algunas fábricas por el estilo moderno, se lleve a efecto la prohibición absoluta de todos los artículos, cuya introducción es nociva a nuestra industria. Este es el motivo único y verdadero de nuestra miseria, de nuestra escasa ilustración y de nuestras disensiones domésticas: la falta de ocupación útil de la mayor parte de los mexicanos, que todo ha de venir de afuera, nada se ha de hacer aquí (Antuñano 1833, 18-19).
La Junta del Banco hizo pedidos de varios cientos de máquinas de hilar, un buen número de telares de mano y las máquinas despepitadoras o desmontadoras de algodón, con el fin de superar el grave problema que históricamente había afectado el precio de las cargas de la fibra vegetal cruda hacia los centros manufactureros de las altiplanicies.6 Entre los meses de octubre de 1831 y febrero de 1832, se descargaron las primeras máquinas extranjeras y llegaron los técnicos contratados para dirigir su instalación y adiestrar a los trabajadores nativos en su manejo. La mercancía y el personal se vieron obligados a permanecer en Veracruz durante meses debido a la condición de guerra civil que envolvían al país, y el Banco tuvo que cubrir los gastos de almacenamiento y manutención. Además, como era de esperarse en medio de una guerra civil, los fondos que el Banco recibía, tanto del puerto de Veracruz como de Tampico, desaparecieron.
El proyecto industrialista vivió entonces su primer revés a los pocos años de recibir el impulso estatal. Sin sus fuentes de ingreso y los enormes retrasos sufridos por la parálisis del transporte, el Banco de Avío no logró poner ni una sola fábrica en actividad. El fracaso hubiese sido contundente si los nuevos gobernantes liberales, Manuel Gómez Pedraza y Valentín Gómez Farías, no hubiesen mantenido el apoyo económico, por lo menos a las fábricas más adelantadas, como la de Antuñano o la empresa de Tlalpan, que continuaron recibiendo créditos por el orden de 126000 pesos la primera y 40000 pesos la segunda, entre 1833 y 1835 (Potash 1990, 167). Pero las demás empresas que habían recibido apoyo económico del Banco, como las compañías textiles de Querétaro, Celaya y Ciudad de México, la de sericultura, y la fundición de hierro, sumaban pérdidas millonarias sin haber entrado todavía en operaciones. La división entre los liberales y Santa Anna se profundizó por el empeño de Valentín Gómez Farías de disponer de los bienes de la iglesia Católica para rescatar el tesoro nacional.
México aún no se definía en favor del centralismo, pero tampoco se decidía en apostarle decisivamente al modelo federal, sus intentos eran dubitativos y estaban sujetos a las mudanzas producidas por los cambios de gobierno en medio de una inestabilidad política crónica. El recaudo fiscal era disperso, y seguía siendo controlada por los estados, que cobraban impuestos indirectos a través de tarifas arancelarias interestatales para financiar sus propios aparatos gubernamentales. El gobierno de Ciudad de México contaba entonces con muy pocas fuentes fiscales excepto algunos monopolios e impuestos al comercio exterior, difícilmente recaudados en los puertos más cercanos (Gómez Galvarriato 1999, 149). Es así como uno de los proyectos fundamentales del emergente conservatismo era la reforma fiscal, bajo el presupuesto de que la gestión centralizada de los impuestos, se adecuaba más a la historia del país que durante casi tres siglos había mantenido una única soberanía fiscal. Finalmente, el 3 de octubre de 1835, fue promulgada en el Congreso, la ley que le dio tránsito al sistema centralista de gobierno y a un nuevo manejo en las finanzas públicas del Estado a partir de la esperada reforma fiscal (Sánchez Santiró 2009, 177).7 A partir de entonces, los gobernadores de los estados dependieron del gobierno nacional, las legislaturas estatales fueron cerradas y sustituidas por juntas departamentales, mientras que las oficinas, rentas y ramos que manejaban quedaron a disposición del gobierno nacional por conducto de los gobernadores departamentales.
