Publicado

2021-12-13

La triste esperanza del arte en la filosofía de Theodor Adorno

Art’s sad hope in Theodor Adorno’s philosophy

La triste espérance de l’art dans la philosophie de Theodor Adorno.

La triste speranza dell’arte nella filosofia di Theodor Adorno

A triste esperança da arte na filosofia de Theodor Adorno

DOI:

https://doi.org/10.15446/actio.v6n1.100088

Palabras clave:

autonomía del arte, estética negativa, industria cultural, mimesis, modernidad artística, utopía (es)
autonomia dell’arte, estetica negativa, industria culturale, mimesi, modernità artistica, utopia (it)
autonomie de l’art., esthétique négative, industrie culturelle, mimèsis, modernité artistique, utopie (fr)
autonomia da arte, estética negativa, indústria cultural, mimese, modernidade artística, utopia (pt)
Art’s autonomy, negative aesthetics, cultural industry, mimesis, artistic modernity, utopia (en)

Autores/as

  • Manuel Silva Rodríguez Universidad del Valle

El texto explora, en el pensamiento de Theodor Adorno, las relaciones que el arte sostiene con la sociedad y, dentro de ellas, los rasgos que revisten al arte de un carácter político. La concepción dual del arte como fait social y como autonomía permite reconocer, por un lado, que las obras de arte requieran de la sociedad para concretarse materialmente como fruto del trabajo y de la experiencia histórica y, por otro, que establezcan una relación crítica con la organización del mundo social. En el texto se muestra que, en el pensamiento de Adorno, la dimensión crítica de las obras de arte se concibe como una forma de negatividad frente a la sociedad, lo cual se fundamenta en los vínculos que el arte mantiene con un pasado luctuoso y, al mismo tiempo, le impone un imperativo moral y constituye su dimensión política. Para reconocer los elementos que articulan una vasta reflexión sobre el arte, el texto se detiene en varios de los momentos de la producción de Adorno y en algunas de las categorías que construyen esta concepción del hecho artístico. En la parte final, se resalta que, si bien en la filosofía de Adorno el arte es un modelo crítico de las sociedades controladas, su presencia no cambia la realidad.

This text examines the relationships between art and society in Theodor Adorno’s thought, and, within them, the features that lend art a political character. The twofold notion of art as fait social and as autonomous allows us to recognize, on the one hand, that works of art need society to become materially concrete as a result of labor and of historical experience, and, on the other, how they need to establish a critical relationship with the social world’s organization. The text shows that, in Adorno’s thought, the works of art’s critical dimension is conceived as a form of negativity towards society. This is grounded in the links art has with a tragic past and, at the same time, it imposes on art a moral imperative which is its political dimension. In order to identify the elements articulating a vast reflection on art, the text analyses several moments of Adorno’s production and some of the categories with which he builds this conception of the artistic fact. In the final part of the text, it is emphasized that, in Adorno’s philosophy, although art is a model critical of controlled societies, its presence does not change reality.

Le texte explore, dans la pensée de Theodor Adorno, les relations que l’art entretient avec la société, et parmi elles, les traits qui donnent à l´art un caractère politique. La conception duale de l’art comme fait social et comme autonomie permet de reconnaître, d’un côté, que les œuvres d’art ont besoin de la société pour se concrétiser matériellement en tant que fruit du travail et de l’expérience historique, et, de l’autre, qu’elles établissent une relation critique avec l’organisation du monde social. Le texte montre que, dans la pensée d’Adorno, la dimension critique des œuvres d’art se conçoit comme une forme de négativité face à la société, laquelle repose sur les liens que l’art entretient avec un passé douloureux, et en même temps, lui impose un impératif moral et constitue sa dimension politique. Pour reconnaître les éléments qui articulent une vaste réflexion sur l’art, le texte s’arrête sur différents moments de la production d’Adorno et sur quelques unes des catégories qui élaborent cette conception du fait artistique. Dans la dernière partie, il ressort que, bien que dans la philosophie d’Adorno l’art soit un modèle critique des sociétés contrôlées, sa présence ne change pas la réalité.

Il testo esamina, nel pensiero di Theodor Adorno, le relazioni che stabilisce l’arte con la società e, al loro interno, i tratti che assegnano all’arte un carattere politico. La duplicità dell’arte in quanto fait social e autonomia permette di riconoscere in che misura le opere d’arte, da una parte, abbiano bisogno della società per esistere materialmente in quanto risultato di un lavoro e di un’esperienza storica e, dall’altra, esercitino una relazione critica sull’organizzazione del mondo sociale. Nel testo si precisa che, per Adorno, la dimensione critica delle opere d’arte è pensata come una forma di negatività rispetto alla società, il cui fondamento si ritrova nei vincoli che l’arte mantiene con un passato luttuoso. Al tempo stesso si segnala che tale dimensione critica è ciò che le impone un imperativo morale e ne costituisce quindi la dimensione politica. Per riconoscere gli elementi che danno forma a un’amplia riflessione sull’arte, il testo si sofferma su vari momenti della produzione di Adorno e su alcune delle categorie che costituiscono l’idea del fatto artistico. Benché nella filosofia di Adorno l’arte sia un modello critico delle società controllate, nella parte finale si sottolinea che la sua presenza non cambia la realtà.

O texto analisa, no pensamento de Theodor Adorno, as relações que a arte mantem com a sociedade e, dentro delas, as características que fazem com que a arte tenha, ao mesmo tempo, uma perspectiva política. A concepção dual da arte como fato social e autonomia permite reconhecer, por um lado, que as obras de arte precisam da sociedade para se concretizar materialmente como resultado do trabalho e da experiência histórica e, por outro lado, que estabeleçam uma relação crítica com a organização do mundo social. No texto se demonstra que, na opinião de Adorno, a dimensão crítica das obras de arte é vista como uma forma de negatividade por parte da sociedade, o que é baseado nos vínculos que a arte mantém com um passado de luto e, simultaneamente, lhe é imposto um imperativo moral que constitui sua dimensão política. Para reconhecer os elementos que articulam uma vasta reflexão sobre a arte, o texto se detém em diferentes momentos da produção de Adorno e, em algumas das categorias que constroem esta concepção do fato artístico. Na parte final, destaca-se que, embora na filosofia de Adorno a arte seja um modelo crítico das sociedades controladas, sua presença não muda a realidade.

ACTIO VOL. 6 NÚM. 1 | Enero - Junio / 2022

Manuel Silva Rodríguez

Comunicador social y magíster en Filosofía de la Universidad de Antioquia, y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad Autónoma de Barcelona. Profesor e investigador de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle.

manuel.silva@correounivalle.edu.co
ID ORCID: orcid.org/0000-0001-9626-2010

Introducción

Formular una posible relación entre la estética y la política en Adorno puede dar lugar a pensar que deberíamos trascender su teoría del arte e indagar en otras líneas de investigación en las cuales se desarrolló su filosofía. La compartimentación académica entre, por ejemplo, una filosofía del arte, una filosofía moral, una filosofía política, etcétera, nos llevaría a buscar más allá de la estética y a explorar, en algún título en particular, la exposición de un pensamiento político. La estrategia de la división y la separación quizás pueda ser apropiada para acercarse a otros filósofos y, en particular, a otros pensamientos sobre el arte y la estética, pero en el caso de Adorno, por lo menos en lo que respecta a su Teoría estética, no. En esta obra, y en general en su producción filosófica sobre el arte, se construye una reflexión que implica campos como la epistemología, la historia, la moral y la política6. En realidad, como lo aprecia Vicente Gómez (1994)7, cuando Adorno se ocupa del arte al mismo tiempo discurre sobre otros temas y dimensiones de la vida social.

Esa cualidad de su trabajo aclara el hecho de que cuando el filósofo discurre sobre otros objetos reaparezcan categorías elaboradas en la reflexión sobre el arte. Además, el despliegue de un principio dialéctico en su filosofía, de un pensamiento «a favor y en contra» (Schwarzböck, 2013, p. 18), configura un movimiento constante a lo largo de sus textos y alrededor de los conceptos, lo cual, en lugar de cerrar sus intuiciones, las abre críticamente. Estos rasgos de su filosofía hacen que un acercamiento a Adorno se desarrolle también como un desplazamiento por algunos de sus trabajos para encontrar las relaciones entre algunas de sus categorías e identificar, como ocurre con el arte, las ideas que el filósofo contrapone a sus propias tesis.

En consecuencia, en este texto pretendo mostrar cómo concibe Adorno la relación entre el arte y la sociedad, y de qué modo emerge en ese vínculo lo que podríamos llamar la dimensión política del arte. El texto se organiza en cinco secciones, en las cuales expongo algunos de los principales conceptos que urden la trama de la reflexión estética de Adorno. Siguiendo la dialéctica de su pensamiento a favor y en contra, en el apartado final, se examina lo que se podría denominar en esta teoría un límite social y político del arte.

El arte como fait social y como autonomía

Una tesis de Adorno es que el arte posee un carácter dual: es un hecho social y a la vez es autónomo. Esta tesis es el núcleo de una reflexión que, desde una perspectiva material centrada sobre todo en el proceso de producción del arte moderno, plantea la complejidad de una relación entre el arte y la sociedad, en la cual, a mi modo de ver, ambas partes se atraen y se repelen simultáneamente. Como se verá, es como una relación de amor-odio: ambas partes se necesitan, pero mantienen un vínculo conflictivo.

Adorno localiza la génesis histórica de esta relación en la conformación de la sociedad burguesa, la cual es el contexto social donde el arte alcanza su autonomía. Sin embargo, esta conquista es contemporánea de la constitución de otras dos esferas características de la modernidad: el Estado-nación, como concreción de un nuevo orden ideológico y político, y un modelo de sociedad basado en la economía de la producción y el intercambio. Es con estas esferas que el arte se encontrará en permanente tensión.

