México cartográfico: una historia de límites fijos y paisajes fugitivos
DOI:
https://doi.org/10.15446/rcdg.v26n1.62039Palabras clave:
Cartografía, reseña (es)“Esta no es una historia de mapas ni de paisajes. Es una historia de seres humanos”. Estas son las palabras con las que el historiador Raymond B. Craib presenta su libro: México cartográfico: una historia de límites fijos y paisajes fugitivos. Profesor de la Universidad de Cornell y Doctor en Historia por la Universidad de Yale (Estados Unidos), este autor brinda un significativo aporte a la interpretación y usos de la cartografía en el análisis histórico y político en la formación del Estado mexicano.
México: cisan–Instituto de Investigaciones Históricas–UNAM, Instituto de Geografía, UNAM. Rossana Reyes (traductora) 1ed en español, 2013. 366 pp.
Docente y Coordinadora del pregrado en Desarrollo Territorial de la Universidad de Antioquia, Seccional Oriente, Colombia
* Correo electrónico: cindia.arango@udea.edu.co. ORCID: 0000-0003-1687-2893.
“Esta no es una historia de mapas ni de paisajes. Es una historia de seres humanos”. Estas son las palabras con las que el historiador Raymond B. Craib presenta su libro: México cartográfico: una historia de límites fijos y paisajes fugitivos. Profesor de la Universidad de Cornell y Doctor en Historia por la Universidad de Yale (Estados Unidos), este autor brinda un significativo aporte a la interpretación y usos de la cartografía en el análisis histórico y político en la formación del Estado mexicano. Su obra Cartographic Mexico: A History of State Fixations and Fugitive Landscapes, publicada en el 2004 por Duke University Press, tiene una edición en español realizada por la Universidad Autónoma de México en el 2013. Se trata de una investigación que contribuye al entendimiento de la construcción del Estado desde la creación de imágenes cartográficas del territorio nacional. Esta es una obra que muestra los lazos entre el conocimiento geográfico, las intenciones de construir nación desde el Estado y la memoria espacial de las personas. No solo es una invitación para comprender la historia y la geografía desde diferentes perspectivas, es también una buena muestra del manejo de fuentes documentales y usos académicos de diversas disciplinas. La sugestiva opinión de Craib en la que su libro se concentra en procesos y no solo en la cartografía en sí misma, motiva al lector a vigilar el ritmo de esos acontecimientos y dinámicas que generaron procesos territoriales y no solo la cartografía per se. El libro se compone de siete capítulos, introducción y un epílogo. El uso meticuloso de diferentes archivos, tanto nacionales como regionales en México y en Estados Unidos, le permite al autor postular y expresar las diferentes posiciones y perspectivas que afectaron los procesos de levantamiento cartográfico que devinieron en la consolidación del territorio nacional.
El primer capítulo, “El terreno de la tradición”, explora el rol de los intelectuales de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (SMGE), quienes dedicaron su atención a la construcción de mapas nacionales o cartas generales. Para crear los mapas, los intelectuales fusionaron la historia y la geografía con el objetivo de vincular un espacio narrado con espacios dibujados. En la primera parte del capítulo, Craib expone los objetivos de las autoridades para crear la carta nacional. A continuación, el autor muestra cómo la carta cartográfica de 1858 estableció visualmente una idea del Estado–nación. Posteriormente, se presentan las formas en que las imágenes artísticas vincularon al territorio ideologizado. Las ilustraciones de una herencia indígena en los mapas se convirtieron en la forma de apropiarse de un pasado indígena generalizado, que hicieron más incluyente la nación con la cartografía artística. Finalmente, el autor plantea las dificultades que existieron con las toponimias cartográficas. Cada cambio de nombre a los lugares que se incluían en las nuevas cartas nacionales, a veces de espacios innombrados en el pasado, representaban nuevos problemas. Algunos nombres que aún permanecían a mediados del siglo xix conservaban la historia y dotaban a la tierra de una especie de genealogía fundamental para las personas que vivían en ellos.
“Paisajes fugitivos” es el título del capítulo que muestra con mayor nitidez los problemas históricos en la demarcación de nuevos límites por la reciente nación mexicana de mediados del siglo XIX. En este capítulo se explora un problema de índole nacional en el contexto de la provincia de Veracruz. Cuando las autoridades observaron la necesidad creciente de delimitar sus espacios y saber lo que realmente poseían, se decidió consolidar las labores cartográficas. Las disputas por los límites más comunes que las autoridades de los pueblos presentaban a las autoridades nacionales, expresaban las contradicciones entre marcar o delimitar en el terreno y vivir en este. Fue en dicho contexto en donde el agrimensor, aquel encargado de realizar las mediciones en terreno, cobró una importancia política y social en el proceso de demarcación de fronteras nacionales, figura a la que el autor le dedica especial atención. Por medio del caso de Veracruz, se muestra cómo los conflictos de límites proliferaron durante el siglo XIX, cuando los pueblos eran obligados a definir unilateralmente los límites que antes eran fluidos y ambiguos. Quizás, la precisión de los límites que exigía las labores de agrimensores preparados, no daba cuenta de múltiples prácticas, usos y relaciones sociales que habían producido el espacio, asunto en el que hubiera sido vital mayor ampliación del autor.