Políticas fiscales y comerciales de la república centralista
El primer levantamiento de Texas a favor del federalismo, el 22 de junio de 1835, fortaleció la presencia militar en la política y justificó nuevos préstamos internos, así como la recaudación de donativos forzosos cobrados por el estado central a los departamentos para encarar la guerra separatista (Dublán y Lozano 1876, 95). La guerra de Texas contribuyó entonces a que se conformara la hacienda nacional del régimen centralista, permitiendo que el ejecutivo pudiese disponer del 50% de las rentas departamentales y de las contribuciones directas. Su prolongación obligó a que se profundizaran las medidas, incrementándose las alcabalas existentes en un 4%, y la elevación de los gravámenes a los artículos importados por el orden del 6%. Además, se autorizó la venta de todos los bienes nacionales, se impuso una contribución territorial y un derecho de patentes (Sánchez Santiró 2009, 179). Había quedado muy claro el grave problema estructural de la hacienda nacional, la enorme dependencia que tenía el estado de los ingresos provenientes de las aduanas marítimas, y la amenaza de que estos pudieran quedar inutilizables de presentarse una guerra internacional. Ese riesgo, siempre latente para el estado mexicano, hizo necesario que se constituyera un sistema diferente, que aportase una alternativa a las aduanas con recursos provenientes de las recaudaciones internas.
La comisión de hacienda estableció entonces un sistema de contribuciones directas sobre las rentas, las propiedades y las patentes comerciales, buscando que estas lograsen superar el monto de las alcabalas, para reemplazarlas y luego suprimirlas. La medida no tuvo efectos rápidos, pues para el año fiscal de 1836-1837, los impuestos directos tan solo sumaban el 10% del total recaudado, frente las aduanas y las alcabalas (ver tabla 2).8 El retorno de Anastasio Bustamante a la presidencia de la república en mayo de 1837, garantizó la continuidad del proyecto centralista9 e industrialista impulsado en su primer mandato, pero las intenciones coincidieron con el diferendo diplomático que lo enfrentó al gobierno francés, seguido del bloqueo y el bombardeo de las escuadras navales de ese pabellón sobre el puerto de Veracruz. El gobierno volvió a recurrir al Congreso para tramitar, mediante leyes nuevas, recaudos a partir de contribuciones directas, que incluyeron la renta, las patentes, los establecimientos industriales, las profesiones, los oficios, los sueldos y los salarios, además de los objetos de lujo, para hacerle frente a la amenaza exterior. El centralismo supuso el incremento paralelo de ingresos y egresos, pues para garantizar el éxito del sistema fiscal se requería de un aparato de gobierno fuerte instaurado en la Ciudad de México (Cárdenas 2003, 284).
La capital restableció el centralismo con el propósito de extraer de los departamentos los recursos necesarios para sus intereses, así como para fortalecer su poder, pero el choque entre el gobierno central y el resto del país afloró cuando el poder central se mostró incapaz de aplastar la insurrección en Tejas. Según Sánchez Santiró, la ley del 23 de mayo de 1837 implicó el reforzamiento del proteccionismo frente a los textiles extranjeros, mientras liberalizó la circulación de la materia prima básica, el algodón, con el fin de impulsar la elaboración de los tejidos nacionales. Como complemento a las medidas descritas anteriormente, con la ley del 26 de noviembre de 1839 el gobierno endureció el control sobre el contrabando e incrementó en 20% los impuestos sobre el consumo (Keremitsis 1974, 123). Las quejas sobre la medida vinieron tanto de los comerciantes mexicanos como de los ministros plenipotenciarios de varios países Europa y los Estados Unidos de América. Los mercaderes que traían las telas de Manchester se quejaban de lo elevadas de las tarifas, lo complicado de los procedimientos aduaneros y la frecuente confiscación de sus bienes. Según los críticos, México debía volver la espalda al desarrollo industrial y concentrarse en la producción agrícola comercial, pues las tarifas bajas permitirían la entrada de manufacturas baratas que aumentarían el volumen de las ventas y darían entradas suficientes a los gobiernos.
La protección arancelaria y la severa persecución al contrabando llegaron a configurar una verdadera política nacional que duró por lo menos hasta 1840. Hacia 1837, cuando se estableció la prohibición de importar algodones manufacturados y la exención de impuestos en todo el país a los hilados y tejidos nacionales, México solo tenía cuatro fábricas en actividad y otras tantas en proceso de construcción. La primera fábrica en iniciar operaciones fue La Constancia Mexicana, de Esteban Antuñano, el 7 de enero de 1835. Esta había tardado 4 años en construirse y había absorbido, además del valioso capital de los propietarios, el 16.4% de los fondos inicialmente adjudicados al Banco de Avío o sea 164,000 pesos (Potash 1959, 128). El resurgimiento del Banco en 1835 fue apoyado por cinco departamentos interesados en la continuación de sus operaciones a favor de la industria textil y de la agricultura. Puebla, Jalisco, México, Oaxaca y Veracruz, se convirtieron en defensores de las prohibiciones y se aliaron para este cometido (Gómez Galvarriato 1999, 130), aunque solo pudieron redimir alrededor de 195 000 pesos de los giros presupuestados, un monto equivalente, según las cifras de Robert Potash, a sólo 13 mensualidades de 44 entre enero de 1836 y noviembre de 1839.