La tensión surge del hecho de que la organización social total, estructurada con base en los intereses del Estado-nación y de la economía de mercado8, para Adorno, es una formación producida por la razón instrumental y fundada en promesas de emancipación e igualdad. Como antes lo había planteado Freud (1993), aunque son incumplidas, tales promesas obligan al sacrificio individual a la espera de la satisfacción prometida por la sociedad. Según lo expuesto por Adorno junto a Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración (1998a), la razón instrumental es el modo en el cual ha cristalizado la razón ilustrada. Por eso, la razón, sus promesas y sus realizaciones son el soporte de la organización social total, cuyos principales propósitos son subsumir los objetos del pensamiento en totalidades abstractas y conservar y reproducir su sistema de funcionamiento: «La Ilustración reconoce en principio como ser y acontecer sólo aquello que puede reducirse a la unidad; su ideal es el sistema, del cual derivan todas y cada una de las cosas» (p. 62). La razón instrumental se hace útil a la organización colectiva cuando en el plano social subsume lo particular bajo categorías generales, cuando hace de los particulares entidades idénticas a una regla: «La sociedad burguesa se halla dominada por lo equivalente. Ella hace comparable lo heterogéneo reduciéndolo a grandezas abstractas» (p. 63).

Con estos presupuestos teóricos, las sociedades modernas se revelan como sistemas que subyugan y borran la individualidad. En contraste con ellas, para Adorno, el arte es el modo de ser individual por excelencia. Por eso la tensión entre el arte moderno y la sociedad: aunque históricamente el arte surge en la sociedad burguesa, no se somete a las reglas de ella. En esta reflexión, pues, el arte es caracterizado a la manera del dios Jano: está bifurcado entre su dimensión autónoma y su adscripción a la sociedad. ¿Cómo entender cada una de estas caras de las producciones artísticas?

Aunque resulta difícil comprender cada faceta de la producción artística por separado, veamos primero qué define al arte como fait social. En primer lugar, es necesario pensar el arte —las obras, los artefactos— como trabajo y como producto. Según Adorno (2004), «Que el arte sea […] un producto del trabajo social del espíritu, un fait social, se hace explícito en la sociedad burguesa» (p. 298). Cuando el arte conquista su autonomía en la sociedad burguesa, «tras quitarse de encima su función cultual» (p. 10), se manifiesta que los artefactos estéticos —objetos, imágenes— son un producto social. Una vez emancipada de funciones mágicas y religiosas9, en cuanto artefacto, la obra de arte pudo ser comprendida como el fruto de un proceso de producción y como el resultado material de un quehacer. En tal sentido, en calidad de portador de esas condiciones, el arte forma parte de los mecanismos sociales, de sus relaciones de producción. Este es un elemento de la perspectiva de Adorno para acercarse al arte: los productos del arte también están insertos en los juegos de las relaciones y las fuerzas de producción. En su condición de cosa hecha, un producto artístico implica en su realización un trabajo, el despliegue de una fuerza y de unos medios de producción. El arte comparte esta cualidad con la sociedad:

La fuerza productiva estética es la misma que la del trabajo útil y tiene en sí la misma teleología; y lo que se puede llamar relación productiva estética, todo aquello en que se encuentra integrada la fuerza productiva y en lo que se activa, son sedimentos o improntas de la fuerza productiva social. El carácter doble del arte en tanto que autónomo y en tanto que fait social se comunica sin cesar a la zona de su autonomía (Adorno, 2004, p. 15).

Ahora bien, parte de la complejidad de la relación entre el arte y la sociedad se desprende del hecho de que, como un producto más, las obras de arte son susceptibles de recibir un precio y de verse sometidas a prestar sus servicios a los intereses que rigen la praxis social, esto es, a las esferas del mercado y del poder político. El arte es, en un nivel elemental, una cosa más entre las cosas. Por eso la obra de arte es también mercancía: por su naturaleza de cosa hecha puede ostentar un valor de uso y de cambio. Esta característica, que hace también del arte un fait social, se transparenta, por lo menos, en dos prácticas. Una, es la concepción de Adorno (1998b) de la industria cultural, en la cual la producción artística sirve solo a la evasión, a la homogeneización cultural y al rendimiento financiero:

Por el momento, la técnica de la industria cultural ha llevado sólo a la estandarización y producción en serie y ha sacrificado aquello por lo cual la obra se diferenciaba de la lógica del sistema social. Pero ello no se debe atribuir a una ley de desarrollo de la técnica como tal, sino a su función en la economía actual (p. 166).

Otra práctica se advierte en los regímenes totalitarios y en el llamado, en los tiempos en los que Adorno escribía, «arte comprometido»: un tipo de producción estética militante, transformada en instrumento de agitación ideológica y, por lo tanto, reducido a un valor de uso. En opinión de Adorno (2004), el «compromiso» puede constituir un modo de control sobre la producción estética:

El concepto de compromiso no hay que tomarlo demasiado literalmente. Si se convierte en norma de una valoración, se repite en la posición ante las obras de arte ese momento de control al que ellas se oponen antes que todo compromiso controlable (p. 325).

En segundo lugar, otra cualidad que hace del arte un fait social es que las obras tienen origen en la sociedad. Para Adorno, cada obra surge en la sociedad y su contenido de verdad habla de las relaciones en esa sociedad. ¿Cómo comprender esta idea? En esta filosofía, cada obra se origina en una sociedad específica por la conexión material que mantiene con su tiempo histórico. Lo que pueda haber de verdad en ella —en sentido filosófico— es, por eso, histórico. Según Adorno, el contenido de verdad no se restringe al tema o las verdades proposicionales de la obra. Corresponde a la contradicción que la obra establece entre su interior y su exterior:

El contenido de verdad de las obras de arte tiene su valor social en aquello mediante lo cual va más allá de su complexión estética en virtud de esta misma. […] La dialéctica de lo social y del en-sí es una dialéctica de su propia constitución en la medida en que ellas no toleran nada interior que no se exteriorice, nada exterior que no sea portador de lo interior, del contenido de verdad (2004, p. 327).

Por lo tanto, el arte es social no solo por sus temas y por la fuerza productiva necesaria para que existan las obras, sino también por la dialéctica entre el interior y el exterior de las obras:

Pero el arte no es social ni sólo por el modo de su producción en el que se concentre en cada caso la dialéctica de las fuerzas y de las relaciones productivas ni por el origen social de su contenido. Más bien, el arte se vuelve social por su contraposición a la sociedad, y esa posición no la adopta hasta que es autónomo (2004, p. 298).

Veamos ahora la cara del arte como autonomía. Siguiendo el diagnóstico histórico de Hegel (1989), Adorno observa que con la formación de la sociedad burguesa el arte se libera de la función cultual y se abre paso su función estética. Adorno caracteriza esta situación en el inicio de su Teoría estética cuando describe este momento histórico del arte como la pérdida de su obviedad. En efecto, la pérdida de la obviedad corresponde a la desaparición del lugar evidente que el arte poseyó cuando estuvo inserto en el mundo religioso. En la sociedad burguesa, en cambio, el arte experimenta la necesidad de ocupar un nuevo espacio, de legitimar su existencia: «Ha llegado a ser obvio que ya no es obvio nada que tenga que ver con el arte, ni en él mismo, ni en su relación con el todo, ni siquiera su derecho a la vida» (p. 9). Este momento se entiende como la conquista de la autonomía del arte, cuando el arte se instituye como una esfera social más entre otras y en cuyo interior se vive «la infinitud abierta de lo que se ha vuelto posible» (p. 9). Sin una función social que lo determine, el arte se libera de servidumbres externas y se erige, por lo menos en los términos filosóficos de Adorno, como una esfera ejemplar de autodeterminación. Esa «infinitud abierta» es, pues, el acceso a un estatus de libertad en el cual el arte puede explorar sin límites aparentes, más allá de los fijados en su propio ámbito, todas las posibilidades de producción y expresión.

La dimensión autónoma del arte, en consecuencia, entra en tensión con las dos esferas que buscan, a través de diversos medios, imponerse en el espacio social: los esquemas ideológicos y las tendencias del poder que, desde el Estado y la economía de mercado, estructuran la organización social y determinan la subsunción de los demás campos de la vida y de los individuos a la totalidad abstracta y general. En este punto, es necesario precisar lo siguiente: si bien la política no se reduce a la pugna por el poder estatal, la concepción del Estado, como una entidad abstracta que crea, regula, vigila y controla las relaciones en la sociedad, condiciona las formas de organización de otros campos que integran el espacio social. Entre esos campos, se cuenta el del arte.

En este orden de ideas, más allá del origen social de los materiales y los contenidos de las obras de arte, y de que los productos artísticos son fruto de un proceso de trabajo, en Adorno las obras de arte son un hecho social con cariz político por su resistencia a las determinaciones sociales. Mediante su autonomía, concretada cada vez en las formas singulares de cada obra, el arte se opone a la racionalidad de los poderes que tienden a convertir a la sociedad en una totalidad homogénea10. Aquí, justamente, se cifra la complejidad de la relación arte-sociedad. Como quedó dicho con una paradoja, el arte se hace social por su oposición a la sociedad. Adorno expresa esta concepción del arte de varias maneras. En un pasaje, por ejemplo, acentúa el carácter antitético de la relación: «El arte es la antítesis social de la sociedad» (2004, p. 18). En otro, resalta un vínculo negativo: «Lo asocial del arte es la negación determinada de la sociedad determinada» (2004, p. 298). En suma, el arte adopta una posición opuesta a la sociedad, frente a lo que ella ha llegado a ser en un presente histórico y frente a lo que proyecta seguir siendo. De esa contraposición, además, Adorno extrae otra conclusión que reafirma la autonomía del arte y su inscripción en la historia: las obras se vuelven contra el concepto de arte dominante en cada presente. Si el arte se opone a la sociedad también puede hacerlo contra su propia concepción, pues ella también es social. Por eso Adorno reconoce el marco de incertidumbre característico del campo del arte en la modernidad: «El arte tiene que dirigirse contra lo que conforma su propio concepto, con lo cual se vuelve incierto hasta la médula» (2004, p. 9).

El arte como modelo

En el pensamiento de Adorno, el despliegue de la fuerza productiva en el arte responde a leyes internas nacidas en las propias obras durante su proceso de producción. Dicho de otra manera: el trabajo que se invierte en la realización de una obra de arte obedece, en primer lugar, a la necesidad que se expresa en su propia conformación: «La configuración de los elementos de la obra de arte en el conjunto de ésta obedece de manera inmanente a leyes que están emparentadas con las de la sociedad» (2004, p. 312). Así como la sociedad impone su legalidad, las obras de arte instituyen la suya.