En el capítulo “Lotes regulares” se presentan con detalle los rasgos del proceso de repartimiento de tierras en Veracruz en la segunda mitad del siglo XIX. El capítulo inicia con un estudio de las premisas y postulados ideológicos y burocráticos que sostenían la “obsesión” del Estado con el reparto de tierras. Uno de estos postulados se refería al progreso económico de la nación y los obstáculos que tenía con la existencia de las tierras comunales, vistas por las autoridades como subutilizadas. Seguidamente, Craib expone las formas como se ejecutó la división de tierras y las relaciones entre los ingenieros o agrimensores en terreno y los habitantes de los pueblos. Los agrimensores no fueron figuras distantes de las relaciones políticas del gobierno, tampoco fueron ajenos a las realidades de los habitantes de los pueblos, por ello, son claves en este libro. Finalmente, el autor ilustra la manera lógica de la división de tierras y la repartición, es decir, “fijar el Estado”. Además, el autor conecta en el texto los conflictos con la historia local y los usos agrarios que las personas habían construido en los espacios. Los derechos sobre los cultivos más que sobre el territorio mismo, las historias personales y familiares de los usos de la tierra, los imaginarios de la vida diaria en su conjunto, no lograban ajustarse a una reducción cartográfica fácil.
Los capítulos “Conocimiento situado: la Comisión Geográfica–Exploradora I” y “Avances espaciales: la Comisión Geográfica–Exploradora II” relatan la fundación de la Comisión Exploradora en 1877 y el funcionamiento y peripecias burocráticas internas de esta. En primera instancia, Craib analiza las primeras dos décadas de existencia de la Comisión Geográfica Exploradora con el fin de demostrar cómo la cartografía y el ejército de México funcionaron simultánea y sincrónicamente en el proceso de centralización política durante el porfiriato. La cartografía, en manos de los militares, se convirtió durante este periodo en una forma de transmitir información y también en una herramienta para conocer el territorio con cada identificación de los espacios de forma certera. Como lo demuestra Craib los inconvenientes entre los militares que hacían las veces de cartógrafos y los habitantes de los territorios fueron más que constantes. Mejorar el conocimiento geográfico significaba también crear imágenes más fidedignas obtenidas de la medición en exploraciones. A su vez, esto significaba dialogar con los conocimientos locales de la población, tratar de no desechar dicho conocimiento sino validarlo e incorporarlo a esa construcción espacial. Seguidamente, el autor estudia la imposición, codificación y despliegue de un orden espacial cuando estudia los avatares de la Comisión Geográfica–Exploradora II. El autor señala los conflictos en la primera implantación de los mapas y también indica las metáforas visuales en donde la cartografía llegó a formar parte de las ciencias políticas y a ser vital en cada movimiento político.
En el capítulo “Confusiones fluviales” el autor desarrolla de forma amena un pleito entablado entre un individuo poseedor de una corriente de agua y el Estado, quien definía “oficialmente” los límites de dicha propiedad. Se trata de un “enfrentamiento cartográfico” —como lo denomina el autor— en el que cada disputa se respaldaba por un mapa que representaba intereses de parte y parte por la posesión de dicha corriente de agua. Más allá de enmarcarlo en las disputas por la división de la tierra, el autor trae a colación este caso de estudio con el fin de evidenciar el control y la “fijación” que pretendía el Estado en todos los resquicios del territorio. No se trataba solamente de cartografiar diferentes espacios, sino también de mostrar las maniobras legislativas del conocimiento del gobierno sobre el potencial de las corrientes de agua para el país, entre otros recursos. El Estado buscaba ser el dueño legítimo de las corrientes de agua, olvidando las historias que las personas habían construido en los espacios.
El penúltimo capítulo, “Espacios revolucionarios”, retoma la figura del agrimensor bajo nuevos objetivos: uno, la delimitación y dos, la concesión de los ejidos. Las últimas décadas de existencia de la Comisión después de la Revolución mexicana le brindaron elementos al autor para analizar los procesos y transformaciones en la división de tierras en el contexto de la reforma agraria. Tanto la restitución como la dotación de tierras evidenciaban los problemas de cartografiar información irresoluta, lo que generó interrogantes claves como: ¿con qué criterios se debía dividir la tierra? y ¿con qué criterios se cartografiaba? Finalmente, el autor destaca en el epílogo, “Estas cuestiones no terminan nunca”, la constante y vigente realidad sobre las definiciones territoriales en México. La profundidad histórica del proceso de marcar territorios en dicho país tiene mucho que ver con los procesos actuales de fijaciones espaciales. Por ello, para el autor, el Estado y la cartografía son recíprocamente constitutivos, argumento central en todo el libro.
Sería pertinente destacar del libro el tránsito sutil que realiza entre las diferentes cartografías realizadas en México expuestas en cada uno de los capítulos. Concretando, el autor inicia explicando la cartografía previa a las comisiones oficiales del Estado–nación mexicano. Craib muestra los intentos de crear cartografías y cartas nacionales destacando la figura del cartógrafo García Cubas, quien escribió el Atlas pintoresco e histórico de los Estados Unidos de México. Me detengo aquí para resaltar la función de este cartógrafo, heredero de muchas practicas científicas del periodo colonial, que realizaba el trabajo a partir de la información recopilada en su escrito y no de la exploración; se trataba de una cartografía “usada como atractivo de escaparate” más que una ilustración fidedigna del espacio. El autor estudia un tipo de cartografía “reivindicadora”, aquella que buscaba incluir a los indígenas como orgullo ideológico del Estado. Finalmente, el autor explica la necesidad de nuevas herramientas de precisión cartográfica, y es allí cuando los agrimensores y los militares se convirtieron en figuras vitales del proceso de fijación estatal. Aunque no es una historia de mapas como el autor lo destaca, el lector puede encontrar y comprender las transformaciones de la cartografía en relación con las formas de constitución de un Estado, una práctica cartográfica dinámica con procesos construidos por seres humanos.
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