Hacia 1838 el Banco de Avío recibió numerosos pedidos de préstamos para construir molinos para las fábricas textiles, fundiciones, talleres mecánicos y maquinarias para fines agrícolas e industriales, pero no tenía fondos suficientes para financiar tantos proyectos. La mayor parte del capital invertido en la industria provenía de fuentes privadas, cuyos empresarios eran tanto nacionales como extranjeros, principalmente franceses, españoles, ingleses y alemanes. Enrique Cárdenas explica cómo para esa fecha la industria manufacturera mexicana se encontraba a la zaga frente a las de otro tipo, aunque el punto de partida había sido tan bajo que las tasas de aumento daban una imagen equivocada, muy optimista a simple vista, pero al comparar su retraso frente a otras naciones más desarrolladas, el margen se había agrandado (Cárdenas 1990, 52). Sin embargo, en 1840 el número de fábricas en actividad era de por lo menos 17, cifra que se multiplicó hasta alcanzar en 1843, 47 establecimientos (ver tabla 3).10
Muchos problemas seguían sin ser resueltos, los costos en el transporte no se habían reducido, y este componente aumentaba los precios de producción de los textiles nacionales. En tiempos de verano y de normalidad política, las máquinas tardaban alrededor de cuatro meses en ascender el camino que conectaba a Veracruz con Puebla y Ciudad de México, pero en invierno o en medio de las guerras la ruta se hacía intransitable, obligando a los empresarios a almacenar las mercancías en el puerto o arriesgarse a las largas itinerancias. La dependencia de la tecnología extranjera y a sus técnicos y repuestos también desalentaba el ritmo del crecimiento. Por otro lado, la demanda interna permanecía estática, y los ingresos de la población nacional no representaban un verdadero mercado para una producción textil moderna. Este factor podía llegar a frenar de manera contundente las operaciones si se llegasen a presentar signos de sobreoferta o saturación (Romero Sotelo y Jauregui 2003, 183). La economía mexicana no sólo era más pequeña que la de los países que se habían industrializado con éxito, sino que se estaba contrayendo en términos tanto absolutos como relativos. Para 1845, el PIB per cápita era de 56 dólares, sólo representaba el 13% del de la Gran Bretaña y el 14% del de los Estados Unidos (Haber 1990, 83).
El golpe más serio que recibió el proyecto llegó cuando la producción interna de algodón no logró abastecer a las industrias textiles y a los fabricantes nacionales, decididos proteccionistas. Estos, al verse obligados a pagar altos precios por la fibra, y con tal de no perder el ritmo productivo alcanzado, presionaron al gobierno para que permitiese la liberalización de las importaciones de algodón extranjero, razón que impidió el descenso de los precios de los textiles nacionales. Esta coyuntura, que amenazaba con prolongarse, generó un divorcio entre los intereses de los sectores manufactureros y los agrícolas, dedicados a la producción del fruto. El precio del algodón crudo en Veracruz se había incrementado de 36 reales la arroba a 72 reales entre 1838 y 1840, y para julio de 1841 había alcanzado los 96 reales. La variación en los precios estaba directamente relacionada con el declive de la producción algodonera que pasó de 36000 quintales en 1841, a 30000 en 1842 y a solo 18000 en 1843 (Thompson 1989, 250). La escasez de trabajadores en las húmedas y malsanas costas impidió todo aumento importante en la producción del algodón, además, las calamidades periódicas como los huracanes, las lluvias inoportunas, y los efectos del clima húmedo y borrascoso de Veracruz, para el cultivo de las cepas, tuvieron su parte en la merma de producción existente (Potash 1959, 212).
La escasez era un elemento artificial, generado por la prohibición concedida en 1835 a la importación de algodón en rama, lo que había que hacer era desmontar la medida y permitir la llegada masiva de materias primas. El precio del algodón se había triplicado y amenazaba la misma existencia de las fábricas del país. En julio de 1842, cinco fábricas poblanas estaban fuera de actividad: Benevolencia, Soledad, La Plazuela, San Roque, Triunfo Poblano y otras dos seguían funcionando con la mitad de los husos, además de La Constancia y La Economía, cuyo dueño era Esteban Antuñano. La economía se encontraban en franco declive, había pasado de 45416 piezas de manta en 1839 (2/3 de la producción total de Puebla), a solo el 14% en 1843, representado en solo 15535 piezas (Thompson 1989, 252). En medio de la escasez de algodón, Lucas Alamán explicó cómo se fue gestando el monopolio de la compañía Velasco y Compañía, que manipulaba los precios y la distribución del fruto de Veracruz.