Otro rasgo de la autonomía del arte, a diferencia de lo que ocurre en el exterior de las obras, es que en ellas la fuerza y los medios de producción siguen una lógica propia: «El artista encarna las fuerzas productivas sociales sin estar atado necesariamente a las normas dictadas por las relaciones de producción, que él critica mediante la coherencia del oficio» (2004, p. 65). De manera que el trabajo invertido en la materialización de una pieza artística es una fuerza productiva gastada libremente en cuanto cada obra es un mundo en sí. En contraste con lo que ocurre en otras esferas de la producción, en el mundo del arte, la energía no se despliega con vistas al rendimiento económico o material del trabajo. Esa libertad es la base de su oposición a la sociedad. La fuerza productiva se utiliza en un orden que no es práctico, sino estético: el mundo que configura la forma de la pieza artística. En el pensamiento de Adorno es determinante la constitución de la obra, su organización interna, su consistencia como unidad, no la utilidad que la organización social deriva del producto.

El reconocimiento de unas leyes inmanentes que orientan la producción de las obras modernas y que liberan una fuerza productiva le permite a Adorno deducir del arte un comportamiento modelo: «Sólo las obras de arte que llevan la huella de un modo de comportarse tienen su raison d’être» (2004, p. 24). Dicho de otro modo, para esta filosofía, el tipo de producto artístico que cumple con esta condición adquiere un carácter paradigmático. Este tipo de obras se constituye en un ejemplo de hacer —ya que son el resultado de una manera de proceder— y de ser —debido a que aún forman parte de la sociedad, se conforman como mundos autónomos—. En tal sentido, son «lugartenientes» de una praxis mejor: el modo de producción de las obras de arte adquiere el valor de modelo con respecto a la praxis ordinaria y ante el sistema de relaciones en que consiste esa praxis. Si nos preguntamos, pues, por la relación entre el arte y la sociedad, aquí se advierte uno de los vínculos más estrechos entre la estética, la moral y la política en Adorno: el arte, por la naturaleza del proceder que lo hace posible y por no someterse al orden práctico —aunque está inserto en él—, no critica una cosa cualquiera, su crítica se dirige contra una praxis social e histórica que es producida y reproducida por la razón instrumental. Se hace comprensible entonces esta afirmación de Adorno: «El arte no es sólo el lugarteniente de una praxis mejor que la dominante hasta hoy, sino también la crítica de la praxis en tanto que dominio de la autoconservación brutal en medio y en nombre de lo existente» (2004, p. 24).

Como lugarteniente de una praxis mejor, el arte confiere en su mundo un nuevo estatus a los materiales y a los contenidos que toma de la sociedad: «Las obras de arte salen del mundo empírico y producen un mundo con una esencia propia, contrapuesto al empírico, como si también existiera este otro mundo. De este modo, tienden a priori a la afirmación, por más trágicas que sean» (2004, p. 10). Esta contraposición revela otra capa de sentido del arte como lugarteniente: el arte se muestra en el lugar de otro mundo, de otra forma posible de existencia. En el «como si también existiera este otro mundo», además, se expresa una promesa, un momento utópico: ese otro mundo debe ser posible, aparece en el modo de hacer del arte, el arte proporciona una imagen de ese otro mundo. Ese es un momento de afirmación, pura apariencia, sin embargo, en su mundo, las obras afirman la existencia de aquello inexistente en el orden empírico. Un cuadro, una pieza teatral, una novela, nos muestran una vida posible, pero no son la vida. Por eso, en lugar de situar el valor del arte en sus contenidos literales en el pensamiento de Adorno, la negatividad de un producto artístico se localiza en la autonomía del modo de proceder que hace posible a una obra de arte.

Cuando Adorno observa leyes inmanentes en las obras, las cuales imponen en el arte una legalidad propia no-conceptual, se abre el espacio para el reconocimiento de un comportamiento de la razón diferente del que sigue la racionalidad instrumental. Por eso el arte es un modelo. Las obras inscriben y poseen un orden propio, el cual se concreta en una forma. En cada caso, la forma se logra mediante un proceder que, para Adorno, resulta ejemplar. Este proceder lo describe Adorno con la categoría de la mímesis, con la cual formula una crítica al modo tradicional como en la modernidad se fundó la relación epistemológica sujeto-objeto. De acuerdo con Adorno, el proceso de formación de la obra y, en general, la relación que debemos establecer con el arte implican una subversión en los términos de esa relación. La obra de arte le exige al sujeto la renuncia a su posición de dominio y la devolución de su dignidad al objeto. Esta doble exigencia se propone sin demandar la renuncia a la razón. Así, el arte es el lugar de la mímesis:

El arte es el refugio del comportamiento mimético. En él el sujeto toma posición (en niveles cambiantes de su autonomía) frente a su otro, separado de él y empero no separado por completo. […] Que el arte, algo mimético, sea posible en medio de la racionalidad y se sirva de sus medios, reacciona a la irracionalidad mala del mundo racional, del mundo administrado (2004, p. 78).

En esta perspectiva, la crítica a la sociedad también es una crítica al modelo dominante de producción de conocimiento. En el campo del arte, el objeto —la obra de arte en proceso de conformación durante la producción del artista— establece condiciones e impone su singularidad. Al artista le compete, con su sensibilidad y su técnica, saber llevar a la materialidad el dictado de la obra: «Si el comportamiento mimético no imita a nada, sino que se hace igual a sí mismo, las obras de arte se encargan de consumar esto. En la expresión, no imitan expresiones humanas individuales, mucho menos las de sus autores» (2004, p. 152). En las obras de arte, la razón es apertura a lo otro:

En las obras de arte, el espíritu se ha convertido en su principio constructivo, pero sólo satisface a su telos donde se alza desde lo que hay que construir, desde los impulsos miméticos, donde se amolda a ellos en vez de imponerse. La forma sólo objetiva los impulsos individuales cuando les sigue adonde quieren ir por sí mismos (2004, p. 162).

Es, pues, a través de este modo de proceder que, durante el proceso de producción y de desciframiento, la obra de arte, como un producto social, se posiciona en su autonomía y en su singularidad. La obra, aun inserta en la sociedad y en el juego de la producción y la reproducción social, tiene su razón de ser en sí misma, aunque este rasgo no la desvincula de lo externo a ella. En esta condición sitúa Adorno parte del valor del arte: «Al cristalizar como algo propio en vez de complacer a las normas sociales existentes y de acreditarse como “socialmente útil”, el arte critica a la sociedad mediante su mera existencia, que los puritanos de todas las tendencias reprueban» (2004, p. 298). Vista así, solo por el mero hecho de existir la obra de arte critica a la sociedad.

La obra no es «para otro», sostiene Adorno. Desde que perdure la posibilidad de que en el mundo del capital y de los totalitarismos ideológicos, en suma, de la razón instrumental, pueda existir una cosa hecha que no está pensada para servir a reproducir ese orden (aunque de hecho sirva, pues la obra no modifica el mundo, ella también es mercancía), el arte critica la lógica que rige ese orden. Su ley, concretada por la mímesis, se distancia críticamente de la sociedad en cuanto la obra no es funcional: «No hay nada puro, completamente elaborado de acuerdo con su ley inmanente, que no critique implícitamente, que no denuncie la humillación de una situación que tiende a la sociedad del intercambio total: en ella, todo es sólo para otro» (2004, p. 298).

La negatividad, el lenguaje del sufrimiento

El valor de este pensamiento no se localiza simplemente en sostener que el arte es crítico de la sociedad. Su valor se cifra en la lectura, entre filosófica y sociológica, que Adorno realiza de un tipo de arte muy complejo, lo que llama la «modernidad radical» (2004, pp. 52-53). A partir de un arte, que en su momento para la tradición resultó desconcertante, extraño, Adorno construye una teoría que, como se ha sugerido11, trasciende el dominio de los fenómenos estéticos para llegar a los terrenos social, epistemológico, moral y, por extensión, político. Adorno se propone comprender un arte que revolucionó el mundo del arte12, y esa comprensión la formula desde la apreciación de las cualidades inmanentes de las obras de arte —especialmente musicales y literarias 13— y de sus relaciones con el mundo histórico. Como se ha mostrado, en la singularidad de la «modernidad radical», Adorno encuentra una negación de la sociedad determinada. ¿Qué hace, entonces, asocial al arte? ¿Qué lo hace negativo frente a la sociedad?

Una primera respuesta a esta cuestión, según vimos, se halla en la renuencia de la obra de arte a ser para otro. Sin embargo, este rasgo tiene otras implicaciones. Para Adorno, la negatividad del arte moderno se manifiesta en el carácter único de cada obra, en su irreductibilidad frente a conceptos generales y abstractos, tanto durante el proceso de producción como durante su desciframiento. En efecto, cuando postula una legalidad propia en cada producto artístico, de la cual daría cuenta el artista durante la producción de cada obra, Adorno subraya la singularidad de cada producción, su diferencia con respecto a lo conocido y lo establecido, y su carácter subversivo ante el orden aceptado. Este orden, que en principio hace referencia al mundo del arte, esto es, a la tradición de las diversas formas de arte, como la literatura y la música, alcanza otros ámbitos distintos de lo estético. Esa subversión también lo es de las categorías epistemológicas establecidas, del pensamiento fijado en moldes y convertido en instrumental para la adecuación de los distintos objetos a la utilidad que el sujeto les quiera dar.

En este sentido, la singularidad de cada obra de arte, su carácter inintercambiable y extraño, se impone ante el sujeto, quien es desbordado por aquello desconocido: «La estética no ha de entender las obras de arte como objetos hermenéuticos; en la situación actual, lo que habría que entender es su incomprensibilidad» (Adorno, 2004, p. 161). La negatividad, pues, también se concreta en la relación sensibilidad-conocimiento, en una suerte de desestabilización de la comprensión cuando una obra de arte dinamita las categorías cognitivas y hace valer su singularidad. Para Adorno:

[Las obras de arte] son signos de interrogación, que no son unívocos ni siquiera durante la síntesis. […] Igual que en los enigmas, la respuesta se oculta y se impone mediante su estructura. […] todas las obras de arte son escrituras, no sólo las que se presentan como tales, son escrituras jeroglíficas cuyo código se ha perdido y a cuyo contenido contribuye precisamente la falta de código (2004, p. 170).

La resistencia del arte contra lo establecido, como se anticipó, subvierte la misma noción de arte, tal y como esta se entiende en un momento dado. La pérdida de la obviedad, tema con el cual Adorno abre su Teoría estética, trata también de este aspecto del arte: «El arte reacciona a la pérdida de su obviedad no simplemente mediante cambios concretos de sus maneras de comportarse y de proceder, sino arrastrando a su propio concepto como si fuera una cadena» (2004, p. 29).

Para Adorno, las obras de arte alcanzan la negatividad mediante su forma, la cual es única como resultado de la ley interna que condiciona la conformación de cada obra: «el conjunto de todos los momentos de la logicidad o de la consecuencia en las obras de arte es lo que se puede llamar su forma» (2004, p. 190). La búsqueda de su forma en cada obra, el no conformarse con los repertorios dados, amplía los límites de lo posible en el arte:

Al atacar lo que a lo largo de toda la tradición le parecía garantizado como su capa fundamental, el arte se transforma cualitativamente, se convierte en otra cosa. El arte es capaz de esto porque, en virtud de su forma, a lo largo de los tiempos tanto se ha dirigido contra lo meramente existente como ha acudido en su ayuda dando forma a sus elementos (Adorno, 2004, p. 10).

A primera vista puede parecer que el relieve tan marcado del concepto de forma conduciría la reflexión a un formalismo vacuo, a un esteticismo puro. Adorno es consciente de este límite, él advierte los riesgos de llevar la autonomía del arte a tal extremo y se muestra crítico del arte por el arte: «Los críticos sociales progresivos reprocharon plausiblemente al programa de l’art pour l’art, que estaba vinculado a la reacción política, el fetichismo en el concepto de la obra de arte pura, que se basta a sí misma» (2004, p. 300). El filósofo también extiende esta crítica del esteticismo a la relación de los observadores con la obra: «Si el arte es percibido de una manera estrictamente estética, no es percibido de una manera correcta» (2004, p. 16). En su concepto, además, una comprensión de la autonomía del arte conducente a la búsqueda de un arte puro condujo al peligro de la deshistorización. La estetización, la concepción de un arte autárquico, ensimismado, corta sus vínculos con la historia, con el tiempo y con la praxis social en los cuales se enmarca la producción de las obras. La pérdida de la obviedad del arte, que es otra manera de entender su libertad, también puede llevar consigo un tipo de limitación: «En muchas dimensiones, la ampliación resulta ser estrechamiento. El mar de lo nunca presentido en el que se adentraron los revolucionarios movimientos artísticos de 1910 no ha proporcionado la dicha aventurera prometida» (Adorno, 2004, p. 9). La libertad del arte se torna estrechamiento, se vuelve contra sí misma, cuando se hace puro deseo de superar las formas. Por lo tanto, el modo como el arte no se deshistoriza, es decir, como mantiene contacto con la sociedad, es no cortando sus nexos con ella mediante su oposición al modo como la sociedad, tal cual, llega a ser en un momento determinado: «El arte sólo se mantiene vivo gracias a su fuerza de la resistencia social» (Adorno, 2004, p. 299). El arte, pues, se mantiene vivo distanciándose de la sociedad, de cualquier sistema social.

Esta resistencia es su negatividad, su rechazo, su crítica del orden. La negatividad del arte, proyectada en la singularidad de cada forma, es expresión en un lenguaje autónomo de lo silenciado e invisibilizado por la totalidad. Cuando la forma de la obra de arte se resiste frente a lo establecido y desborda las categorías de nuestra comprensión, cuando obliga al sujeto a buscar un más allá de lo prefijado y aceptado como lo existente, en su singularidad y en su novedad hace posible lo que parece imposible. De esa manera, el arte le puede otorgar presencia a algo hasta entonces inexistente:

Aunque en las obras de arte se muestre de repente lo no existente, ellas se adueñan de eso no personalmente, con una varita mágica. Lo no existente se lo proporcionan los fragmentos de lo existe en la apparition. No es asunto del arte decidir mediante su existencia si eso no existente que aparece existe empero o si se queda en la apariencia. La autoridad de las obras de arte consiste en que obligan a reflexionar, por lo cual ellas, figuras de lo existente e incapaces de dar existencia a lo que no existe, podrían convertirse en la imagen abrumadora de lo no existente (Adorno, 2004, p. 117).

Aquí es necesario recordar desde dónde concibe Adorno su filosofía. El filósofo piensa en y sobre la posguerra. Su pensamiento se despliega desde la condición de los sobrevivientes, desde las obligaciones que la razón tiene ante la racionalidad que hizo posible Auschwitz y frente a las víctimas de esa racionalidad. En esa encrucijada histórica se inserta su reflexión sobre el arte. Por eso mismo, la suya es también una reflexión sobre la racionalidad y sobre la moral. En ese contexto Adorno escribió su famosa frase: «Luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz, es cosa bárbara escribir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía» (1984, p. 248). Aunque luego matizó tal afirmación, su aclaración no fue en desmedro de la exigencia que les demandó a los sobrevivientes:

La perpetuación del sufrimiento tiene tanto derecho a expresarse como el torturado a gritar; de ahí que quizá haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se puede escribir poemas. Lo que en cambio no es falso es la cuestión menos cultural de si se puede seguir viviendo después de Auschwitz (Adorno, 1989, pp. 361-362).

La exigencia es volver la filosofía hacia lo concreto, hacia la vida de los individuos oprimida por la totalidad social14. Esta exigencia no es una reacción inmediata de Adorno a la industria de la muerte creada por los nazis. Ya desde su Actualidad de la filosofía, escrita y publicada en 1931, el joven filósofo había expuesto ese principio como una suerte de programa de lo que sería su filosofía: «el sujeto de lo dado no es algún sujeto trascendental, ahistóricamente idéntico, sino que toma una figura cambiante e históricamente comprensible» (1994, p. 85). Con el tiempo, para Adorno tal exigencia vendría a ser el motivo que justifica y legitima la existencia del arte en el tipo de orden instituido por la racionalidad instrumental. Según Adorno, en el mundo moderno el arte encontraría un lugar como esfera donde se expresa, se hace visible mediante las apariencias de las obras de arte, la situación que en cada momento experimentan los sujetos históricos: «el pensamiento puede apelar a que algo en la realidad más allá del velo que teje la conjunción de instituciones y necesidad falsa reclama objetivamente el arte; un arte que hable a favor de lo que el velo oculta» (2004, p. 32).

Ese «algo» es aquello a favor de lo cual el arte toma posición. Ese «algo» es el sufrimiento. Aquí vemos que Adorno define, en unos términos muy precisos, la relación arte-sociedad: él sitúa al arte en la sociedad, sí, pero en la posición de un fait-social que rasga el velo que oculta el sufrimiento que la totalidad social produce en los individuos. Cuando Adorno le atribuye este carácter al arte también le asigna una misión: ser la voz de lo que el orden aparente oculta. En este mandato se advierte un sentido social y moral del arte: hacer visible «algo» que permanece invisibilizado. Recordemos que esta visibilidad se consigue, paradójicamente, mediante un comportamiento antitético, asocial. A través de su forma la obra radical irrumpe con su singularidad en la sociedad y hace visible aquello que el ordenamiento mantiene oculto. Con su existencia, la obra trae a la presencia lo negado por un orden afirmativo, introduce una ruptura, disonancia en la consonancia.

En este punto también se expresa una parte del pensamiento epistemológico de Adorno. El conocimiento discursivo resulta limitado delante de la radicalidad estética de las obras. Lo conocido, los valores que sostienen los juicios a priori, resultan insuficientes. La clave está en el hecho de que la radicalidad estética expresa un «algo» de la existencia humana que es inaprehensible por el concepto, es «algo» que escapa a la razón. Ese «algo» es el sufrimiento, que como en Aushwitz, pero también en la atribulada historia de Colombia, tan rica en episodios de barbarie, es un padecimiento experimentado en el cuerpo. Adorno es tajante en este punto: «El sufrimiento es físico» (1989, p. 203). Son cuerpos los que han sufrido, las víctimas han padecido dolor físico. El cuerpo, que es materia, es nuestra parte de naturaleza; a pesar de toda la confianza puesta sobre la razón en la sociedad moderna, el conocimiento discursivo no alcanza a expresar el dolor.

Aunque el conocimiento discursivo alcanza a la realidad, también a sus irracionalidades (que brotan de su ley de movimiento), algo en la realidad es esquivo al conocimiento racional. A éste le es ajeno el sufrimiento: puede definirlo subsumiéndolo, puede buscar medios para calmarlo, pero apenas puede expresarlo mediante su experiencia: eso lo consideraría irracional. El sufrimiento llevado al concepto permanece mudo y no tiene consecuencias: esto se puede observar en Alemania después de Hitler. En la era del horror inconcebible, la frase de Hegel (que Brecht adoptó como lema) de que la verdad es concreta tal vez ya sólo la pueda satisfacer el arte (2004, p. 32).

De esta manera vemos cómo se construye otra pareja fundamental en esta filosofía: naturaleza y razón, o, en sentido más amplio, naturaleza y cultura. En el estado que ha alcanzado, la cultura oprime a la naturaleza, en la cual, sin embargo, está inserta, de la cual es parte. Nosotros no somos externos a la naturaleza, también formamos parte de ella: estamos sujetos a la necesidad, somos cuerpos sensibles y perecederos, no solo razón. Definir el dolor no nos permite conocerlo. Por el contrario, el dolor nos plantea la obligación de que la racionalidad que lo ha producido se critique a sí misma y cree unas condiciones en las cuales cese la violencia de la racionalidad instrumental sobre la naturaleza: «La componente somática recuerda al conocimiento que el dolor no debe ser, que debe cambiar» (1989, p. 204). Recordemos que Adorno construye un pensamiento aplicado a lo concreto, a los individuos históricos. En su filosofía, concretos son el Holocausto, el gulag, la alienación bajo los modelos del totalitarismo y de la homogeneización ideológica. Esos acontecimientos guardan el sentido de su apelación a la frase de Hegel de que la verdad es concreta.