Por más que los interesados en el monopolio de los algodones hayan querido oscurecer la verdad, es evidente que las cosechas nacionales de este fruto no bastan para proveer el consumo actual que de él hacen las fábricas establecidas. Desde 1838 comenzó a escasear el algodón, y el precio que hasta entonces había sido de 16 y 17 pesos el quintal, con largos plazos para su pago fue subiendo hasta venderse a 40 de contado. Nunca ha habido sobrante de un año para otro, pues, muy lejos de esto, los fabricantes han tenido que suspender o acotar sus labores por no tener que parar, esperando con ansia los envíos de la nueva cosecha, y calculando aquellas por los días que los arrieros en camino podrían tardar en llegar a sus fábricas (Alamán 1843, 22-23).
La consecuencia del monopolio fue el inadecuado, irregular y costoso suministro de algodón en rama, que implicó un impedimento para que la industria textil algodonera abaratara sus productos para competir exitosamente con las importaciones, con el fin de diversificar su producción y perfeccionar sus temas y estampados. A principios de la década de 1840, los textiles algodoneros poblanos se compraban solo en las regiones del centro como Guanajuato, Morelia y Aguascalientes, pero el resto del país se abastecía todavía con productos extranjeros ingresados por los puertos de Matamoros, Tampico o por los del Pacífico, como Guaymas, Mazatlán o San Blas. Los mercados del norte del país no habían podido ser incorporados dentro del mercado centrípeto que quisieron desarrollar los productores textiles.
Entre los meses de agosto y septiembre de 1841, se presentaron los levantamientos militares liderados por el general Mariano Paredes Arrillaga, contra el gobierno de Bustamante. Las motivaciones aducían la existencia de un régimen fiscal opresivo y al carácter centralista de la administración. Este golpe de estado fue patrocinado, según Cecilia Noriega y Erika Pani, por un grupo amplio y heterogéneo de actores políticos, entre los que se encontraban las clases productoras y acomodadas que buscaban protegerse de los sectores radicales del liberalismo (Noriega y Pani 2009, 182). El nuevo gobierno se estableció provisionalmente sobre las bases firmadas en el cuartel de Tacubaya, permitiéndole institucionalizar el papel que tendrían los militares. Los pronósticos se confirmaron tras el fallido intento de los liberales en el Congreso Constituyente de 1842, que había tratado de suspender al ejército permanente y reemplazarlo por un cuerpo de milicias cívicas. La oportunidad sirvió para que por primera vez se propusiera la abolición definitiva de todo el repertorio de impuestos indirectos que fragmentaban el espacio económico de la nación (Sánchez Santiró 2009, 207).
El Acta de Huejotzingo revocó la autoridad del Congreso. Éste fue reemplazado por una Asamblea que acogió los argumentos más tradicionales de grupos y corporaciones de clara vinculación ideológica conservadora, especialmente a las jerarquías eclesiásticas y castrenses (Coatsworth 1990, 103). El periodo de inestabilidad que se inauguró con la caída del régimen constitucional que dio paso a una dictadura militar encabezada por Antonio López de Santa Anna, quien incluyó en su gobierno las Bases Orgánicas proclamadas en junio de 1843. La paradoja, señalada por Michael Costeloe, fue que la protesta federalista, bajo la que se habían resguardado diversos grupos e intereses del país, dio paso a un sistema político más oligárquico y centralizado que el existente entre 1836 1841, en el que el ejército pasó a ocupar el lugar central en la vida política del país. El gobierno de Santa Anna intentó establecer entre los mexicanos las contribuciones directas, al tiempo que reforzó las indirectas sobre el comercio interno. Procedió a liberalizar la circulación de mercancías nacionales disminuyendo el número de alcabalas, rebajó las tasas aplicadas a los intercambios, y gravó con mayor fuerza el consumo básico de la mayoría de la población.