El horizonte histórico de Adorno, definido por él con exagerada crudeza, es el de «la era del horror inconcebible». Basta pensar en los últimos 60 o 70 años de la historia de nuestro país para formarnos una idea de la concreción de esa era del horror en nuestro contexto más inmediato. Situaciones como la brutalidad del conflicto armado, la conservación a ultranza de un modelo económico, el orden patriarcal, el autoritarismo de gobiernos de extrema derecha y las formas de represión a la protesta social son muestra de un horror inconcebible. Por eso parte del pensamiento de Adorno parece pertinente y de actualidad en nuestro contexto y, en general, en un plano global. Nuestro presente le da la razón cuando Adorno afirma que «el motivo hegeliano del arte como consciencia de las miserias se ha confirmado más allá de lo que cabía esperar» (2004, p. 32). ¿Desesperanzadora, apocalíptica, paranoica, masoquista esta postura? ¿Acaso calificarla así la hace falsa, carente de fundamento? No se puede desconocer que esta postura tiene ímpetus de generalización. Sabemos que junto con el horror también podemos recordar experiencias colectivas e individuales menos o poco sombrías. ¿Pero podemos ser ciegos y sordos ante el horror? Para Adorno, no. Por lo menos no pueden serlo la filosofía y el arte.

Esta posición explica la tesis de Adorno de que, en una era oscura, el arte que acoge el dolor no se expresa con un lenguaje que suaviza el horror. Todo lo contrario, ante ese estado de cosas, el arte se radicaliza, se hace oscuro, abstracto: «Para subsistir en medio de lo extremo y tenebroso de la realidad, las obras de arte que no quieren venderse como consuelo tienen que equipararse a lo extremo y tenebroso. Hoy, el arte radical es arte tenebroso, de color negro» (2004, p. 60). El oscurecimiento, que resulta extraño e incómodo a «la cultura», al gusto dominante, es uno de los modos como el arte protesta contra la organización total de la sociedad. De esta manera, el arte se distancia del orden social. Se comprende, por lo tanto, cuando Adorno afirma que «el arte asume al mismo tiempo la desgracia, el principio represor, en vez de protestar simplemente en vano contra él» (2004, p. 60).

Este «protestar simplemente en vano» hace referencia a la denuncia explícita, a la intención evidente. Adorno es crítico del realismo y de la reproducción mimética de la realidad. En su concepto, asumir la desgracia y el dolor no consiste en ilustrarlos, no es producir imágenes fieles de ellos ni reducir la obra de arte a un cuerpo de doctrinas. La asunción del dolor se transparenta en la forma de la obra de arte que, digámoslo así, nos hace experimentar un malestar cuando se impone sobre nuestras categorías epistemológicas, cuando desborda los conceptos habituales con los que controlamos el mundo. El desconcierto, el shock que produce una obra como Final de partida de Beckett, es una manera de hacer experimentar sensible e intelectualmente la asunción del dolor en el arte.

Adorno, incluso, vincula cierto disfrute a la experiencia con las obras complejas: «el hecho de que los momentos más tenebrosos del arte tienen que producir placer no significa sino que el arte y una consciencia correcta de él ya sólo son felices en la capacidad de perseverar» (2004, p. 61). Esa capacidad es resistencia. La resistencia es una forma de negación o de negatividad, en términos de Adorno. La resistencia contra el orden, contra la hipercodificación, contra el lenguaje administrado, se traduce en las obras de arte, de acuerdo con Adorno, en disonancia, en oscurecimiento, en la emergencia de un lenguaje propio. En su concepto, aquello disonante, es decir, esa disposición que no es armónica, también resulta atractiva a la sensibilidad: «desde Baudelaire lo tenebroso […] también atrae sensorialmente. Hay más placer en la disonancia que en la consonancia […] lo cortante se convierte en un estímulo» (2004, p. 61).

Sin embargo, en el mismo pasaje, en un movimiento típico de su método dialéctico, Adorno agrega inmediatamente contra la disonancia: «este estímulo […] conduce al arte moderno a una tierra de nadie» (2004, p. 61). El oscurecimiento también empobrece al arte: «Tal vez, los jugueteos habituales con los colores y los sonidos reaccionen al empobrecimiento que ese ideal [el de lo negro] trae consigo; tal vez, el arte derogue alguna vez sin traición ese precepto» (2004, p. 60). En este lugar es claro que Adorno reconoce un empobrecimiento en el arte radical; también que abre la posibilidad del surgimiento de otro tipo de arte, uno que adopte la voz que habla en el ideal de lo negro. Oscuridad y mudez se presentan como equivalentes de pobreza. Pero ese empobrecimiento del arte deviene como consecuencia del empobrecimiento del mundo: «El arte denuncia la pobreza superflua mediante su propia pobreza voluntaria» (2004, p. 60). Este vínculo entre el interior de las obras y el mundo exterior aclara el sentido de un oscurecimiento que trasciende el mero formalismo, el criterio estético puro: «el ideal de lo negro es uno de los impulsos más profundos de la abstracción» (2004, p. 10). El arte se hace abstracto y oscuro como consecuencia de la abstracción que rige el mundo y las relaciones que se dan en él. Es una manera del arte protestar contra la sociedad, habla en un lenguaje desconocido para la totalidad:

Cuanto más total es la sociedad, cuanto más completamente se contrae en un sistema unánime, tanto más se convierten las obras que almacenan la experiencia de ese proceso en lo otro de la sociedad. Si se emplea todo lo laxamente posible el concepto de abstracción, éste indica la retirada del mundo de los objetos justamente allí donde no queda más que su caput mortuum. El arte moderno es tan abstracto como han llegado a serlo en verdad las relaciones entre los seres humanos. […] Como el hechizo de la realidad exterior sobre los sujetos y sus formas de reacción se ha vuelto absoluto, la obra de arte ya sólo se le puede oponer equiparándose a él (Adorno, 2004, p. 49).

No obstante, la abstracción, la negrura, la pobreza, en suma, conducen a los límites del silencio: «En el empobrecimiento de los medios que el ideal de la negrura (e incluso toda objetividad) lleva consigo también se empobrece lo poetizado, pintado, compuesto; las artes más avanzadas inervan esto al borde del enmudecimiento» (2004, p. 60). ¿Qué nos dice una pintura totalmente negra? El enmudecimiento refiere el carácter críptico, enigmático de las obras de arte. El enmudecimiento es contrario a la elocuencia explícita, a la protesta evidente. Una pintura negra, una pieza musical estructurada en silencios y disonancias son un modo de manifestar esa indigencia: pobreza de medios en cuanto estas obras se comparan con el cromatismo de las precedentes en la tradición.

Adorno extrema su tesis de la singularidad de las obras cuando resalta, incluso, la incomunicación que los productos del arte pueden establecer con la sociedad. Dice Adorno: «la comunicación de las obras de arte con lo exterior, con el mundo, ante el que se cierran por suerte o por desgracia, sucede mediante no-comunicación» (2004, p. 14). Parece indiscutible que el hecho de no aportar comunicación a la sociedad pone a la obra en un riesgo. Esta postura, que es una manera de defender el hermetismo en el arte, es susceptible de crítica. ¿Para qué un arte que da expresión al sufrimiento, pero cuyo lenguaje es hermético, cuya voz se hace ininteligible? La negatividad, la oposición a la totalidad mediante la acuñación de una forma y de un lenguaje únicos pueden llevar la obra a su aislamiento.

Si bien ese peligro es inocultable, la aceptación de un arte que no aporta comunicación no implica la apuesta por una producción artística desconectada del mundo empírico. Más bien, cabría pensar que la comunicación en la sociedad se da bajo unas formas y una racionalidad a las cuales es esquivo el tipo de obra de arte acerca del cual Adorno reflexiona. La fuerza del argumento de Adorno está en que el arte obedece a una ley inmanente y se expresa en un lenguaje diferente de aquel dominante en la sociedad y que ha sido usado para producir sufrimiento. Con su lenguaje singular y su condición de lugarteniente de otro mundo posible, el arte ejerce una crítica a la razón instrumental que impulsa la posibilidad de otra forma de la racionalidad. Adorno propone ver algo más allá de la incomunicación: «Lo que el arte aporta a la sociedad no es comunicación con ella, sino algo muy mediato» (2004, p. 299). ¿Qué puede ser eso mediato que está por descubrirse en la «no-comunicación»? Ese aporte mediato tiene que ver con la forma, con el modo como lo social entra en la obra y se refracta desde ella. Ese algo confronta a la sociedad porque habla de otra manera, porque obedece a otra forma posible de la razón comportarse.

En consecuencia, este arte exige un trabajo arduo para acceder a su mundo. En esta concepción de las obras de arte hay lugar, además, a un elemento de distancia, de distinción en el sentido de Bourdieu (2010): no todos los individuos poseen el capital cultural necesario para acceder a la experiencia estética que proporciona el arte de la modernidad radical. Quizás el ejemplo más contundente de esta exigencia sea lo que Adorno apunta sobre una obra de Beckett: «la interpretación de Fin de partida no puede perseguir la quimera de expresar su sentido por mediación de la filosofía. Entenderla no puede significar otra cosa que entender su ininteligibilidad» (2003, p. 272). Ese carácter, digamos incómodo, de cierto arte, Adorno lo ubica bajo un término que toma de la música y lo convierte en una categoría de su estética, la disonancia: «La disonancia es el término técnico para la recepción mediante el arte de lo que tanto la estética como la ingenuidad llaman feo» (2004, p. 68).

Memoria y utopía

El lenguaje del sufrimiento da lugar a un cruce de memoria y utopía, esto es, al recuerdo de lo que fue, pero también de lo que sigue en deuda, de lo que se debe superar, de lo que puede ser. Adorno lo expresa con una fórmula retórica frecuente en la Teoría estética, una paradoja: «El arte quiere lo que aún no ha sido, pero todo lo que el arte es ya ha sido» (2004, p. 183). Como vemos, en la frase están implicados tres tiempos: pasado, presente y futuro. El presente nos habla de la actualidad, la cual se caracteriza por un querer del arte. ¿Y qué quiere el arte? Lo que aún no ha sido: quiere un futuro donde sea posible lo que hasta ahora no ha sido. No obstante, y aquí está la paradoja, ese presente también está hecho de pasado, de lo que ya fue. ¿Y qué fue el pasado en el pensamiento de Adorno? Recordemos lo dicho antes: horror, violencia. Es decir, al ser memoria de unos tiempos de barbarie, el arte reclama otro mundo posible, conservando viva la memoria. Sin olvidar el sufrimiento de los que ya no están, el arte mantiene la vigencia de la utopía, el recuerdo de cumplir las promesas no cumplidas en el pasado 15. Esa es la deuda con los que ya no están, lo que el presente, en el cual estamos, les debe16.

El oscurecimiento del arte moderno es una imagen del dolor y al mismo tiempo de lo utópico; es lo nuevo —habla con un lenguaje desconocido— que reúne sin violencia una heterogeneidad de elementos provenientes de una praxis violenta. De esta manera, Adorno asocia lo nuevo con la utopía como aquello que no se puede decir: «En tanto que criptograma, lo nuevo es imagen del ocaso; sólo mediante su negatividad absoluta, el arte dice lo indecible, la utopía» (2004, p. 51). Lo nuevo se presenta como criptograma porque su lenguaje nos resulta críptico: la obra es un enigma, es un interrogante que nos plantea problemas para descifrarlo y parte de que su lenguaje no es el que usamos habitualmente. La imagen del ocaso nos remite a la abstracción, al oscurecimiento y al empobrecimiento del arte, que se muestra de esa manera porque así es el mundo social, donde la obra existe y de donde provienen sus materiales. Con la asunción de la oscuridad y de la pobreza, como ejes de su existencia, es como el arte dice lo que no tiene concepto; es así como hace posible que aparezca, aunque sea solo como imagen, algo invisibilizado, reprimido y ocultado. Cuando el arte se comporta de esta manera produce una imagen de lo oculto y renuncia a reconciliarse con el mundo administrado, se mantiene distante y crítico, incluso hermético, frente a ese mundo.

Cuando se hace cargo del sufrimiento y de la tristeza, el pensamiento moral de Adorno se traslada al arte: «La injusticia que comete todo arte alegre (sobre todo, el arte de entretenimiento) es una injusticia contra los muertos, contra el dolor acumulado y mudo» (2004, p. 61). Esta reflexión expresa el vínculo entre la memoria y el arte y, al mismo tiempo, da cuenta de la relación entre el arte y la sociedad: el arte es memoria, es memoria del sufrimiento, del dolor, de la derrota, pero no de la alegría ni del triunfo. Cuando el arte hecho por los sobrevivientes de la barbarie habla de las víctimas, escribe su memoria. Esta visión de la producción artística está, sin duda, cargada de una belleza triste y melancólica: «Las obras de arte negativas sin reservas parodian hoy lo trágico. Antes que trágico, todo arte es triste, sobre todo el que se cree alegre y armonioso» (2004, p. 45).

En este lugar encontramos otra mirada del futuro. El porvenir no es mera posibilidad ni una vida determinada, es un reclamo, la exigencia de que algo negado hasta ahora debe cumplirse: «El pasado habría sido elaborado una vez que se hubieran eliminado sus causas. Pero como las causas persisten, el hechizo del pasado todavía no se ha quebrado» (Adorno, 2009, p. 503). Por eso, con su resistencia, el arte reclama la urgencia de la crítica y del cambio. Adorno afirma que «[e]l nominalismo parece tener su lazo más profundo con la ideología en que trata la concreción como algo dado» (2004, p. 183), pero la concreción, lo histórico, no es algo natural o dado, sino el resultado de un intercambio de fuerzas. Como quedó sentado desde la crítica a la razón ilustrada, a lo existente lo oprime el concepto, la abstracción formal que ajusta todo a su corsé. En contraposición a este diagnóstico histórico, el arte del que se ocupa Adorno le da voz a lo oprimido y se opone a lo opresor. El arte manifiesta negativamente la condición individual e irreductible, no idéntica a la camisa de fuerza que es el concepto para el objeto y a la rigidez que impone la totalidad social a cada individuo. Siguiendo este razonamiento, Adorno indica que «Sólo mediante la inintercambiabilidad de su propia existencia […] la obra de arte suspende la realidad empírica como nexo funcional abstracto y universal» (2004, p. 183).

Así, reitero, se configura la relación que en el pensamiento de Adorno el arte sostiene, a través de la moral, con la política. Incorporando en su negatividad el recuerdo, la memoria del dolor y de lo que aún puede llegar a ser, el arte adopta una posición frente a la totalidad17. En una postura crítica del llamado arte comprometido18, Adorno subraya que no es mediante las buenas intenciones como el arte se vincula con la política: «El tabú sobre el telos histórico es la única legitimación de aquello mediante lo cual lo nuevo se compromete en la política y en la práctica» (2004, p. 51). Esta posición, construida en el ámbito estético, es la traducción de un imperativo moral: que la barbarie no se repita, que se transforme la racionalidad que la ha hecho posible. «Hitler ha impuesto a los hombres un nuevo imperativo categórico para su actual estado de esclavitud: el de orientar su pensamiento y acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante» (1989, p. 365)19.

Si Adorno define de esa manera su tiempo, que de alguna forma también es el nuestro, no podemos distraernos pensando en que la figura de Hitler nos resulta extrema y lejana. Aunque en la historia de Colombia y de cada país no faltan personajes de la misma estirpe, la cuestión trasciende la mención de un solo individuo. La cuestión moral que impone Adorno es la de que cese la racionalidad que hace posible y justifica la barbarie. Cuando el arte encarna un modo de ser de la razón, diferente del instrumental, se convierte en núcleo crítico de la racionalidad. Uno de los mayores valores del arte en la reflexión adorniana está en que la producción artística muestra que hay otra forma posible de la razón. Ese es, en lo más profundo, el potencial crítico y liberador que se reconoce en este pensamiento estético20. Por eso el arte, como Adorno lo concibe, se constituye en un modelo de libertad. Mediante una racionalidad estética o mimética, el arte reclama el cambio en el orden social. La dimensión estética muestra como posible lo que no ha sido realizado en el campo social: un orden no violento, una relación diferente con lo «otro». Por ese motivo, como memoria del sufrimiento, el arte también se hace memoria de lo posible. De ahí que, para Adorno, lo concreto sea también la exigencia moral que deriva de un estado de posguerra: «El arte no puede pasar por encima de lo que fue. Lo que aún no ha sido es lo concreto» (2004, p. 183).

Lo que aún no ha sido nos inserta en un deseo, en un tiempo futuro: «Utopía es cada obra de arte en la medida en que anticipa, mediante su forma, lo que finalmente ella misma sería, y esto coincide con la exigencia de anular el hechizo de la mismidad que el sujeto difunde» (2004, p. 183). Retornamos por este camino al valor de la forma en la obra de arte: en cada caso es única, singular, construida sin atenerse a leyes externas. Dicho de otra manera, es una forma liberada de las normas que rigen la praxis, es una manifestación concreta de libertad lograda mediante un procedimiento y un comportamiento liberados. Por eso cada forma es una anticipación —una imagen— de un modo de ser otro: del espíritu y de las relaciones de la subjetividad con lo externo. Esa es la anulación del hechizo de la mismidad del sujeto que, en el otro, en lo externo a nosotros, no proyectemos e impongamos nuestra subjetividad, que reconozcamos lo propio del otro y lo sintamos como nuestro: solo así podremos conocerlo.

La reflexión estética, incluso, se hace próxima a la pregunta por una posible trascendencia cuando se ve en el arte una modalidad de memoria que permite una clase de redención: redención simbólica de las víctimas del progreso, redención como recuerdo y reconocimiento de aquellos que han sido devorados por el paso de la historia. Evidentemente, en esta conexión entre memoria y redención resuena Benjamin (2009b) y su filosofía de la historia. Es sentir que en el presente tenemos una deuda, como individuos y como sociedad, con quienes nos precedieron, a quienes la organización social reprimió. En este punto de la reflexión, pasado y futuro se funden, se funden recuerdo y esperanza. Una esperanza triste, construida con los despojos y las ruinas que deja la barbarie:

Pero como la utopía del arte, lo que aún no existe, está teñido de negro, es a través de toda su mediación recuerdo, el recuerdo de lo posible a través de lo real que lo reprimió, algo así como la rehabilitación imaginaria de la catástrofe de la historia (Adorno, 2004, p. 183).

Se trata, sin duda, de una visión paradójica y melancólica del arte: recordar los horrores del pasado y convertir ese recuerdo en esperanza e imperativo de que las cosas pueden ser distintas: «En su tensión con la catástrofe permanente está puesta la negatividad del arte, su participación en lo tenebroso […] Las obras de arte son promesas a través de su negatividad» (Adorno, 2004, p. 184).

El arte es modelo, pero no modifica la realidad

El arte, sin embargo, no es acción material. El arte es imagen, apariencia, modelo y crítica para la razón, pero no consigue cambiar el mundo empírico. Dice Adorno: «Por supuesto, sólo a la ingenuidad le parece posible que el mundo, que según un verso de Baudelaire ha perdido su aroma y su color, los recupere mediante el arte» (2004, p. 60). ¿Acaso podría el arte devolver su aroma y su color al mundo? El arte no es la revolución. Reformulando a Kant (1993), en su juicio sobre lo bello, en otro pasaje, Adorno afirma sobre el arte: «Su gesto histórico expele a la realidad empírica, a la que las obras de arte pertenecen en tanto que cosas. Si se puede atribuir a las obras de arte una función social, es su falta de función» (2004, p. 300). La ausencia de función es ese momento en el cual la obra, aun formando parte del mundo social, se muestra como desintegrada de él, como su negación. El arte, como quedó dicho, muestra que es posible otro comportamiento de la razón y, por lo tanto, de construir los nexos sociales. Pero el arte es una imagen de ese mundo posible, no es su concreción material. De ahí que, en otro de sus giros dialécticos, Adorno insista:

De las antinomias de hoy, es central la de que el arte tiene que ser y quiere ser utopía, y tanto más decididamente cuanto más el nexo funcional real obstaculiza la utopía; pero que no debe ser utopía si no quiere traicionar a la utopía en la apariencia y el consuelo (2004, p. 51).

Encontramos, entonces, una más de las aporías de Adorno: el arte tiene que ser utopía, pero si es utopía traiciona a la utopía. En este punto se desvela otra faceta del carácter dual del arte. Como hecho autónomo, el arte instituye su propio mundo bajo sus propias leyes y desde su ámbito elabora una imagen de la utopía: un modo de ser, de comportarse, de hacer diferente con respecto al mundo ordinario. No obstante, el arte ni es la praxis social ni la transforma. Cuando se confunde con la praxis es otra cosa. Por eso es promesa de felicidad, pero promesa rota, incumplida: «El arte es promesa de felicidad que se rompe» (2004 p. 184).