Sin embargo, como había sucedido en el pasado, las contribuciones directas no consiguieron el propósito de igualar a la recaudación que aportaban las contribuciones indirectas sobre el comercio interno. Mientras el promedio de recaudación anual bruta de las contribuciones indirectas entre 1841 y 1844 ascendió a 4591667 pesos, el de las contribuciones directas no llegó al millón de pesos (Sánchez Santiró 2009, 213). Con Santa Anna, la lista de artículos prohibidos, heredada del pasado, quedó también protegida con garantías constitucionales, el gobierno prohibió además, la construcción de nuevas fábricas a 120 kilómetros de la costa para evitar el contrabando (Keremitsis 1976, 125). El contrabando era practicado por los extranjeros y los mexicanos mediante el soborno de los empleados aduaneros, los administradores locales o los mismos gobernadores de los departamentos. Usando técnicas refinadas, los comerciantes de Nueva Orleans filtraban barcos con banderas mexicanas para disfrazar el contrabando con comercio de cabotaje. Se habían abierto fábricas ficticias a lo largo de la costa, que recibían mercancías, a la que se le ponía etiqueta nacional y luego se distribuía tierra adentro como manufacturas mexicanas. También existía una fuerte presencia de redes de contrabando en los puertos del Pacífico y las zonas de frontera abierta del Norte, lugares propensos a sufrir los atropellos de los filibusteros franceses y californianos.
Tras una década de funcionamiento, el Banco de Avío fue liquidado y sustituido por la Dirección General de la Industria Nacional mediante el decreto de diciembre de 1842. Se constituyó así un gremio industrial bajo la dirección de Lucas Alamán que incluía a todos los dueños, garantes y principales empleados de las fábricas con más de 20 trabajadores en la manufactura textil y a los agricultores que cultivaran algodón, seda, lino, cáñamo y lana (Potash 1959, 212). Su función sería la de adquirir en el extranjero la maquinaria moderna y propagar la más reciente información técnica sobre la producción textil y el cultivo de las fibras naturales. A pesar del optimismo, la alianza entre la agricultura y la industria, concebida por Alamán desde los orígenes del proyecto industrialista en 1830, no logró florecer. Mientras la industria textil poblana demandaba materia prima para incrementar la producción, el algodón nativo no parecía prosperar al mismo ritmo en Veracruz. Las cifras expuestas por Keremitsis lo demuestran; en 1842 sólo existían 2932 husos en funcionamiento, de los 5832 que había entonces en México, la mitad de las capacidad estaban frenadas por falta de algodón.
Para 1843, el algodón de Tepic, que no era de alta calidad, se vendía a 15 pesos el quintal en la costa occidental, mientras el algodón de Veracruz, que no era mucho mejor, se cotizaba mínimo a 22 pesos en el puerto, pero el comprador de Puebla podía llegar a pagar hasta 48 pesos debido al costo del transporte. En 1845, el promedio del quintal de algodón nativo descendió a 38 pesos, mientras la competencia importada de los Estados Unidos de América costaba solo 12 pesos, antes de pagar los impuestos aduanales (Keremitsis 1976, 117). Las condiciones en Puebla se habían deteriorado debido a la escasez y al alto precio del algodón, que había tenido que importar de Luisiana, saliéndoles más caro a los industriales, precisamente debido a las tarifas proteccionistas que se habían levantado para proteger el crecimiento productivo. La receta proteccionista se volvía en contra de la industria. Lucas Alamán lo expresó de la siguiente manera:
La gran cantidad de mantas que se fabrican ya, y el número mayor que se tejerá en el año siguiente, hace que su expendio vaya siendo cada día más lento y difícil, y que nuestra industria sufra casi desde su nacimiento, el mal que procede de que el producto excede en mucho al consumo. Entre nosotros este mal se echa de ver especialmente en Puebla, donde han tenido ya que parar multitud de telares, dejando en la miseria millares de familias (Alamán 1843, 48).
El líder de la oposición liberal, Mariano Otero y Mestas, también contribuyó con sus apreciaciones sobre las razones del fracaso del modelo proteccionista, según sus palabras,
La industria, si bien no está en ruinas, tampoco hace más que lentísimos progresos, porque la falta de los primeros materiales que da la agricultura, y la misma dificultad de los transportes, impide la realización de grandes establecimientos; además, el consumo es limitado y los procedimientos torpes, con lo que nuestra verdadera industria, aquella de que estamos en posesión y que consiste en groseros artefactos, sólo cuenta con cortos capitales, y por la miseria de sus especulaciones tampoco atrae nuevos emprendedores (Córdoba 1976, 97).