Adorno, incluso, advierte que el arte autónomo también participa en un momento de la ideología, pues, a pesar de su toma de distancia frente a la sociedad, no consigue modificarla: «Por supuesto, el arte autónomo se ofrece mediante su repudio de la sociedad, que equivale a la sublimación mediante la ley formal, también como vehículo de la ideología: en la distancia deja intacta a la sociedad que le horroriza» (2004, p. 298)21. Por esa razón, para Adorno, el arte acusa cierto grado de culpa. Gracias a su autonomía, el arte disfruta de una libertad de la cual no gozan los individuos: «Pues la libertad absoluta en el arte (es decir, en algo particular) entra en contradicción con la situación perenne de falta de libertad en el todo» (2004, p. 9).

Precisamente, el hecho de que la totalidad devore el sentido de la autonomía y de la singularidad anima la resistencia del arte. Recordemos que con Adorno se pone en juego una dialéctica entre lo general y lo particular. ¿Puede haber un orden social donde los individuos no sean víctimas de la violencia ejercida por un sistema? Por su forma, por su lenguaje, por su ley inmanente, la obra es concreción de una autonomía a la cual aspiran los individuos. Esos rasgos y su constitución hacen incómoda a la obra en el orden total. Pero poniéndose en el lugar de lo oprimido, de las víctimas de la razón instrumental, el arte no concreta la utopía: «Si se cumpliera la utopía del arte, habría llegado el final temporal del arte» (2004, p. 51). Esta afirmación se hace compleja porque la razón de ser del arte, como lo entiende Adorno, está en mostrarse como lo otro frente a la totalidad, frente al mundo administrado. Por lo tanto, pese a la crítica contra ese mundo que ejercen el arte y la filosofía de Adorno, parece como si solo hubiera esperanza de modificarlo, pero no acciones concretas para transformarlo22. Ante cualquier eventual transformación, o sea ante un eventual cambio de un sistema por otro, el arte, para seguir siendo autónomo, debería continuar ocupando la misma posición disidente. En esa orilla está situado el arte: la de la esperanza ante un estado de cosas que parece no cambiar: en tierra de nadie.

Como síntesis, vemos que la reflexión estética de Adorno desborda los límites de un pensamiento cerrado sobre el arte. De acuerdo con esta filosofía, el arte mantiene un vínculo problemático con la sociedad, por cuanto, en la modernidad artística, la obra de arte es concebida simultáneamente como fait social y como autonomía. Su carácter doble determina una condición dialéctica: por un lado, que las obras requieran de la sociedad para concretarse materialmente como un fruto de las fuerzas productivas y de su inserción en el mundo histórico, y, por otro, que encarnen una forma de oposición al ordenamiento del mundo social, del cual desnudan sus contradicciones y la violencia que ejerce sobre los individuos. En esta filosofía, las obras de arte orbitan entre dos extremos: la sumisión a la industria cultural y a la funcionalidad ideológica, y la radicalización de su autonomía mediante la búsqueda de la forma artística, lo cual, en su límite, aproxima el arte a la incomunicación. La posición radical de las obras de arte con respecto a la sociedad se concibe como su negatividad, es decir, como una modalidad de contraposición y resistencia a la totalidad social. La contraposición de aquello que Adorno llama «modernidad radical» artística —un tipo de arte sombrío, como su tiempo histórico—, con respecto a la sociedad, constituye el carácter político del arte. En ese punto, la reflexión estética se manifiesta también como un imperativo ético: en la singularidad de su forma y de su lógica interna, la obra de arte autónoma acoge el dolor y la tristeza del mundo para declarar que otro orden social puede ser posible. Por eso el arte es un modelo: muestra otra forma de ser del espíritu. Sin embargo, en un movimiento típico de su dialéctica, el filósofo se encarga de recordarnos otra realidad concreta: «Igual que la teoría, el arte tampoco es capaz de concretar la utopía; ni siquiera negativamente» (Adorno, 2004, p. 51).

Referencias

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  26. Serrano, E. (2005). Kant y el proyecto de una teoría crítica de la sociedad. En G. Leyva (ed.), La teoría crítica y las tareas actuales de la crítica (pp. 126-142). Anthropos. DOI
  27. Silva, M. (2015). Cuando Theodor Adorno fue al cine no solo estuvo en Hollywood. Nexus, 17, 274-295. DOI
  28. Tafalla, M. (2003). Theodor W. Adorno. Una filosofía de la memoria. Herder.
  29. Wellmer, A. y Gómez, V. (1994). Teoría crítica y estética: dos interpretaciones de Th. Adorno. Universidad de Valencia.
  1. Este texto tiene origen en el proyecto de investigación Fotografías y conflicto armado. Una exploración de un campo visual, ejecutado entre 2019-2021 con el apoyo financiero e institucional de la Universidad del Valle. Ir al texto
  2. This text was originated in the research project Photographs and armed conflict – an exploration of the visual field, developed between 2019 and 2021 with the financial and institutional support of the Universidad del Valle. Ir al texto
  3. Questo testo nasce dal progetto di ricerca Fotografías y conflicto armado. Una exploración de un campo visual (Fotografie e conflitto armato. Esplorazione di un campo visivo), realizzato tra il 2019 e il 2021 con l’appoggio economico e istituzionale dell’Universidad del Valle. Ir al texto
  4. Ce texte est tiré du projet de recherche Photographies et conflit armé. Exploration d’un champ visuel, mené entre 2019-2021 avec le soutien financier et institutionnel de l’Université du Valle. Ir al texto
  5. Este texto tem sua origem no projeto de pesquisa intitulado Fotografias e conflito armado. Uma exploração de um campo visual, realizado entre 2019-2021 com o apoio financeiro e institucional da Universidad del Valle. Ir al texto
  6. Es conocida la posición distante que Adorno mantuvo frente a la acción política y la ausencia en sus escritos de una obra que responda a la idea común de lo que puede ser un escrito de filosofía política. Sin embargo, estos hechos no significan que en su vasta producción no haya un alcance político. Estas características de su obra le plantean a la crítica, más bien, el trabajo de reconocer a lo largo de sus publicaciones los momentos y los alcances políticos de algunas de sus ideas. En efecto, como sostiene Russell Berman (2002):
    While Adorno did express deep reservations regarding the feasibility of direct political action, politics were hardly absent from his work. On the contrary, the one theme that pervades his writing is the possibility of resistence, figured in the complex between particular subjectivity and objectivity social forces. […] Understanding Adorno’s political means bracketing the chorus of critics in order to trace de array of political positions and themes which Adorno addressed across several decades (p. 114).

    Por otra parte, Silvia Schwarzböck (2008) dedica un libro completo a pensar lo político en la obra de Adorno. Ir al texto
  7. Vicente Gómez destaca la ampliación del pensamiento de Adorno cuando, desde su primer trabajo filosófico, incorpora a la reflexión estética una problemática epistemológica y, por lo tanto, una concepción de la racionalidad:
    Lo que Kierkegaard. Construcción de lo estético, la tesis académica de Adorno, enunciara como un «retroceso» al ámbito estético, el «giro» estético desde la filosofía y para la filosofía, supone para Adorno la exigencia de volver a pensar el modo de la relación entre el sujeto y el objeto, entre particular y universal. Estando en juego la idea de una racionalidad de la razón en este viraje, la teorización estética de Adorno hace estallar una y otra vez los límites de la disciplina estética como filosofía del arte (Kunstphilosophie). Esta es la razón última de la conexión entre Teoría estética y Dialéctica negativa (1994, p. 115).
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  8. En un texto en el cual Adorno (2009) no discurre sobre el arte, sino sobre el nacionalismo y sus relaciones con el pasado, identifica la unidad entre nación y economía:
    La idea de nación, en la que se plasmó la unidad económica de los intereses de los burgueses libres y autónomos frente a las barreras territoriales del feudalismo, se ha convertido en una barrera frente al potencial de la sociedad. Y el nacionalismo es actual porque sólo la idea tradicional y eminentemente psicológica de nación, que sigue siendo expresión de la comunidad de intereses en la economía internacional, tiene fuerza suficiente para poner a centenares de millones de personas al servicio de unos fines que ellas no pueden considerar directamente suyos (p. 498).
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  9. Es pertinente recordar que Benjamin (2009a), en La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, con otras expectativas y llegando a otras conclusiones, también había adoptado esta perspectiva de análisis y había señalado cómo se transforma en la sociedad moderna la función de los valores cultual y de exhibición del arte. Ir al texto
  10. Claudia Maya (2006) relaciona esta capacidad subversiva del arte con su efecto en los receptores para deducir de la experiencia del arte otro aspecto de la dimensión política de la estética de Adorno:
    La posibilidad de la transformación social, de la que venimos hablando, no aparece, como queda dicho, muy clara en su eficacia a partir del planteamiento de Adorno. Por otra parte, no fue su intención la de adelantar un programa revolucionario a partir del arte. Dicha eficacia, sin embargo, podríamos pensarla, no como una subversión total del orden establecido, mas sí como el trabajo subrepticio que va a llevar a cabo un nuevo modo de nombrar que se inscribe en el dominante. Trabajo cuyas manifestaciones no son muy visibles y que, sin embargo, va minando de modo aparentemente imperceptible las bases de las estructuras sociales. […] En este punto no es nada desdeñable la transformación que puede llevar a cabo, por ejemplo, en los individuos particulares (pp. 73-74).
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  11. Algunas de estas ampliaciones del pensamiento estético de Adorno se pueden encontrar en diversos intérpretes, por ejemplo, Bernstein (1992), Jarvis (1998), Berman (2002), Schwarzböck (2008). Ir al texto
  12. Si bien Adorno concentró su esfuerzo en el arte moderno, algunas de sus observaciones trascienden la periodización histórica en la que se encuadra el origen de su reflexión. En efecto, el diagnóstico de cuño hegeliano acerca de la perdida obviedad del arte, con el cual Adorno inicia su Teoría estética, se hace extensivo al presente. De ahí que Arthur Danto (2005), al abordar las transformaciones que a su juicio operan en el mundo del arte occidental, a partir de la década de 1960, escribe: «Vaya por delante mi aplauso a Adorno por su perspicaz reconocimiento de que, al revés de lo que han creído tradicionalmente los filósofos con respecto al arte, nada, pero nada en absoluto, es hoy obvio» (p. 55). Ir al texto
  13. Adorno también escribió sobre pintura y sobre cine. Pero no se interesó solo en el modelo cinematográfico de Hollywood, Adorno saludó al movimiento del Nuevo cine alemán de comienzo de la década de 1960, del cual es una figura fundamental Alexander Kluge, quien trabajó con él en el Instituto de Investigaciones de Frankfurt. Sobre Adorno y el cine, remito al artículo «Cuando Theodor Adorno fue al cine no solo estuvo en Hollywood» (Silva, 2015). Ir al texto
  14. Esta posición de Adorno también implica una crítica a la filosofía por cuanto, a juicio de él, esta se había alejado de lo concreto y había cortado su relación con lo material. Esta postura la desarrolla Adorno como una crítica a la metafísica en Dialéctica negativa. Ir al texto
  15. La emergencia de la utopía en el lugar del desastre la expuso con precisión Adorno en su crítica a la Decadencia de occidente de Spengler:
    Los impotentes que, cumpliendo las órdenes de Spengler, son dejados de lado y aniquilados por la historia encarnan negativamente en la negatividad de esta cultura lo que promete, aunque sea débilmente, quebrar el dictado de la misma y acabar con el horror del pasado. En esta oposición está la única esperanza de que el destino y el poder no tengan la última palabra. Contra la decadencia de Occidente no está la cultura resucitada, sino la utopía que pregunta sin palabras en la imagen de la cultura en decadencia (2008, p. 62).
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  16. Marta Tafalla (2003) postula la de Adorno como una filosofía de la memoria. Para esta intérprete, en este pensamiento en la relación de deuda del presente con el pasado:
    […] quien permite cumplir la condición de estar a la vez dentro y fuera del presente a criticar es la memoria; la mejor crítica es la que se formula desde ella, desde el recuerdo de las promesas que todavía esperan en el pasado en forma de vías muertas y proyectos truncados, cuyo olvido tiene mucho que ver con las injusticias del presente a la vez que hipoteca nuestro futuro (p. 77).

    Tafalla, además, observa algunos matices sobre el tiempo en esta filosofía:
    El presente debe ser juzgado desde el pasado que desearía ignorar. La memoria se revela así, no sólo como la necesidad de repensar la historia, sino también como el lugar desde donde someter a crítica el presente. Y es, finalmente, la que sostiene la esperanza (p. 232).
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  17. Marta Tafalla también ha explorado el vínculo entre memoria y moral en el pensamiento de Adorno. A partir del nuevo imperativo categórico de que Auschwitz no se repita, exigencia ante la cual se impone que esa experiencia no se olvide, Tafalla sitúa la memoria en el núcleo de la reflexión moral adorniana:
    La memoria es el centro de la filosofía moral que Adorno desarrolla para quienes habitan un tiempo de posguerra. Pero su filosofía moral no es válida tan sólo para el tiempo en el que la formula. En realidad vale para cualquier tiempo, porque no hay presente que no sea posguerra, que no tenga un pasado de horror (2003, p. 240).
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  18. En distintos momentos, Adorno deja clara su crítica frente al arte comprometido. Sin embargo, el lugar que asigna al arte en la sociedad y el carácter que le atribuye en virtud de su autonomía han hecho pensar en que Adorno reelabora la noción de compromiso. Sobre este alcance de la estética adorniana, Vicente Gómez, por ejemplo, observa:
    […] la idea de compromiso (Engagement) cobra en Teoría estética una luz nueva, un tinte más bien oscuro: «el ideal de lo negro». Sólo más allá de toda comunicación —entendida ésta como el arte del realismo socialista, como naturalismo, como arte moralizante o bien como arte pedagógico o político—, podría el arte alcanzar su grado máximo de compromiso; sólo en la renuncia a la transmisión confiada de un sentido y de un consuelo, que ya no existen en la totalidad social desventurada, podría el arte librarse de la ideología a la que por sí mismo tiende y actuar así, en diversos frentes, como resistencia (Widerstand) (1994, p. 75).
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  19. En este imperativo moral encontramos de nuevo la dimensión política de esta filosofía. Se trata de una exigencia que, aunando pensamiento y acción, demanda a la razón la abolición de las causas que han hecho posible la barbarie. Esta posición permite observar, como lo destaca Onasis Ortega (2007), que la filosofía política de los primeros autores de la teoría crítica, entre ellos Adorno, no es una filosofía normativa. En este sentido, la dimensión política de la filosofía de Adorno no se caracteriza por ser un corpus explicativo sobre qué es o debe ser la política. El cariz político de su pensamiento está, como se ha indicado aquí, en su defensa y su desarrollo particular de un modo de hacer crítica y resistencia. Sobre este rasgo del pensamiento crítico, Ortega ofrece esta explicación: «la filosofía política de la TCS […] se desprende de la crítica a la razón y a la lógica del dominio. Se trata […] de una filosofía política no normativa que procede por vía negativa» (p. 72). Planteamientos próximos sostienen Esteban Dipaola y Nuria Yabkowski (2008) y Bernard Rusell (2002). Ir al texto
  20. En su esfuerzo por mostrar una relación complementaria entre Dialéctica negativa y Teoría estética, Vicente Gómez llega a una conclusión similar: «“Modo de comportamiento” no significa ya aquí técnica, sino posición de la subjetividad ante la objetividad: solamente ante esta acepción epistemológica puede entrar en una relación de crítica determinada con la posición que realiza la ratio instrumental» (1994, p. 88). Ir al texto
  21. Vicente Gómez observa en esta contradicción una de las aporías de la estética de Adorno:
    Teoría estética hace efectiva la idea de la constitución de una estética de la negatividad. Sin embargo, la teorización de este momento de trascendencia del arte respecto de la organización y dinámica sociales pecaría en demasía de ingenuidad, si la teoría no se abriese a su vez a otro de los topoi de la teorización de las relaciones entre el arte y la sociedad, al hecho mismo de la «neutralización» (Neutralisierung) e integración social del arte hermético en la sociedad de cambio. Pero más allá de esto, las aporéticas en que se enreda la constitución de una estética negativa comienzan a emerger con toda radicalidad cuando queda formulado que la misma fuerza portadora de la crítica social o de la trascendencia del arte —la autonomía estética— es también portadora de su exacta contrapartida. Con ello se menta no sólo la neutralización que externamente ocurre al arte, sino la ideología que este mismo produce y reproduce (1994, p. 72).
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  22. Enrique Serrano (2005) califica como una limitación el hecho de que Adorno y Horkheimer ejercieron, en efecto, una crítica radical a la visión instrumental de la política, pero:
    […] nunca pudieron proponer una teoría política que respondiera al interés de la liberación humana. […] Mientras se permanece en el nivel del individuo, su rechazo a la sociedad capitalista todavía podía encontrar el refugio de una visión estética del mundo; pero se carecía de una opción para pasar al plano de la acción colectiva (pp. 138-139).
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spa
Universidad Nacional de Colombia
ACTIO Journal of Technology in Design, Film Arts and Visual Communication
2665-1890
2021-12-13
6
1
10.15446/actio.v6n1.100088
82376

La triste esperanza del arte en la filosofía de Theodor Adorno

Art’s sad hope in Theodor Adorno’s philosophy

La triste espérance de l’art dans la philosophie de Theodor Adorno.

La triste speranza dell’arte nella filosofia di Theodor Adorno

A triste esperança da arte na filosofia de Theodor Adorno

,
0
Universidad del Valle
Resumen Resumen Resumen Resumen Resumen
https://revistas.unal.edu.co/index.php/actio/article/view/100088
autonomía del arte
estética negativa
industria cultural
mimesis
modernidad artística
utopía
autonomia dell’arte
estetica negativa
industria culturale
mimesi
modernità artistica
utopia
autonomie de l’art.
esthétique négative
industrie culturelle
mimèsis
modernité artistique
utopie
autonomia da arte
estética negativa
indústria cultural
mimese
modernidade artística
utopia
Art’s autonomy
negative aesthetics
cultural industry
mimesis
artistic modernity
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Silva Rodríguez, M. . (2022). La triste esperanza del arte en la filosofía de Theodor Adorno. ACTIO Journal of Technology in Design, Film Arts and Visual Communication, 6(1). https://doi.org/10.15446/actio.v6n1.100088

ACM

[1]
Silva Rodríguez, M. 2022. La triste esperanza del arte en la filosofía de Theodor Adorno. ACTIO Journal of Technology in Design, Film Arts and Visual Communication. 6, 1 (ene. 2022). DOI:https://doi.org/10.15446/actio.v6n1.100088.

ACS

(1)
Silva Rodríguez, M. . La triste esperanza del arte en la filosofía de Theodor Adorno. ACTIO Journal 2022, 6.

ABNT

SILVA RODRÍGUEZ, M. . La triste esperanza del arte en la filosofía de Theodor Adorno. ACTIO Journal of Technology in Design, Film Arts and Visual Communication, [S. l.], v. 6, n. 1, 2022. DOI: 10.15446/actio.v6n1.100088. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/actio/article/view/100088. Acesso em: 18 mar. 2025.

Chicago

Silva Rodríguez, Manuel. 2022. «La triste esperanza del arte en la filosofía de Theodor Adorno». ACTIO Journal of Technology in Design, Film Arts and Visual Communication 6 (1). https://doi.org/10.15446/actio.v6n1.100088.

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Silva Rodríguez, M. . (2022) «La triste esperanza del arte en la filosofía de Theodor Adorno», ACTIO Journal of Technology in Design, Film Arts and Visual Communication, 6(1). doi: 10.15446/actio.v6n1.100088.

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[1]
M. . Silva Rodríguez, «La triste esperanza del arte en la filosofía de Theodor Adorno», ACTIO Journal, vol. 6, n.º 1, ene. 2022.

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Silva Rodríguez, M. . «La triste esperanza del arte en la filosofía de Theodor Adorno». ACTIO Journal of Technology in Design, Film Arts and Visual Communication, vol. 6, n.º 1, enero de 2022, doi:10.15446/actio.v6n1.100088.

Turabian

Silva Rodríguez, Manuel. «La triste esperanza del arte en la filosofía de Theodor Adorno». ACTIO Journal of Technology in Design, Film Arts and Visual Communication 6, no. 1 (enero 12, 2022). Accedido marzo 18, 2025. https://revistas.unal.edu.co/index.php/actio/article/view/100088.

Vancouver

1.
Silva Rodríguez M. La triste esperanza del arte en la filosofía de Theodor Adorno. ACTIO Journal [Internet]. 12 de enero de 2022 [citado 18 de marzo de 2025];6(1). Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/actio/article/view/100088

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