La Dirección de Industria recomendó que se mantuviera vigente la prohibición de importar algodón, excepto cuando el precio del fruto nacional subiera por encima de los 18 pesos el quintal en el puerto de Veracruz, se permitiera la entrada de algodón extranjero con un impuesto de 4 pesos el quintal. Luego, Santa Anna otorgó privilegios exclusivos a los señores Agüero, González y Compañía, para importar 60000 quintales durante 1843, medida que se profundizó en diciembre de 1844, cuando la Dirección de Industria propuso la introducción ilimitada de algodón extranjero pagando un impuesto de 8 pesos el quintal, cantidad supuestamente suficiente para que el algodón nacional se vendiera a 24 pesos (Potash 1959, 212). La importancia que representaba la industria poblana para 1844, debido a los capitales en ella invertidos, a los productos que rendía y los brazos que empleaba, obligaba al gobierno a seguirla fomentando con empeño.
Pese al balance negativo que hasta ese momento arrojaba el proyecto, Lucas Alamán, en su Memoria sobre el estado de la agricultura y la industria de la república, del año 1844, mostró como ya había sido vencida la primera dificultad, que era la creación de un espíritu industrial en la nación y una profunda convicción de la necesidad de apoyar sus manufacturas;
se han establecido fábricas costosas y magníficas; los artesanos nacionales se han ejercitado en el manejo de las máquinas: todo esto se ha hecho venciendo grandes dificultades y a costa de inmensas erogaciones. Solo resta que el Congreso Nacional y el Supremo Gobierno, continuando su protección a la industria que debe a ella su origen y progresos, facilite estos por sabiduría de sus leyes y acierto de sus providencias (Alamán 1844, 164).
Efímero florecimiento de la industria textil
El número de fábricas rápidamente aumentó de 17 en 1840 a 56 en 1845, al igual que los telares mecánicos, cuestión que explica el auge momentáneo de la industria textil, pese a la insuficiente cantidad de capital financiero, a la inestabilidad política y sus consecuencias sobre los recursos bancarios. A partir de 1842, al levantar la Gran Bretaña sus restricciones sobre la exportación de máquinas, llegaron a México técnicos adiestrados de ese país para instalarlas, operarlas y supervisar la nueva organización de la producción. El efecto fue contundente, entre 1835 y 1844 entraron en funcionamiento, al menos 47 fábricas mecánicas de hilado y tejido de algodón en las ciudades de las tierras altas del centro de México, que disponían de una mano de obra abundante y barata. Junto con la tímida reactivación del algodón se pretendió impulsar la de la lana, la seda, el cáñamo y el lino, y se incursionó en técnicas de decoloración y estampado de algodón, y en la hechura de tapetes, mantillas y listones (Thompson 1989, 83).
Hacia mediados del siglo XIX, México disponía de la industria textil más grande y moderna de Hispanoamérica y se la comparaba favorablemente incluso con algunos países europeos. Algunos autores como David Walker, interpretaron el proceso de modernización experimentado por la industria textil mexicana, como una creación politizada de la economía, ligada con el estado intervencionista. Llegando a afirmar que el mercado de los textiles era un invento del estado y que la prosperidad de los manufactureros dependía exclusivamente de la capacidad de este para vigilar el mercado. Robert Potash (1959, 178) por el contrario señaló que la contribución del incipiente estado central consistió tan solo en dotar al Banco de Avío de recursos por el orden de 1 millón de pesos, además de la elevación de las tarifas protectoras y el establecimiento de prohibiciones en materia de importaciones. Del total de 16 millones de pesos que fueron invertidos en capital fijo en la industria textil desde 1835 a 1845, los fondos públicos del estado solo habrían contribuido con el 6 o 7%, lo que permite deducir el papel trascendental del capital privado en el proceso.
Siguiendo la línea de Potash, Walter Benecker (1982, 117) agregó que las fábricas textiles fundadas en la fase que ha sido denominada como el boom, entre los años de 1835 y 1845, se apuntaron tremendos éxitos. Keremitsis (1976, 125) contribuyó señalando que la supervivencia de la industria textil durante aquellos años de invasiones extranjeras, una guerra civil y conflictos armados menores, además del lento crecimiento de la población, fue en sí misma notable. Un factor decisivo fue la creación de un número considerable de puestos de trabajo cerca de los centros urbanos, la demanda de capital, de trabajo y de servicios actuó de manera estimulante sobre las empresas de suministros, promoviendo en el marco local y regional el inicio de un crecimiento económico gradual. Pese a las dificultades, la mayor parte de las empresas fundadas en ese entonces sobrevivieron bajo condiciones poco convenientes y demostraron una sorprendente capacidad de adaptación a las condiciones específicas de la economía mexicana. Los críticos al Banco de Avío, señalaban serias fallas en la administración de los medios financieros, lo que había contribuido al poco éxito de los numerosos proyectos que había respaldado, a la dispersión de los apoyos de inversión, y a los problemas logísticos.
En realidad, Anastasio Bustamante y Lucas Alamán, los fundadores del Banco de Avío, se habían equivocado al comprometer las finanzas públicas del Estado, como las principales fuentes de financiación del ambicioso programa, pues los aranceles del comercio exterior, eran muy inestables e inseguros y cubrían los costosos aparatos, administrativo y militar, que por lo general estaban en un crónico déficit presupuestal. Esta situación originó que los ingresos del Banco se afectaran, impidiendo que los importes arancelarios previstos para el financiamiento de la industrialización llegaran a invertirse adecuadamente. Desde 1832, con los liberales en el poder, se limitaron las funciones del Banco y se clausuraron sus recursos de manera momentánea, generando efectos que lograron aplazar el impulso y ocasionaron graves pérdidas. La recuperación del proyecto industrialista entre 1835 y 1845, se caracterizó como un periodo de corto optimismo económico, de innovaciones y de un limitado impulso emprendedor, seguido de un estancamiento generado tanto por los conflictos militares internos, por la vuelta al modelo federalista, cuyos intereses estaban más arraigados en la agricultura y la minería. Pero fueron las consecuencias económicas desprendidas de la guerra contra Estados Unidos de América, las que dejaron al Estado en bancarrota, y los ánimos necesarios para el emprendimiento por el piso.
Los estadounidenses eliminaron las prohibiciones en todos los puertos ocupados y establecieron una tarifa de importación liberal, incluyendo no sólo la importación de algodón crudo y de hilos, sino también de textiles de todo tipo, lo que llevó a una inundación del mercado mexicano con mercancía extranjera. Con la expansión de los Estados Unidos sobre el territorio del norte de México se facilitó el contrabando por la enorme frontera, impidiendo que pudiese consolidarse un mercado interno hasta la construcción de los ferrocarriles en el mandato de Porfirio Díaz, como lo expone Sandra Kuntz Ficher (2010). A la inestabilidad política, traducida en los constantes cambios de gobiernos y de regímenes, las guerras civiles y las intervenciones extranjeras, habría que agregar otros elementos que también incidieron en el colapso económico, como la falta de seguridad pública y la fragilidad institucional. Como las reglas del juego cambiaban continuamente no existían expectativas confiables, razón por la que se obstaculizó tanto el surgimiento del espíritu emprendedor como el clima de inversión industrial, tal y como lo señala Aurora Gómez Galvarriato.
Otro factor de primer orden fue la imposibilidad de superar las dificultades que brindaba la difícil topografía del país, que suscitaba enormes problemas para construir una infraestructura moderna, cuestión que dificultó gravemente la expansión del mercado interno y contribuyó a su rápida saturación. A esto se sumó, como ya quedó expuesto, el problema del suministro de la materia prima indispensable para el funcionamiento de las fábricas. Guy Thompson señalaba, que la transformación industrial sostenida requería de elasticidad en el suministro de mano de obra y materias primas, pero si existía un cuello de botella en cualquiera de ambos elementos, se interrumpirían las demandas regulares e intensivas de la producción mecanizada, deteniéndose la expansión ulterior llevando a la ruina de la industria (Thompson 1989, 84). En 1840, cuando la escasez de algodón amenazó con parar la producción de hilaza, se otorgaron concesiones y licencias de importación a los acreedores del gobierno, que buscaban alentar el desarrollo de un apretado monopolio de proveedores del producto, lo que contribuyó a que se mantuviesen los precios al alza. Los monopolistas tuvieron éxito, lograron controlar tanto la importación del algodón en rama como su distribución, pero no introdujeron mejoras en el cultivo en el litoral de Veracruz, ni su producción en las tierras costeras del norte del país, donde el clima seco era más propicio para la siembra. La oportunidad se había perdido, el país tuvo que enfrentarse a la ocupación extranjera.
Conclusiones
El grado de desarrollo económico alcanzado por México durante este primer proyecto industrialista fue sorprendente si tenemos en cuenta el contexto y las debilidades propias que presentaba su capacidad financiera y organizativa. Pese a todos los obstáculos topográficos, demográficos y tecnológicos que imponían serios límites a sus alcances reales, fue capaz de constituirse, aunque efímeramente, como el primero de su naturaleza en Hispanoamérica. Los elevados costes del transporte interno, que nunca lograron superarse, y la promoción de políticas comerciales y fiscales encaminadas a consolidar un modelo proteccionista fueron sus principales ventajas ante la competencia de los textiles importados, pero a la vez se convirtieron en sus más importantes desventajas, al no poder articular un mercado nacional capaz de incrementar la demanda y al provocar un vertiginoso ascenso de los precios de la materia prima debido a la escasez de la oferta de algodón, que frenó de manera dramática el descenso de los precios de los textiles nacionales.
En 1845, tras un periodo de quince años de inversión y crecimiento impulsado, tanto por la empresa privada como por los recursos subvencionados a partir de los préstamos del Banco de Avío y la asistencia de la Dirección de Industria, México contaba con casi 60 fábricas, ubicadas principalmente en Puebla y la Ciudad de México, para suplir las necesidades textiles del centro de la república. La guerra contra Estados Unidos y sus efectos desarticuladores, sumados a elementos de tipo interno, frenaron el impulso hasta provocar su estancamiento, que pese a la supervivencia de algunas empresas y a la recuperación económica registrada en la década siguiente, no volvió a representar un incremento tan importante en relación con el pasado. Casi una década después, en 1854, solo existían en México 42 fábricas, frente a las 56 que habían existido en 1845. El Estado no siguió comprometido en apoyar de manera directa la industrialización y si bien los nuevos gobiernos conservaron con mesura algunas características proteccionistas, estas no fueron convencidas.
1. En Estados Unidos de América, los aranceles de 1816, 1824 y 1828 ofrecieron una considerable protección a la industria del algodón de Nueva Inglaterra. Suprimir esa protección habría devastado esa industria. Ver: Underwood (1956).
2. Los textiles fueron una industria conocida desde la época precolombina, parte del tributo era abonado en algodón hilado o tejido. En el virreinato se desarrollaron los obrajes, que fueron centros textiles en los que se producían tejidos de lana y algodón en donde la mayor parte de la fuerza de trabajo empleada en los obrajes eran mujeres y niños. Los artesanos tejían la popular manta, una tela de algodón tosco, grueso y sin blanquear que se usaba como vestido por las clases bajas.
3. La Junta Directiva del Banco recibía la mayor parte de los fondos de los puertos de Veracruz y Tampico, las libranzas expedidas en Ciudad de México se pagaban con un premio del 4% de ganancias, pero se veía obligada a aceptar pérdidas por el orden del 12% para obtener los fondos de los puertos del océano Pacífico, Mazatlán y San Blás.
4. José María Luis Mora exponía lo siguiente en 1834, "Toda nación que como las nuevas de América está muy a principios de la civilización, no puede ser sino agricultora; pues en el momento en que piense y pretenda hacerla ocuparse de las empresas de manufacturas y fábricas, es segura la ruina de sus capitales. En América faltan, cuando en Europa abundan, los elementos de esta clase de industria. La población reunida, la generalidad de los conocimientos científicos, el auxilio de las máquinas y sobre todo la división del trabajo llevada hasta un grado asombroso y casi inconcebible entre nosotros. Este proyecto quimérico es del todo irrealizable, especialmente en países que, como las nuevas repúblicas americanas, tienen una población muy escasa y diseminada en un inmenso territorio". (Córdova 1976, 57).
5. Debido a la ausencia de carbón, combustible de la primera revolución industrial, México se veía en la necesidad de utilizar la energía hidráulica para mover el marco giratorio de Arkwright y las hilanderas Crompton, importadas de los Estados Unidos.
6. Tradicionalmente se había transportado el algodón crudo incluidas las pepas hasta el centro del país, esto ocasionaba un efecto nocivo, ya que casi la mitad de la carga consistía en el peso ocasionado por ellas.
7. Ver los ingresos y egresos del gobierno federal de los Estados Unidos Mexicanos entre 1935 y 1850 en tabla 1.
8. En la tabla 1 se exponen los cambios en la naturaleza de las rentas del Estado central, evidenciándose un aumento, aunque leve, de los ingresos a partir de recaudaciones directas y el cobro de impuestos de papel sellado. Las alcabalas internas desaparecieron entre los años de 1838 y 1842.
9. La ley del 23 de mayo de 1837 liberó del pago de alcabalas al algodón en ramo e impuso un impuesto suplementario a los tejidos de algodón procedentes del extranjero.
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